domingo, abril 04, 2021

¿Una historia de magnicidios interminables e ilegalidades condonables?

 

¿UNA HISTORIA POLÍTICA DE MAGNICIDIOS INTERMINABLES E ILEGALIDADES CONDONABLES?

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Hernando Llano Ángel

No es necesario remontarse a la noche septembrina[1] y el frustrado atentado contra la vida del libertador Simón Bolívar para verificar la estrecha relación que durante toda nuestra historia republicana ha existido entre la política, el crimen y la ilegalidad. Una historia escrita a muchas manos entre criminales impunes y políticos venales. Políticos más habituados a enterrar a sus adversarios en las tumbas que a ganarles en las urnas. En verdad, un hilo sangriento de magnicidios recorre nuestros hitos políticos desde el pasado remoto con Antonio José de Sucre, Rafael Uribe Uribe, Jorge Eliécer Gaitán, hasta el pasado reciente con Jaime Pardo Leal, Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo, Carlos Pizarro y Álvaro Gómez, para solo rendir tributo a los políticamente más significativos, en un calendario cuyos días no alcanzan para dar cabida a los millones de víctimas anónimas que rememoraremos el próximo 9 de abril. También nuestras coyunturas históricas culminan y comienzan con guerras civiles. El siglo XIX terminó con la guerra de los mil días[2] y el XX comenzó con su agonía. Con razón, entonces, se acuñó el siguiente refrán: “Colombia es una tierra de cosas singulares, hacen la guerra los civiles y dan la paz los militares”. Civiles que magistralmente combinaron todas las formas de lucha y los excesos abominables del odio. Así aconteció a mediados del siglo pasado, durante la Violencia, hasta el “golpe de opinión” de Gustavo Rojas Pinilla, que permitió alcanzar una frágil y escurridiza paz política entre civiles conservadores y liberales. Una paz sellada con el pacto de caballeros del Frente Nacional[3] promovido y firmado por el liberal Alberto Lleras Camargo y el conservador Laureano Gómez Castro, para repartirse miti-miti el Estado y la vida política del país durante 16 años. Tanta milimétrica política y burocrática terminó engendrando, en la cuna de la guerra fría, a las FARC y el ELN, discípulos aventajados en la combinación de todas las formas de lucha y sus excesos criminales, legados por las guerras civiles del siglo XIX y la Violencia entre conservadores y liberales.

La vigencia y urgencia de la paz política

Pero de ese pacto de caballeros del Frente Nacional, sellado con total impunidad, ya que sus protagonistas nunca rindieron cuentas antes los cientos de miles de víctimas generadas por su sectarismo atávico, vale la pena destacar algunos apartes, pues el pacto conserva absoluta vigencia. Especialmente si intercalamos en él algunas expresiones, como la de ciudadanos y ciudadanas colombianas, a continuación de partidos tradicionales, veamos: “Ninguno de los dos partidos tradicionales de Colombia (ahora diríamos ningún ciudadano y ciudadana colombiana) acepta que el delito pueda ser utilizado para su incremento o preponderanciaNecesitamos los colombianos, ante todo, una política de paz, mejor aún, una política que produzca la paz… Contra los violentos, contra los delincuentes, contra los aprovechadores del sectarismo, contra los traficantes de la muerte, que se están ocultando bajo las banderas de partido (hoy se ocultan mejor bajo la política, la legalidad y las economías ilícitas)… Mientras esa paz no exista, mientras haya violencia organizada o esporádica, mientras haya quienes deriven provecho de dar muerte y amedrentar a sus compatriotas o quienes hayan convertido en regular un modo de vivir belicoso y salvaje, los demás problemas colombianos no tendrán solución, comenzando por los económicos, que se afectan esencialmente por la incertidumbre e inseguridad”[4]. Es claro que este diagnóstico, lamentablemente, continúa vigente, aunque ya los actores violentos no sean los dos partidos históricos, sino una constelación de poderes de facto que se nutren de economías ilegales y de alianzas estratégicas con agentes de la Fuerza Pública, políticos corruptos y protagonistas estelares de la política institucional. Es este entramado donde se amalgama lo legal con lo ilegal y lo legítimo con lo ilegítimo lo que ha criminalizado la política, cuyas más recientes expresiones son el proceso 8.000, la narcoparapolítica, el paramilitarismo, la narcoguerrilla y los “falsos positivos” de la “seguridad democrática”. Todo lo anterior tiene como telón de fondo, más no es su origen, la poderosa economía del narcotráfico y su efecto cristalizador en la descomposición acelerada de nuestra sociedad y del régimen político. Un régimen que llamaba a tumbar Álvaro Gómez Hurtado[5], caracterizándolo como una tramoya de complicidades criminales, hoy cada día más evidentes con escándalos como los de Agro Ingreso Seguro, Reficar y Odebrecht, sin dejar de mencionar la “ñeñe política”[6], ya totalmente condonada por el diligente y superdotado Fiscal General de la Nación, Francisco Barbosa[7].

Criminalización de la política, judicialización de la política y politización de la justicia

En esta triada dinámica y cambiante de la relación entre política, crimen e ilegalidad, olvidamos con frecuencia que la Constitución Política de 1991 --sin demeritar su contenido axiológico progresista y profundamente democrático-- es también hija espuria del narcoterrorismo de Pablo Escobar, pues el magnicidio de Luis Carlos Galán catalizó la séptima papeleta y ésta la Asamblea Nacional Constituyente. Y así Escobar logró coronar su máxima aspiración política en el artículo 35 de la Constitución, la prohibición de la “extradición de colombianos por nacimiento”. De allí, que el narcotráfico no sea tanto un delito conexo con la política, sino más bien un delito anexo a la política desde que Nixon declaró la “guerra contra las drogas” con fines esencialmente políticos, como se puede leer en esta entrevista concedida por su asesor Ehrlichman[8] al periodista Dan Baum. El artículo 35 fue posteriormente reformado, cuando el gobierno de Samper encarceló a los Rodríguez y el Congreso restableció la extradición. Pero esta narcotización de la política ya había hecho metástasis en el proceso 8.000[9] y conllevó la inevitable judicialización de la política. De manera que no tiene sentido hablar de politización de la justicia en el proceso 8.000, pues primero se criminalizó la política, como luego se repitió con la narcoparapolítica y los “falsos positivos”. Bajo el gobierno de Álvaro Uribe Vélez y la ley 975 de 2005, las revelaciones de los comandantes paramilitares sobre sus relaciones con numerosos políticos de diversos partidos de la coalición gubernamental y su promoción en los territorios bajo su control militar, terminó demostrándonos que la política se había criminalizado a tal extremo que más de 60 congresistas pasaron de sus curules a la cárcel, como puede verificarse en la siguiente investigación del portal Verdad Abierta.com[10]. Una verdadera genialidad la de estos políticos, pues diseñaron un nuevo régimen político, el penitenciario semiparlamentario. Fueron entonces recluidos en pabellones especiales para políticos criminales, condenados por concierto para delinquir agravado y constreñimiento de electores, pero continuaron ganando elecciones por interpuesta persona o en “cuerpo ajeno”[11]. A esta criminalización de la política, siguió algo todavía más grave e insólito, como fue el cambio de un articulito de la Constitución, que le costó varios años de cárcel a los ministros del interior y de salud, Sabas Pretelt[12] y Diego Palacio[13] por el delito de cohecho. Pero esto no afectaría para nada la legitimidad del triunfo electoral de Álvaro Uribe Vélez en el 2006, puesto que obtuvo el respaldo de 7.397.835 votos. En otras palabras, dicha votación condonó la ilegalidad mediante la cual se reformó la Constitución de 1991, aunque entonces la abstención hubiese sido la mayoría con cerca del 55% del censo electoral. Podría, entonces, hablarse de un crimen de lesa constitucionalidad que ha quedado en total impunidad, pues Uribe alcanzó la presidencia con solo el 28% del censo electoral[14] del 2006 que era de 26.731.700 cédulas vigentes. Razón tenía Edmund Burke cuando sentenció: “Los políticos corruptos son elegidos por ciudadanos honestos que no votan”.

Ciudadanía como juez de última instancia

Y esta larga historia, para demostrar que ningún sistema judicial puede hacer lo que nos corresponde exclusivamente a todos los ciudadanos mediante el ejercicio responsable y consciente de nuestro voto: depurar la política del crimen, la ilegalidad y los “delincuentes de bien”.  No corresponde a la justicia sustituir el juicio ciudadano expresado en las urnas. Esto, a propósito de la investigación en curso de la Fiscalía General de la Nación en contra de Sergio Fajardo[15], más allá de las complejidades penales que entraña una imputación tan insólita, derivada de sus funciones como gobernador de Antioquia, avalada además por el ministerio de Hacienda, por comprometer las finanzas de su Departamento mediante dicho empréstito. Si de ello se derivó un grave detrimento para las finanzas de Antioquia, debemos ser los ciudadanos quienes lo castiguemos en las urnas por su error, pero no le corresponde a la justicia hacerlo, puesto que al parecer no incurrió en delito alguno, sino en una incompetencia administrativa lamentable, todavía más tratándose de un profesor universitario y doctor en matemáticas. Es la ciudadanía en las urnas quien debe emitir un juicio definitivo e inapelable, no el sistema judicial. Igual sucede con el expresidente Uribe, quien probablemente salga airoso en la investigación penal, pero quizá su partido y sus candidatos en el 2022 sean condenados por la ciudadanía. Existen demasiados hechos y evidencias públicas innegables sobre graves delitos durante su gobernación en Antioquia[16] y su gestión presidencial entre 2002 y 2010, así como numerosos funcionarios[17] de su entorno y absoluta confianza han sido condenados por delitos contra la administración pública, violaciones a los derechos humanos y crímenes internacionales que políticamente lo hacen responsable, pues no solo los nombró sino que los respaldó y los continúa defendiendo, como en el caso de los altos oficiales y numerosos miembros de la Fuerza Pública presuntamente responsables de miles de “falsos positivos”, para quienes exige una jurisdicción especial, diferente a la JEP. No lo olvidemos, somos los ciudadanos con nuestra conciencia y voto los jueces de última instancia. No deleguemos en la justicia ordinara, como tampoco en la JEP, nuestra propia responsabilidad sobre quienes deben representarnos y gobernarnos, si queremos de verdad vivir algún día en una democracia de la que no se avergüencen nuestros hijos y nietos. Una democracia donde puedan disfrutar plenamente, con todos los colombianos y residentes en nuestro país, sus derechos y responsabilidades, sin condonar en las urnas ilegalidades y elegir impunemente a tantos “delincuentes de bien” que gobiernan en beneficio propio y de minorías plutocráticas. Minorías que ganan y aumentan sus fortunas, avalando[18] sus candidatos a la presidencia. En memoria de Gaitán, Pardo, Galán, Jaramillo, Pizarro, Gómez y las innumerables víctimas de la violencia política insurgente[19] y contrainsurgente, como la aniquilación de la Unión Patriótica[20], démonos una oportunidad como “país nacional” y derrotemos en el 2022 a este putrefacto “país político”. Ya es hora de empezar a tumbar este régimen de complicidades criminales, sin incurrir en ilusiones populistas y excesos revanchistas, que prolongarían más esta historia interminable de magnicidios e ilegalidades condonables.

 



[4] Vargas, A. (1996). Política y armas al inicio del frente nacional. Bogotá, Colombia: Editorial Universidad Nacional de Colombia.

 

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