lunes, noviembre 25, 2013

¿Hacia una paz democrática?

¿HACIA UNA PAZ DEMOCRÁTICA?
Hernando Llano Ángel
Una coyuntura de verdad
Para empezar, habría que decir que estamos viviendo una coyuntura de verdad, en tanto las conversaciones de La Habana entre el gobierno y las Farc tienen la doble connotación de revelarnos las fracturas profundas de nuestro régimen político, las llagas purulentas de la corrupción y las heridas sangrantes de sus víctimas, así como las capacidades y limitaciones de sus protagonistas y antagonistas para identificarlas, subsanarlas y eventualmente superarlas. Si deparamos en “El Acuerdo general para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera”, encontramos en él una esclarecedora revelación de dichas fracturas y los complejos desafíos que entraña superarlas. Por eso, desde el comienzo, ambas partes reconocen que:
 -“La construcción de la paz es un asunto de la sociedad en su conjunto que requiere de la participación de todos, sin distinción.
-El respeto de los derechos humanos en todos los confines del territorio nacional es un fin del Estado que debe promoverse.
-El desarrollo económico con justicia social y en armonía con el medio ambiente, es garantía de paz y progreso.
-El desarrollo social con equidad y bienestar, incluyendo las grandes mayorías, permite crecer como país.
-Una Colombia en paz jugará un papel activo y soberano en la paz y el desarrollo regional y mundial;
-Es importante ampliar la democracia como condición para lograr bases sólidas de la paz”.
Para ello, acordaron seis grandes puntos, y hasta el momento han alcanzado compromisos históricos, aunque parciales, en los dos primeros, que constituyen las llamadas causas objetivas y subjetivas del conflicto armado interno: la propiedad y uso de la tierra y el ejercicio del poder político.
¿Del dicho al hecho un trecho de sangre?
Pero no obstante tan significativo avance, ambas partes siguen atrapadas en la lógica de la guerra, subordinando la salida política a la incertidumbre de la violencia y el crimen, como en forma alarmante y obscura lo ha revelado el anunció del ministro de defensa de la presunta preparación y planeación de un atentado mortal por parte de las FARC contra el expresidente Uribe y el Fiscal General de la Nación, Eduardo Montealegre. Más allá de la especulación sobre la veracidad o no de tan grave como repudiable acción criminal, de la ausencia o no de mando al interior de las FARC y de la implicación del narcotráfico, punto que próximamente abordarán,  lo que está claro es que dicha noticia ha causado el mayor daño a todo el proceso, pues ha dado directamente en su corazón al lesionar mortalmente la confianza entre la partes y de los colombianos en la palabra y la coherencia de las FARC.
Todo lo acordado en el segundo punto sobre la Participación Política, pero especialmente en su primer numeral: “Derechos y garantías para el ejercicio de la Oposición política en general” y su correlato institucional: “un sistema integral de seguridad para el ejercicio de la política. Dicho sistema se concibe en un marco de garantías de derechos, deberes y libertades, y busca asegurar la protección de quienes ejercen la política sobre la base el respeto por la vida y la libertad de pensamiento y de opinión”, volaron por el aire dinamitadas con la sola noticia del presunto atentado. Así lo advirtió el mismo Humberto De La Calle: “una hipótesis como esta que proviene de fuentes de inteligencia es inaceptable y destruiría por completo la viabilidad del proceso”.
La paz es confianza
De allí, que al reanudarse el próximo ciclo de conversaciones, la responsabilidad de las FARC es crucial para evitar que ello acontezca y le tocará restablecer la confianza no con palabras sino con hechos. Porque la confianza es el tiempo en que se mide la paz y la coherencia entre las palabras y las acciones es lo único que la hará posible. De lo contrario la distancia entre lo dicho --lo acordado sobre Participación Política— y lo hecho  --la confrontación militar y los atentados criminales— ahogaran en sangre el proceso actual. Con mayor razón en una coyuntura electoral como la actual, donde según Alejandra Barrios, directora de la Misión de Observación Electoral (MOE), en la revista Semana que circula: “En Colombia cada dos días se produce un hecho de violencia política. El 85 por ciento corresponde a amenazas, el 8 por ciento a atentados, el 5 por ciento a homicidios y el 1 por ciento a secuestros. Según el análisis, de 314 hechos de violencia política registrados en los dos últimos años, los departamentos con más atentados son Caquetá, Tolima, Huila y Antioquia. Esos departamentos coinciden con la presencia de actores armados ilegales, como la guerrilla de las Farc y Bacrim. Hay una lucha territorial por el poder, la política local y las tierras”.
Tanto el gobierno como las Farc tienen la responsabilidad de garantizar que en las próximas elecciones se puedan contar las cabezas en las urnas sin amenazas y evitar a toda costa que se sigan cortando y cavando más tumbas. Para ello es imperioso que trasladen lo acordado en el papel a la realidad, por ejemplo, poniendo en práctica compromisos como los asumidos en el segundo punto de Participación Política: “se acordó establecer medidas para garantizar y promover una cultura de reconciliación, convivencia, tolerancia y no estigmatización lo que implica un lenguaje y comportamiento de respeto por las ideas, tanto de los opositores políticos como de las organizaciones sociales y de derechos humanos. Para tal efecto, se prevé el establecimiento de Consejos para la Reconciliación y la Convivencia tanto en el nivel nacional como en los territoriales con el fin de asesorar y acompañar a las autoridades en la implementación de lo convenido”.
Con mayor razón ahora con el anuncio del regreso de candidatos de la Unión Patriótica a la arena política y la eclosión de nuevos movimientos que cubren todo el espectro político, desde la derecha Uribista, el centro reformista  y la izquierda progresista. Seguramente que lo anterior, además del acompañamiento de la MOE, requerirá de presencia internacional, para dar más confianza y garantías a todas las partes. De avanzarse por dicha senda, incierta y peligrosa en medio del conflicto armado, estaríamos transitando hacia una paz democrática, pues como bien lo expresó Robert Dahl: “La democracia comienza en el momento –que llega después de mucho luchar—en que los adversarios se convencen de que el intento de suprimir al otro es mucho más oneroso que convivir con él”. Un consejo que bien valdría la pena tuvieran en cuenta tanto las Farc como Uribe, además del gobierno, para por fin comenzar la transición hacia la democracia y hacer realidad el principal objetivo del acuerdo sobre la Participación Política que, según palabras de Sergio Jaramillo, alto comisionado para la Paz: “tiene que ver con un pacto fundamental en la sociedad: nunca más política y armas juntas. Es un pacto de doble vía: los que están en armas dejan de usarlas y juegan con las reglas de la democracia; y el Estado asegura que ni ellos ni en general quienes están en la política serán objeto de la violencia. Hay que dignificar la política para construir la paz”.

martes, octubre 29, 2013

Las elecciones históricas que se avecinan

RAZON PÚBLICA

(www.razonpublica.com)

Las elecciones históricas que se avecinan

(Octubre 9 de 2013)

Elegir entre seguirnos matando y alcanzar acuerdos, entre la política como fuerza o como juego de pesos y contrapesos, entre eternizar la guerra o construir un país diferente: esto es lo que se decide.

Hernando Llano Ángel*

Elegir la paz

Todo parece indicar que está llegando la hora de la verdad en La Habana. El gobierno y las FARC tienen que hacer muy pronto elecciones históricas. Definirse por la guerra o por la paz.

Porque el tiempo político, que se mide en las urnas, los está emplazando a que dejen atrás y sepulten para siempre el tiempo de las tumbas y las fosas comunes, en el que cruelmente se mide la guerra.

Una guerra que todos hemos estado perdiendo desde hace más de 60 años, a tal extremo que no podemos saber el número exacto de víctimas mortales. Pero sí tenemos una certeza: el mayor número de víctimas, de sufrimiento y de humillación, corre a cargo de los civiles.

Según el informe del Grupo de Memoria Histórica ¡Basta Ya! Colombia: memorias de guerra y dignidad, de las aproximadamente 220.000 víctimas mortales entre 1958 y 2012, el 81,5 por ciento son civiles. Una cifra que debería avergonzar a quienes hoy pretenden ganar esta guerra, pues su victoria los cubriría de ignominia por la eternidad.

No solo gobernarían sobre fértiles campos sembrados de cadáveres y ríos enmarañados de desaparecidos, sino que lo harían en una sociedad fragmentada por el odio y la ansias de revancha, en medio de la desconfianza y del miedo.

No habría posibilidad de reconocernos como ciudadanos, sino solamente como vencedores o vencidos, víctimas o victimarios, haciendo imposible la existencia de una comunidad política o la convivencia social.

Los victoriosos, en lugar de ganar la paz, estarían condenando a sus hijos y nietos a una espiral incierta de venganzas y retaliaciones, bajo coartadas cada vez menos políticas y más criminales.

Solo podrían gobernar con cómplices, imponiendo el consenso del miedo y la censura de la verdad, acallando las voces y la memoria de los vencidos.

Elegir el juego democrático

Por eso estamos ante unas elecciones históricas. La responsabilidad del Gobierno y de las FARC es inexcusable, pues si son incapaces de lograr un compromiso para garantizar que las próximas elecciones sean legítimas, es decir libres y auténticas, todo lo avanzado en La Habana naufragaría en el mar de la violencia, las amenazas y la desconfianza.

Se puede decir que están condenados a alcanzar un compromiso para que en estas elecciones se pueda, por fin, contar las cabezas en forma legítima y libre, en lugar de continuar coartándolas de manera violenta o velada, bien sea mediante el constreñimiento al elector, propio de los grupos paramilitares y de los frentes guerrilleros, o la pesca y el tráfico de su conciencia en la redes clientelistas.

En todo caso, el gobierno y las FARC no pueden permitir que se sigan cortando más cabezas sin poder contarlas, como ha venido sucediendo desde la coyuntura constituyente de los noventa, en que se han celebrado ininterrumpidamente elecciones en medio de una violencia proteica y difusa de diversos poderes de facto que las condicionan y definen a su favor.

Así sucedió con la elección de Cesar Gaviria, cuando fueron decapitadas las cabezas de Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo y Carlos Pizarro, por esa alianza tenebrosa del narcotráfico con la política, miembros del DAS y otra agencias de inteligencia del Estado, y que aún está sin esclarecer.

Luego, con la generosa y determinante financiación del narcotráfico de la campaña de Samper que lo llevó a la Presidencia.

Posteriormente, con la alianza preelectoral, en la segunda vuelta, entre Pastrana y las FARC, intercambiando el veto de estas a Serpa por la zona de despeje del Caguán.

Y recientemente, como cada vez se conoce con mayores detalles, por el apoyo de los grupos paramilitares en 2002 a Uribe, y por la parapolítica en 2006, con el “cohecho de oro” aportado por Yidis y Teodolindo para la reforma de la Constitución de 1991.

En todas estas recientes elecciones han sido los poderes de hecho y no el poder de los ciudadanos lo determinante en el triunfo de los candidatos en liza, de allí que la esencia de nuestro régimen político sea más lo “electofáctico” que lo democrático.



Se necesita el compromiso de elegir

Para que ello no siga sucediendo, se impone un compromiso entre el gobierno y las FARC para que en las próximas elecciones al Congreso y la Presidencia la ciudadanía no sea constreñida por dichos poderes violentos, especialmente en las zonas rurales.

Un compromiso que demandará la creatividad y coherencia de ambas partes, como también el imprescindible acompañamiento de veedores internacionales irreprochables, reforzados por campañas como la Misión de Observación Electoral (MOE), para impedir que los poderes de facto predominen sobre la voluntad de los ciudadanos.

Sin duda, el mayor compromiso que deberían alcanzar el gobierno y las FARC es avanzar rápidamente en el cumplimiento del punto 3 del Acuerdo General, concertando un cese del fuego bilateral con supervisión técnica internacional, pues así demostrarían que en ellos prevalece la voluntad política sobre la bélica.

Así, se superaría esa brecha insondable entre las palabras y las acciones, que tanto escepticismo y desconfianza está causando entre la ciudadanía, y se realizaría el mayor aporte a la paz, que no es otro que optar por las urnas en lugar de las tumbas.



*

Tags: Proceso de Paz en La Habana, Elecciones 2014, Memoria histórica, FARC, Diálogos de Paz.



jueves, julio 18, 2013

El Catatumbo: Laboratorio de guerra, paz y... coherencia.

DE-LIBERACIÓN


El Catatumbo: laboratorio de guerra, paz… y coherencia

Publicado en www.razonpublica.com Domingo 30 de junio de 2013

Las protestas campesinas — y sobre todo su manejo torpe por parte del gobierno — muestran que ha llegado la hora de la coherencia entre las palabras y las acciones: hay que sincronizar el tiempo político con el tiempo social.

Hernando Llano Ángel *

Entre el cielo y el infierno

En un reciente comunicado, las FARC afirmaron que las conversaciones de paz discurrían entre el cielo y el infierno. Por la forma violenta como transcurren las protestas de los campesinos del Catatumbo — que han cobrado ya la vida de cuatro civiles y causado numerosos heridos entre la Fuerza Pública — el infierno queda en Colombia y el cielo queda en La Habana.

En parte, ello se debe a la perversa ambigüedad del lenguaje cuando refleja acuerdos entre fuerzas antagónicas, como el gobierno y las FARC, que polarizan en bandos irreconciliables a los grandes sectores de una sociedad. Entonces se incurre en eufemismos y en excesos retóricos como los del “Acuerdo General para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera”, como si fuera posible regular toda la compleja pluralidad y disparidad de intereses en una sociedad moderna mediante la eliminación de los conflictos, embarcándose en un maximalismo idílico y armonioso.

Los delegados de las FARC en ocasiones parecen pretender alcanzar el cielo con algunas de sus propuestas, como las de participación política, en la mesa de conversaciones en La Habana. Al igual que los delegados del gobierno, en sus respuestas negativas a dichas pretensiones, creen que en Colombia vivimos en el cielo de la democracia participativa y el Estado Social de Derecho, apenas enunciados en la Constitución de 1991.

Ambas partes deberían poner sus pies en la tierra y llamar las cosas por su nombre, para evitar que protestas sociales como las de los campesinos del Catatumbo se conviertan en un infierno.

Porque justamente dichas protestas contienen el almendrón de nuestro degradado conflicto: la disputa por la tierra, los cultivos de uso ilícito, la expoliación de los recursos minero–energéticos y la vigencia de los derechos sociales, económicos y culturales, cotidiana y secularmente desconocidos a la inmensa mayoría de los campesinos. Todos temas incluidos en la agenda en La Habana.

¿Un pueblo escéptico y maduro?

Entonces — en aras de alcanzar una meta verificable — resulta imperioso que tanto el gobierno como las FARC entiendan que su compromiso histórico es ante todo poner fin al conflicto armado, sin lo cual todo empeño por construir una paz estable y duradera está condenado al fracaso.

De otra manera, la búsqueda de la paz naufragará en el terreno cenagoso de una guerra mezquina donde todos los días caen más víctimas civiles, mientras los portavoces de las partes armadas civilizadamente se descalifican y deslegitiman ante la opinión pública nacional e internacional.

Por consiguiente, de lo que ahora se trata es de abolir el recurso a la violencia política —ya sea institucional, insurgente o para–institucional — para poder reconocer y tramitar los conflictos de origen social, económico, étnico o cultural por la única vía que puede contribuir a construir una paz estable y duradera: la resolución política y civil de los mismos.

Es decir, mediante la participación política, garantizando la vida y pluralidad de todos los intereses y de sus portadores, sin el temor a la persecución, desaparición o aniquilación, como lamentablemente está ocurriendo en El Catatumbo.

No se trata, entonces, de poner fin al conflicto, sino más bien de realizar su potencial para el cambio social creativo. Y para ello es condición sine qua non el tratamiento político–social y no militar–policivo de la protesta por parte del gobierno, así como el divorcio entre la acción armada de la guerrilla y la justa indignación de los campesinos.

Razón tenía el maestro Estanislao Zuleta cuando sentenció: “Sólo un pueblo escéptico sobre la fiesta de la guerra y maduro para el conflicto merece la paz”.

Es el tiempo político y social de la paz

El tiempo político de la paz está ahora determinado por la coherencia entre las palabras y las acciones. No se puede convenir en La Habana un acuerdo sobre la consolidación y la ampliación de las Zonas de Reserva Campesina (ZRC) y, al mismo tiempo, disparar contra los campesinos que las exigen en el Catatumbo.

Pero tampoco pueden las FARC abogar por las ZRC y seguir sembrando el campo con minas antipersonales, reclutando a los jóvenes campesinos y amenazando con extorsiones las inversiones en el campo.

Sin duda, a más compromisos rotos por parte del gobierno y promesas incumplidas con los diversos sectores sociales — ya sean cafeteros, transportadores, cacaoteros, estudiantes… — menos tiempo político para la paz y más combustible para la desesperanza, la ira y la violencia: es decir, tiempo para la guerra.

No sobra repetirlo: la mejor estrategia para sembrar la paz es la coherencia entre las palabras y las acciones por parte del gobierno y de las FARC. Por eso deberían comprometerse a dejar de utilizar la población civil como masa de maniobra:

• El gobierno con sus cálculos mezquinos para una eventual reelección, que saldría victoriosa si antes logra firmar el acuerdo del fin del conflicto; de aquí su premura en lograrlo antes de culminar este año.

• Y la FARC, apostando a la radicalización violenta de las protestas sociales, para demostrar su fortaleza política y militar.

Si ambas partes persisten en sus tácticas, es probable que ganen los partidarios de la guerra, que apuestan al fracaso de las conversaciones en La Habana. Una de las mejores formas de evitar lo anterior, es exigir desde nuestro poder ciudadano acciones concretas de voluntad y de coherencia política al gobierno y las FARC, que pasan por el respeto progresivo e incondicional de los derechos y la autonomía política de la población civil, acatando en forma incondicional e inmediata el Derecho Internacional Humanitario.

De allí la urgencia de convenir un plan de desminado del campo con las FARC, así como su compromiso de no escalar violentamente las protestas sociales. Pero también es preciso exigir al gobierno que atienda las reivindicaciones sociales en forma concertada y mediante políticas de largo aliento, no a través de subsidios transitorios con clara proyección e intención electoral.

Quizás así se vaya alcanzando la confianza para avanzar hacia el tercer punto de la agenda: el cese del fuego bilateral, el abandono de las armas y la violencia política por parte de las FARC.

El mayor desafío en esta hora es lograr una convergencia entre las conversaciones y eventuales acuerdos en La Habana con el tiempo político de las transformaciones exigidas por las reivindicaciones y protestas sociales, para así superar esa falsa dicotomía entre el cielo y el infierno y alcanzar nuestra humana convivencia en esta tierra, sin convertirla en un valle de lágrimas, como sigue sucediendo.



* Politólogo de la Universidad Javeriana de Bogotá, profesor asociado en la Javeriana de Cali, socio de la Fundación Foro por Colombia, Capítulo Valle del Cauca. Blog: calicantopinion.blogspot.com.



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¿La Constituyente de la paz o la Paz Constituyente?

DE-LIBERACIÓN


(Junio 23 de 2013)

¿LA CONSTITUYENTE DE LA PAZ O LA PAZ CONSTITUYENTE?

Hernando Llano Ángel.

Un fantasma recorre las calles de La Habana y está a punto de ahuyentar la obsesión por la paz que reinaba en las conversaciones entre el Gobierno y las FARC. Justo cuando ambas partes abordan el segundo punto sobre la participación política, se extravían en un confuso y laberíntico debate político-jurídico sobre el sentido y alcance de una Asamblea Nacional Constituyente. Probablemente ello se deba a la idea entre romántica y narcisista que conserva el gobierno de la Constituyente de 1990 y de la Carta del 91, frente a la imagen de frustración y engaño que tienen las FARC, pues el mismo 9 de diciembre en que elegíamos los delegatorios, era bombardeado el Secretariado en Casa Verde. El siguiente es el recuerdo de Pablo Catatumbo, en entrevista con Alfredo Molano:

“Nosotros estábamos preparados para la constituyente, y el gobierno de Gavira, sin oponerse públicamente a nuestra participación, barajaba sus cartas. Con una de ellas en el bolsillo llegaron altos funcionarios del Gobierno a conversar con Marulanda un mes antes de la elección de constituyentes; buscaban definir el número de constituyentes de la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar (CGSB), compuesta por ELN, EPL, FARC y M-19 en la asamblea constituyente. Conversaron con Marulanda y con Alfonso en muy buenos términos hasta que se trató el número de constituyentes de la Coordinadora. Días antes se habían reunido sus jefes Francisco Caraballo, el cura Manuel Pérez, Carlos Pizarro con Marulanda para definir nuestra participación. Las cifras eran muy distintas y la diferencia muy grande. Gaviria ofrecía cinco cupos y la Coordinadora pedía 20. Una vez puestos los números sobre la mesa, los delegados dijeron: “Los toman o los dejan”. Marulanda no contestó ni sí ni no, dijo solamente: “Necesitamos un tiempo para consultar con todos los miembros de la CGSB”. No hay tiempo, respondieron en forma perentoria los funcionarios, el helicóptero no puede volar después de las 5 de la tarde. Ustedes deben tomar la decisión ya. Marulanda no podía tomarla y les dijo: “Quédense esta noche aquí y mañana encontramos una solución”. Respondieron: No, no tenemos tiempo. Marulanda les ripostó: si no tienen una noche para conversar, ¿qué tiempo le van a dedicar a la paz? Así que el helicóptero salió aquella tarde sin una respuesta. Un mes después, el día de la elección de constituyentes, el Ejército bombardeó los campamentos del río Duda. Fue la llamada Toma de Casa Verde, que ni fue en Casa Verde ni fue toma; el coronel Alfonso Velázquez reconoció después en un escrito que el alto mando militar admitió que el operativo había sido un gran error militar. La realidad es simple y llana: No nos liquidaron, allá seguimos. Lo digo ahora: Los ultimátum no sirven con las Farc. Fue el momento en que más cerca hemos estado de un acuerdo de paz. Es obvio que si nosotros participamos en una constituyente y compartimos su redacción, de hecho, nos acogemos a ella sin reservas y queda sin fundamento el alzamiento armado. La insurgencia no puede seguir alzada en armas contra una Constitución que ha suscrito”.

“Ni tanto que queme al Santo, ni tan poco que no lo alumbre”.

En contraste con Catatumbo, De La Calle y Carrillo, protagonistas indudables en la concepción y parto de la Carta del 91, se comportan como padres orgullosos y defienden la legitimidad y cuasi perfección de la criatura, contra toda evidencia histórica. No hay que olvidar que dicha Constituyente es también hija de la violencia del narcoterrorismo de Pablo Escobar, que la catalizó desatando paradójicamente el proceso civilista de la 7 papeleta, más mediático que democrático, pues a la postre el índice participación ciudadana en la elección de los delegatorios apenas alcanzó el 25% del censo electoral de entonces. Y si realizamos un balance imparcial y consideramos el logro de sus objetivos históricos: la paz política, la democracia participativa, el fortalecimiento de la justicia y la construcción del Estado Social de derecho, su déficit es más que deplorable. La política en lugar de legitimarse se metamorfoseo en narco y parapolítica, convirtiendo la "democracia participativa" en una simbiosis entre el crimen, las elecciones y la corrupción administrativa, con capacidad para asaltar y hasta dirigir la nave del Estado en vastas regiones del país. La justicia está a punto de naufragar en la travesía del clientelismo, los privilegios salariales de las altas Cortes y un mar de impunidad agudizado por la crisis del sistema carcelario. Y sobre la existencia del Estado Social de derecho, habría que preguntarle a las cerca de 5.405.629 víctimas que se han registrado en la Unidad de Víctimas de la Fiscalía hasta qué punto ese pomposo Estado les garantiza sus derechos fundamentales. Bastaría con mirar de frente tal Estado de cosas inconstitucionales, como lo describe a menudo la Corte Constitucional en sus providencias, para despertar del embrujo del poder que se atribuye a las Constituyentes y a la promulgación de la más “democrática y progresista Constitución del continente”, como la denomina el coro gubernamental y sus barítonos De La Calle y Carrillo.

Gobierno y FARC, rehenes de la Constituyente.

Pero no. Todo parece indicar que tanto el Gobierno como las FARC están secuestrados por tan poderoso fetiche. El primero lo invoca para conservar intocable su espíritu “profundamente democrático”, que no pasa de ser un espectro frente a las dimensiones horripilantes de muestra crisis humanitaria. Y las segundas se aferran como naúfragos de sus excesos belicistas a la tabla de salvación de una Constituyente, con la ilusión de que entonces serán los protagonistas del pacto fundacional de la “Nueva Colombia”, con la amplia participación de un pueblo imaginario del cual se consideran su vanguardia y entonces promulgarán una auténtica Carta democrática en tránsito al socialismo. Tanto el Gobierno como las FARC parecen vivir en el reino perfecto de las ficciones políticas y continúan siendo víctimas de la más crónica y grave enfermedad que aqueja nuestra historia política: el fetichismo constitucional, magistralmente diagnosticado así por Miguel Samper en 1867 en su libro “La miseria en Bogotá”: “Al leer tantas Constituciones como las que se expiden en estas tierras, se nos ocurre que en vez de tantos libros consultados para elaborarlas, convendría empapelar los salones de las Cámaras con los cartelones en los que el Doctor Brandreth recomendaba sus píldoras con un aforismo tremendote: “Constitución es lo que constituye, y lo que constituye es la sangre”; sea la que se derrama a torrentes en la guerra, o la que queda en las venas de los señores que legislan, inficionada por los odios, la sed de venganza y la vanidad.” Después de casi dos siglos, ya va siendo hora de comprender que la metáfora médica del Doctor Brandreth no es el remedio más apropiado para la paz política, pues no se alcanzó durante el siglo XIX ni el XX, salvo breves interregnos, en gran parte debido la virulencia por proclamar nuevas y mejores constituciones. Porque, como bien lo demostró Hernando Valencia Villa, ellas no pasaron de ser “Cartas de Batalla”, incluso la mitificada carta del 91, que terminó siendo una tregua efímera con Pablo Escobar y una paz fragmentada que no incluyó a las FARC ni al ELN, entonces considerados por Gaviria y De La Calle monstruos políticos antediluvianos, heridos de muerte por los escombros de la caída del muro de Berlín. Pero para el resto de colombianos no fue el “fin de la historia”, sino más bien el comienzo de una interminable pesadilla marcada por la simbiosis entre la política y el crimen, tanto del lado institucional (la narcoparapolítica y la “seguridad democrática”) como del lado insurgente con sus espurias relaciones y nefastas coaliciones con el narcotráfico y el secuestro.

La paz se induce desde abajo, con sus pobladores y en sus regiones, no se deduce desde el centro y en las Constituyentes.

Así las cosas, habría que concluir que las constituyentes entre nosotros no engendran paz duradera, si acaso treguas parciales cuando no prolongadas y degradas guerras. Más bien suele acontecer lo contrario en la realidad. Es la paz la que constituye nuevos órdenes políticos de convivencia, como no cesan de demostrarlo en muchas regiones comunidades campesinas, indígenas y afros, los numerosos Premios Nacionales de Paz que encarnan epopeyas de civilidad y concordia. Los ejemplos abundan, incluso contra la voluntad vanguardista y militarista de las FARC y el ELN, sumada a la férula represiva del Estado, como son los casos de la Asociación de Trabajadores Campesinos del Carare; la Guardia Indígena del Cauca; la misma Comunidad de Paz de San José de Apartadó y el Programa de Desarrollo y Paz del Magdalena Medio, para sólo mencionar los ejemplos más conocidos, victimizados y estigmatizados. Y ello es así porque la paz política sólo será estable y duradera cuando se sustente en el poder de la civilidad y no de los protagonistas de la guerra. En ese poder que surge, como bien lo advirtió Hannah Arendt, “cuando las palabras y los actos no están separados. Cuando las palabras no se utilizan para velar intenciones sino para descubrir verdades y los actos no se realizan para violar y destruir, sino para establecer relaciones y nuevas realidades”. Y es esta dimensión y compromiso con el poder constituyente de nuevas realidades lo que ahora está ausente en La Habana, tanto en el Gobierno como en las FARC, que deberían empezar por el respeto irrestricto e incondicional de los civiles y sus derechos fundamentales, acatando su voluntad y anhelo de vivir ya en paz, sin tener que esperar una incierta y fantasmagórica nueva Constituyente. Porque de no hacerlo pronto, conviniendo una tregua bilateral internacionalmente supervisada y verificada, se perderá la fe en la paz y de nuevo resurgirán las ansias de guerra y venganza, aupadas por los que siempre ganan conservando sus privilegios en nombre de la “seguridad y la democracia”. Entonces se profundizará y prologará esta degradada guerra en nombre de la Constituyente de la paz.







martes, mayo 21, 2013

Pacho Santos y las FARC.




DE-LIBERACIÓN

Pacho Santos y las FARC: ni impunidad ni perdón, pero sí reconciliación



Domingo, 19 de Mayo de 2013 23:37

Hernando Llano Ángel.


La guerra se trasladó al terreno de lo simbólico: vallas envenenadas de odio que ignoran la necesidad de la reconciliación e impiden resolver la difícil ecuación entre la sed de justicia, el afán de venganza y la reparación del tejido social.

Vallas subliminales

La disputa pública entre Francisco Santos y las FARC reflejada en las vallas donde recíprocamente se incriminan por combinar política y crimen demuestra hasta qué punto la suerte de las conversaciones en La Habana se está jugando en la mente y en el corazón de cada ciudadano.

Los mensajes subliminales de las vallas añaden una vuelta más al nudo de la violencia política en Colombia: entre responsables de semejantes crímenes de lesa humanidad difícilmente podrá alcanzarse algún día un acuerdo para la convivencia.

Sólo les queda la alternativa de cortar violentamente la cabeza del bando contrario. Pero ambas partes olvidan que precisamente en ese intento mutuo por aniquilarse llevan más de cincuenta años cortando las cabezas de los demás: los unos, a quienes consideran “auxiliadores de la guerrilla”, los otros a “burgueses vende–patria” o a “narcoparacos asesinos”.

De víctimas y victimarios

No les cabe el menor remordimiento por sus heroicas acciones, pues han ido llenando sus mentes con buenas justificaciones: una supuesta “seguridad democrática” y la anhelada “justicia social”.

Así llegan al extremo de autoproclamarse, respectivamente, “demócratas integrales” y “revolucionarios ejemplares”:

• Los primeros combaten con tal ahínco al terrorismo, que se consideran salvadores de la Patria, predestinados a perpetuarse en la Presidencia de la República.

• Los segundos resisten con tanto heroísmo el terrorismo oficial, que se erigen en mártires populares y crean su leyenda de invictos.

Por eso mismo, a ambos lados les cuesta tanto reconocerse como victimarios y tan fácilmente se reclaman como víctimas. Cada bando reclama con absoluta convicción la justicia de su parte y, por consiguiente, el derecho de juzgar y condenar a la contraparte.

Para ellos no existe otra noción de justicia que el castigo draconiano del enemigo y la benignidad hacia el amigo. Para el primero la humillación, para el segundo la reinserción. Lo contrario es la impunidad inadmisible. Para ellos, la justicia se reduce a continuar la guerra por otros medios y la paz sólo es posible con la condena o la derrota del enemigo.

De alguna manera, tal escenario estuvo a punto de configurarse en 2007, cuando un sondeo de la revista Semana contratado con la firma Ipsos-Napoleón Franco reveló las siguientes respuestas de los ciudadanos luego de que los comandantes paramilitares confesaran sus masacres:

• “el 33 por ciento de los entrevistados estuvo de acuerdo con que el paramilitarismo fue necesario para acabar con la guerrilla”;

• “una quinta parte se declaró abiertamente a favor del paramilitarismo”;

• “una cuarta parte lo cree justificable”.

Lo más sorprendente es que, según la afiliación política de quienes respondieron, se decantó la siguiente actitud pro–paramilitar:

• El 38 por ciento entre los uribistas;

• El 52 por ciento entre conservadores;

• El 55 por ciento entre los miembros de otros partido, y

• El 25 por ciento entre los simpatizantes del Polo Democrático.

Crimen y castigo

No es muy diferente el escenario actual, con esa guerra de vallas entre Francisco Santos y las FARC. Por eso, la demanda de justicia punitiva, que ahora exige cero impunidad, acaba siendo una falacia cuando se trata de construir una paz política.

Más aún, si se pretende dar cuenta y castigar a todos los responsables de crímenes que por su dimensión colectiva e indiscriminada terminaron por ser considerados simultáneamente políticos y de lesa humanidad. Esta fue la propuesta inicial del propio presidente Álvaro Uribe en el momento de tramitar la ley 975 de 2005 (ley de justicia transicional para los integrantes de las autodefensas), que la Corte Constitucional declaró inexequible en dicho punto.

En nuestras propias circunstancias, parece repetirse la paradoja que expresara Hannah Arendt sobre los crímenes del nacional–socialismo: “es muy significativo que los hombres sean incapaces de perdonar lo que no pueden castigar e incapaces de castigar lo que ha resultado ser imperdonable”[1].

En efecto, nadie -y menos el Estado- puede perdonar en nombre de las víctimas, arrebatándoles esa “soberanía del yo”, que es lo propio del perdón, como bien lo señala el filósofo español Javier Sádaba en su libro homónimo[2].

Pero resulta que tampoco el Estado es capaz de castigar a todos los responsables de aquello que ha resultado imperdonable, dada la dimensión de los crímenes cometidos y las difusas redes de complicidades y de apoyos que los hicieron posibles, como ha acontecido en Colombia, donde tantas víctimas suelen convertirse en implacables vengadores.

Y, lo que es peor, donde el mismo Estado históricamente ha auspiciado la violencia de unos contra otros. En el remoto pasado armando los civiles en autodefensas (decreto 3398 de 1965), luego creando las “Convivir” (decreto Ley 356 de 1994) y — en desarrollo de la “seguridad democrática” — la nefasta circular 029 de 2005 del Ministerio de Defensa, directamente relacionada con los atroces “falsos positivos”.

Ni justicia ni paz

Gracias a la denominada ley de “Justicia y Paz”, según María Teresa Ronderos hoy sabemos que:

• “desde 1998 las diferentes guerras políticas y narcopolíticas han dejado en Colombia entre cinco y seis millones de víctimas, la mayoría de las cuales son personas desplazadas a la fuerza por la violencia (entre cuatro y cinco millones de personas, dependiendo de la fuente).”

• “El proceso de Justicia y Paz ha llevado al país a reflexionar sobre cómo fue que permitió semejante impunidad. Menos de cien fiscales, con la ayuda de los 2.200 exparamilitares que han dado sus versiones, han esclarecido 38.000 delitos, la mayoría de los cuales estaban archivados.”

• “El proceso ha permitido sacar a flote la magnitud de algunos delitos invisibles. Por ejemplo, que ha habido casi 40.000 víctimas de desaparición forzada, y de ellas, los fiscales han encontrado 4.792 cuerpos en fosas clandestinas.”

• “También ha develado la profundidad del fenómeno paramilitar, sus nexos con el poder legal, cómo capturó las instituciones y se apropió de las rentas públicas y cómo fue aliado de empresarios y funcionarios públicos.”

• “Según el último informe de la Misión de Observación Electoral, de octubre de 2012, van 199 congresistas involucrados, 40 de ellos condenados, 96 alcaldes y 179 concejales investigados y, de ellos, ya están condenados 37 alcaldes y 92 concejales.”

• “Además, los fiscales de Justicia y Paz le han pasado a la justicia ordinaria evidencias para investigar a 1.023 miembros de la fuerza pública, 393 funcionarios públicos civiles y 10.000 personas corrientes”.

Constructores de convivencia política

Es claro que la complejidad criminal del proceso en marcha desborda la capacidad de cualquier sistema judicial para impartir justicia y evitar la impunidad. Sencillamente porque no se trata de un asunto meramente judicial, sino esencialmente político, que precisa de otro tipo de justicia, capaz de alimentar procesos de reconciliación y paz.

Dicha justicia suele denominarse justicia transicional, cuya principal virtud es su capacidad para “romper el lazo entre la política y las armas” y poner fin a la espiral de violencia entre victimarios y víctimas que, en su obsesión por alcanzar la justicia, terminan convertidos en vengadores.

Pero para ello sería preciso abordar — en un próximo artículo- la reconciliación, presupuesto fundamental para alcanzar la paz que está en proceso en La Habana.

Las vallas subliminales obstruyen una visión y una vivencia ciudadanas de la paz y la justicia, más allá de la impunidad y del perdón, arraigadas en la mente y en el corazón de quienes no aceptan seguir siendo víctimas — y mucho menos victimarios — pues simplemente se asumen, sin maniqueísmo alguno, como ciudadanas y ciudadanos constructores de paz y de convivencia política.

Tal como lo están haciendo en La Habana los delegados del gobierno y de las FARC y se demoran demasiado en hacerlo en todo el territorio nacional, acordando una tregua bilateral debidamente supervisada por observadores internacionales de las Naciones Unidas. Sólo así los creyentes en la paz serán legión y los entusiastas belicistas una minoría.

* Politólogo de la Universidad Javeriana de Bogotá, profesor asociado en la Javeriana de Cali, socio de la Fundación Foro por Colombia, Capítulo Valle del Cauca.


La marcha del 9 de abril: la paz es política.

DE-LIBERACIÓN


(Domingo 14 de abril de 2013)



La marcha del 9 de abril: la paz es política

Una convergencia paradójica en torno de la paz, la democracia y las víctimas recorrió al país esta semana. El proceso de la Habana se debate entre desmilitarizar y civilizar la política, entre belicismo y cumplimiento de lo que dicen los negociadores.

Hernando Llano Ángel *

Aquel 9 de abril no ha terminado

No fue por simple coincidencia cronológica que los mensajes del presidente Juan Manuel Santos y de “Pablo Catatumbo” retomaran fragmentos de la famosa Oración por la Paz de Jorge Eliecer Gaitán para convocar a la marcha del pasado 9 de abril “por la paz, la democracia y la defensa de lo público”.

Más bien fue por la pertinencia y la plena vigencia de la Oración pues - después de 65 años - el dramático reclamo de Gaitán no ha sido aún oído plenamente: el 7 de febrero de 1948, el caudillo liberal exigía al entonces presidente Mariano Ospina Pérez “… que las luchas políticas se desarrollen por cauces de constitucionalidad”.

Dos meses y dos días después cayó asesinado Gaitán, pero su voz sigue retumbando en la memoria colectiva, porque la paz que no hemos sido capaces de forjar es fundamentalmente eso: el encauzar y resolver por vías institucionales los conflictos económicos y sociales, pero no en suprimirlos.

Precisamente por eso se marchó este martes “por la democracia”, que implica excluir la violencia de las controversias y de las competencias entre los partidos, porque el uso de la fuerza degrada la política y la reduce a un combate visceral entre enemigos que reemplaza las urnas por las tumbas.

En nuestra frágil memoria se agolpan los magnicidios recientes: Pardo Leal, Galán, Jaramillo Ossa, Pizarro, Antequera, Álvaro Gómez, porque en ella casi no hay lugar para los cientos de miles de víctimas anónimas.

Los campos dejaron de ser surcos y se convirtieron en trincheras. En ellos ya no se cultiva, se siembran explosivos. Los campesinos son violentamente desarraigados de sus parcelas y deambulan por pueblos y ciudades, se los despoja de su condición de ciudadanos y se los convierte en desplazados.

Las muchas formas de la paz

Contra ese paisaje degradado tuvo lugar la marcha del 9 de abril, cuando salimos a las calles aglutinados por la solidaridad con las víctimas en su día nacional, más que por el repudio hacia sus victimarios.

Por eso fue posible la paradójica convergencia de sectores representativos de todas las víctimas:

• el presidente Santos empujando en su silla de ruedas al soldado Ulises Montaño;

• las Madres de Soacha, reclamando justicia ante la eventual impunidad de los “falsos positivos”;

• las banderas y consignas más variadas de diversos movimientos políticos y sectores sociales cuyos líderes han sido perseguidos o asesinados, como el campesino Gilberto Daza, que presenció cómo las FARC mataron a su familia en Puerto Rico, Meta.
El anhelo de paz se expresó de muchas formas y bajo signos o matices distintos. Desde la más vitalmente civilista de los campesinos y del Congreso de los Pueblos — exigiendo un inmediato cese del fuego bilateral — pasando por la reformista de los estudiantes que la asociaron con cambios sociales y económicos, hasta la perentoria de los indígenas que emplazan al gobierno y a las FARC a no levantarse de la mesa hasta llegar a un acuerdo.

Más fácil civilizar un militar, que desmilitarizar un civil

Pero hay que reconocer que en el ámbito político y en sectores sociales relevantes todavía predomina la concepción belicista de los conflictos, bajo la égida de Álvaro Uribe, quien hoy pretende trastocar las coordenadas de la paz en coordenadas de guerra para frenar las conversaciones en La Habana.

Seguramente por todo lo anterior, el presidente Santos y sus colaboradores más cercanos portaron camisetas con la consigna: “Mi aporte es creer, yo creo en la paz”, además de culminar su recorrido con una imponente parada militar en el Monumento a los Héroes Caídos en Acción frente a 15.000 uniformados, ante quienes declaró: “La paz es la victoria de cualquier soldado, la paz es la victoria de cualquier policía. Si nos reconciliamos, tendremos una mejor patria”.

Y como si con ello no bastara para contrarrestar las arengas virtuales de Uribe mediante un “trino”” que lindó con la traición a la patria y mancilló el honor de las fuerzas armadas, el mismo general Alejandro Navas, comandante de las Fuerzas Militares, declaró: “Nunca hubo un ruido de sables por el caso de la filtración de las coordenadas. Las Fuerzas Militares han estado siempre con su primer comandante”.

Todo lo anterior devela la existencia de un debate dentro de las Fuerzas Militares entre las tendencias belicistas y las políticas, que se ha expresado ya en opiniones como la del general Sergio Mantilla, Comandante del Ejército, partidario de que los militares tengan en adelante el derecho de votar.

Pero quizá donde mejor se expresa la tensión, es en el emplazamiento al oficial que reveló a Álvaro Uribe las coordenadas de donde partirían los delegados de las FARC hacia La Habana: el oficial fue exhortado a dar “un paso al costado”, pues “están cerca de la persona que entregó la información reservada al exmandatario”.

Esa presión forzó a Uribe a asumir la responsabilidad por la divulgación ilegal y por potencialmente explosiva de aquella información, confirmando de pasada el aserto de don Miguel de Unamuno: “Es más fácil civilizar un militar, que desmilitarizar un civil”.

En fin, lo que más temen Uribe y sus simpatizantes es que algún día las FARC se desmilitaricen y se civilicen plenamente para ejercer la política, como parece estar sucediendo en La Habana con la incorporación de “Pablo Catatumbo” y su equipo de asesores.

Desmilitarizar y socializar la política

En efecto, la llegada de “Catatumbo” a La Habana — acompañado de Victoria Sandino, Laura Villa, Sergio Ibáñez, Fredy González y Lucas Carvajal, todos con responsabilidades de orden político más que militar en las FARC — es una apuesta por acelerar su desmilitarización y avanzar hacia la socialización de la política, como lo demanda el segundo punto del Acuerdo General, que trata precisamente de la participación política y de las garantías que deben brindarse a la guerrilla para su eventual presencia en la arena política.

Según informa El Espectador, las personas anteriores “les dan tranquilidad a Catatumbo y otros dos jefes de la llamada ala militar de las FARC: Fabián Ramírez y Joaquín Gómez” quien, para despejar dudas sobre supuestas divisiones, “manifestó que en las FARC no hay alas políticas ni militares y el Bloque Sur está de acuerdo con sus representantes en las actuales conversaciones de paz. Acatará y cumplirá al pie de la letra con los acuerdos a que se llegare”.

Parece claro que, además de los múltiples significados y controversias creadas por la marcha del pasado 9 de abril, vamos a necesitar mucho más que actos de fe para hcaer realidad las consignas emotivas “por la paz, la democracia y la defensa de lo público”.

Sobre todo será necesaria una gran coherencia entre las palabras y los actos de quienes hoy se sientan en La Habana, porque la fe del ciudadano corriente es todavía débil, mientras que la convicción de los belicistas es tan poderosa como su interés en que no cambie nada.

Ellos aspiran a prolongar por otro medio siglo el divorcio de la política con la vida social, para que sigan la violencia, las venganzas y los odios, bajo coartadas como la lucha contra la impunidad y la derrota del terrorismo.

Los ciudadanos pensantes y deliberantes han de esforzarse en cambio por hacer realidad el lema de la Asamblea de la Sociedad Civil por la Paz de 1999: “Es de todas y de todos. Todo el tiempo. Es la Paz”.





* Politólogo de la Universidad Javeriana de Bogotá, profesor Asociado en la Javeriana de Cali, socio de la Fundación Foro por Colombia, Capítulo Valle del Cauca. Publica en el blog: calicantopinion.blogspot.com.











lunes, febrero 25, 2013

Álvaro Uribe, epicentro de la pornopolítica y la guerra.

DE-LIBERACIÓN




Álvaro Uribe: Epicentro de la pornopolítica y la guerra.

Febrero 16 de 2013

(http://calicantopinion.blogspot.com)

Hernando Llano Ángel.

Pornografía mata erotismo

Suele decirse que la pornografía es la muerte del erotismo, en tanto niega la belleza que se insinúa y eclipsa la imaginación del deseo. Sin duda, la pornografía exhibe la vacuidad de un cuerpo desnudo que sacia el deseo y frustra el goce de su descubrimiento. Seguramente por ello la pornografía es mucho más que la degradación del erotismo –que precisa la intimidad consubstancial de los afectos— y termina siendo una expresión vulgar de la comercialización pública del deseo, de su prostitución mercantil en las revistas, la televisión, los anuncios publicitarios, el cine, y toda la parafernalia mediática de la llamada sociedad del espectáculo. A tal punto que hoy es casi imposible vender o promover un nuevo producto, sin que se exhiba junto a él un espectacular cuerpo semidesnudo con sus inverosímiles senos al aire o un perfecto y atlético abdomen, propio de un Cristiano Ronaldo. Mucho menos es previsible el éxito de una cantante sin excitar su cuerpo en el escenario o seducir al público con algo más que su melodiosa voz. Bien lo saben la estrambótica Lady Gaga y nuestra sensual Shakira.

Pornopolítica y guerra

Pero si bien ya estamos casi acostumbrados a tal estandarización comercial de la belleza y del deseo por la publicidad y la pornografía, todavía tenemos ciertos reflejos morales que nos lleva a repudiar un uso semejante del cuerpo en otras actividades públicas, como la política. Así como la pornografía termina por matar el erotismo y el amor, acontece lo mismo con el uso frecuente de la violencia y la guerra en la política, pues termina por degradar moral y existencialmente a sus propagandistas y protagonistas. Esto sucede cuando los unos y los otros exhiben como trofeo de su victoria los cuerpos masacrados de sus enemigos. Pero también cuando divulgan, como lo hizo Álvaro Uribe Vélez a través de su cuenta de Twitter, los cuerpos ensangrentados de dos policías masacrados en una emboscada perpetrada por las FARC, con la clara finalidad política de prolongar esta guerra en una espiral de odios y venganzas interminable. Porque ni la sangre de estos policías, ni la de los guerrilleros y mucho menos la de “los soldados de la Patria”, se va a redimir o enaltecer con más sangre derramada. Todo lo contrario. Más sangre derramada profundizará el cauce de odios y venganzas que cada día nos arrastra, polariza y divide en bandos hasta ahora irreconciliables.

El puro centro de la pornopolítica y la guerra

Es por lo anterior que Uribe cada día se sitúa más en el puro centro de la pornopolítica y la guerra, en el epicentro de la confrontación, disparando sus mensajes como un francotirador contra la paz y la reconciliación. Azuzando como un vengador implacable e intocable los odios y revanchas entre los pobres para que estos se maten y rematen, unos portando uniformes de policías y soldados, y otros con camuflados de guerrilleros, todo en aras de la estabilidad inversionista y la “seguridad democrática”.

Odios y revanchas que a su vez exacerban las FARC y el ELN con sus secuestros y emboscadas, tan rehenes de la lógica belicista y militarista como Uribe, cuando se ufanan en sus partes de guerra de “las bajas causadas al enemigo” y de su capacidad para paralizar o traumatizar la vida civil, con los frecuentes paros armado que realizan y sus incursiones armadas contra la población civil en los resguardos indígenas del Cauca, que generan zozobra y la muerte de jóvenes líderes en circunstancias confusas (http://www.nasaacin.org/nuestra-palabra-kueta-susuza/5290-zozobra-y-dolor-en-jambalo-cauca).

Tal es el escenario y el espectáculo de la pornopolítica y la guerra. Un espectáculo que excita y vende tanto como la pornografía, pues tiene muchos espectadores adictos a la violencia y la degradación del deseo. Pero algo mucho peor acontece en la guerra, pues quienes la hacen no se desgastan en el forcejo brutal y vulgar de poseerse públicamente –como en la pornografía- sino que se despedazan y aniquilan en nombre de ideales y privilegios de quienes promueven su muerte y después difunden sus cuerpos destrozados.

Por eso la pornopolítica, en tanto exaltación de la violencia con su estela de sangre y muerte, como táctica de lucha política y recurso de propaganda bélica, deja al desnudo la degradación moral de quienes la utilizan y difunden, poco importa que lo hagan desde la derecha, el puro centro y la extrema izquierda del espectro mortal de la guerra o, incluso, desde el supuestamente civilizado foro de la política y la institucionalidad, como suele hacerlo con virulencia el ministro de defensa (¿guerra?), Juan Carlos Pinzón, cuando comunica los partes victoriosos de guerra. Olvida el ministro que todas las guerras civiles y los crímenes de lesa humanidad se promueven con el aprendizaje del odio y la venganza entre sus nacionales. Todos los partidarios de la pornopolítica y la guerra deberían reflexionar sobre esta sabia advertencia del Dhamapada XV, 5 (201): “El que vence engendra odio, el que es vencido sufre; con serenidad y alegría se vive si se superan victoria y derrota”.

(Publicado en Caja de Herramientas, edición 00340 del 22 al 28 de Febrero de 2013 http://viva.org.co/cajavirtual/svc0340/pdfs/articulo092_340.pdf )





miércoles, enero 16, 2013

RAZÓN PÚBLICA


(WWW.RAZONPUBLICA.COM- Enero 13 de 2013)



Entre Toribío y La Habana, no es lo mismo hacer la paz que construir la paz

No es lo mismo hacer la paz que construir la paz. Se puede hacer más que solo conversar para crear un ambiente propicio para la paz: acordar ya un cese bilateral y permitir la discusión sobre un modelo de desarrollo centrípeto.

Hernando Llano Ángel*

Un ámbito favorable

Si bien es verdad que hacer la paz (peace making) — definida como la cesación de enfrentamientos armados entre las FARC y la Fuerza Pública, y la entrada en plena vigencia del Derecho Internacional Humanitario en todo el territorio nacional — es un asunto de alta complejidad, que depende fundamentalmente de la voluntad política del gobierno y de las FARC, también es cierto que construir la paz (peace building) para hacerla estable y duradera, pasa crucialmente por el campo de la política social.

Por ello revisten una importancia vital los últimos acontecimientos de carácter político–militar, social e internacional, que pueden contribuir a formar y a consolidar un ámbito público, civil y democrático favorable para la construcción de la paz.

Pero no todo está ocurriendo en La Habana. En Toribío (Cauca) se están también escenificando eventos de paz, cruzados por confusos hechos, como la reciente captura del comunero indígena Manuel Antonio Bautista, bajo el cargo de terrorismo.

Tres hechos importantes

Dichos acontecimientos conforman una triada coyuntural:

1. La propuesta de Iván Márquez al gobierno nacional de prorrogar eventualmente su tregua unilateral más allá del próximo 20 de enero: "Solamente estaría dentro de las posibilidades la firma de un cese al fuego bilateral, si el gobierno colombiano estima que es procedente”.

 
2. La entrega en la Habana — por parte de la Oficina de las Naciones Unidas en Colombia y de la Universidad Nacional — de las 546 propuestas formuladas por 1.314 ciudadanos y 522 organizaciones campesinas e indígenas de los 32 departamentos, en desarrollo del Foro Agrario Nacional que tuvo lugar el pasado 17, 18 y 19 de diciembre de 2012 en Bogotá. Propuestas que constituyen — según palabras de Iván Márquez — “una expresión amplia, plural y diversa de la urgente realización de una reforma agraria integral que acabe con la estructura latifundista de la tierra".

 
3. La visita del expresidente norteamericano Jimmy Carter para enterarse de las conversaciones de paz, que bien podría ser el aval para empezar a diseñar técnicamente un mecanismo confiable y serio que blinde, hasta donde sea posible, una tregua bilateral contra los francotiradores que existen en ambos bandos, dada la degradación, complejidad y simbiosis del conflicto armado con la actividad ilícita del narcotráfico.

La trocha de la paz

Se empezaría a avanzar rápido por la trocha de la paz de lograrse que converjan creativamente estos tres vectores:

1. El político-militar, con el compromiso de todos los belicistas — tanto en las filas de las FARC como en la Fuerza Pública — de no seguir disparando;

2. El económico-social, poniendo fin a la criminalización de la protesta social y a la persecución de sus líderes, como lamentablemente está sucediendo en el Cauca, así como a la tentación de la manipulación o cooptación de los líderes sociales por parte de las FARC.
3. El internacional, ganando respaldo para el proceso y la confianza del gobierno norteamericano, especialmente.

Todo lo anterior debe ir acompañado de una eficiente y transparente gestión de lo público por parte del gobierno nacional, los gobernadores y alcaldes. Una trocha que han abierto en todas las regiones del país los movimientos sociales, las ONGs y cientos de líderes populares, muchos de ellos victimizados.

La cosecha de la paz

Entonces pasaríamos del horror de la guerra al honor de una paz ciudadana y telúrica, que está bien expresada a través de testimonios, como el de Albeiro Valencia, representante del Movimiento Interétnico del municipio de Toribio:

“Hay gran preocupación por la situación en nuestros territorios, especialmente en el Norte del Cauca, uno de los epicentros de la guerra… donde se desarrolla una guerra permanente. Entonces una de nuestras propuestas es que se agilice el proceso de paz, que haya un cese al fuego para que nuestras comunidades puedan estar tranquilas, que todos los actores que hacen parte de la guerra entren a esa actitud de generar paz”.  Por lo menos, podrían empezar las FARC y la Fuerza Pública con una tregua bilateral, para facilitar el desminado de los territorios en disputa, sin lo cual jamás podrá sembrarse y mucho menos cosecharse la paz.

Modelo de desarrollo centrípeto

Y a propósito del primer punto de la Agenda acordado entre el Gobierno y las FARC, sobre el Desarrollo Agrario Integral, vale la pena considerar las palabras del Representante Iván Cépeda:

“La gente quiere reforma agraria integral. Hay departamentos del país en los cuales la restitución de tierras no está funcionando, en los cuales las concesiones mineras son gigantescas, me dicen que aquí en el Cauca, el 60 por ciento del territorio está concesionado a grandes empresas; en el Chocó más del 70 por ciento del territorio se le ha entregado a las multinacionales. La gente quiere que se respete su territorio, se respete el agua, que se respete su modelo productivo”.

Más allá de la exactitud de tan elevados porcentajes — cuestión que debe ser aclarada urgentemente — se deberá redefinir un modelo de desarrollo de acuerdo con los principios consagrados en la Constitución del 91:

• “La prevalencia del interés general” (artículo 1)

• “Son fines esenciales del Estado servir a la comunidad, promover la prosperidad general, defender la independencia nacional, mantener la integridad territorial y asegurar la convivencia pacífica y la vigencia de un orden justo” (artículo 2).

Queda, pues, planteado el desafío para el gobierno y para las FARC: estar a la altura de las exigencias inaplazables de los movimientos sociales, avanzando rápidamente hacia un alto al fuego bilateral y asumiendo el compromiso de atender el clamor histórico de indígenas, campesinos y comunidades negras por una paz telúrica.

El nuevo modelo de desarrollo deberá tener un carácter centrípeto — en función de la prosperidad nacional, de la equidad social y de la sostenibilidad ambiental — y no un carácter centrífugo, como ha sucedido hasta el presente, más orientado por la expoliación de nuestras riquezas, en beneficio de compañías multinacionales y minorías nacionales.









RAZÓN PÚBLICA


(Diciembre 9 de 2012- WWW.RAZONPUBLICA.COM)



La reelección de Ordoñez: procura no corromper lo público y salvar tu alma

Una reflexión aguda pero amarga sobre los valores y los antivalores que rodearon la reelección del Procurador: ni modernidad, ni cristianismo.



Hernando Llano Ángel*

Un coctel maniqueo

La reelección de Alejandro Ordoñez como Procurador General de la Nación representa el triunfo de coaliciones y complicidades entre las más diversas fuerzas políticas, que van desde lo que podríamos denominar la “doble U” o Uribismo Ultramontano, hasta el oportunismo del partido liberal y otras clientelas menores, que comparten sus creencias pre-modernas, que han recibido migajas burocráticas, o que le temen al poder disciplinario que ha ejercido con un celo no exento de cálculos electorales.

El de Ordoñez es un poder maniqueo- electorero: ha sancionado tanto a la ex senadora Piedad Córdoba - en dos ocasiones, y casi con sevicia – como al ex ministro Andrés Felipe Arias -aunque sin tanto furor-. Curiosamente, estas sanciones sacan del campo a dos potenciales candidatos presidenciales, que encarnan fuerzas antagónicas y casi irreconciliables de la política nacional.

El “Procuribismo”

Pese a la diversidad de sus apoyos, Ordoñez no oculta su afinidad ideológica con el ex presidente Álvaro Uribe, quien lo postuló cuando salió elegido por primera vez. El procurador coincide con el ex mandatario en muchos asuntos, desde los más restrictivos de la autonomía personal –como el puritanismo sexual y la penalización de la droga— hasta la defensa incondicional de la “seguridad democrática” y la oposición a los diálogos entre el gobierno Santos y las FARC. Tanto así que, ante la ola de escándalos que ha afectado a tantos colaboradores del gobierno Uribe, Ordoñez dice que se debería “desuribizar la lucha contra la corrupción”.

Y es justamente en este ámbito, con su personal enfoque maniqueo, donde Ordoñez y Uribe se identifican como dos cruzados decididos a vencer el “mal” y a sus portadores –llámenlos “corruptos” o llámenlos “terroristas”-- aunque uno y otro se hayan convertido en grandes corruptores al poner su poder presidencial o disciplinario al servicio de sus personales aspiraciones reeleccionistas:

• Uribe reformó la carta del 91, no ya con el concurso ilegal de Yidis y Teodolindo, sino ante todo con el de las mayorías ilegítimas del Congreso que habían sido elegidas en alianzas con grupos paramilitares, alianzas que fueron comprobadas por las investigaciones de la Corte Suprema de Justicia y la condena penal de muchos integrantes de su bancada.

• Ordoñez se arropa ahora con la bandera de la lucha anti-corrupción y es reelegido gracias a componendas con las mayorías en el Senado y a pactos con magistrados de la Corte Suprema y el Consejo de Estado, lo cual consolida una solidaridad de cuerpo o una complicidad en torno a privilegios salariales y circuitos cerrados de cooptación para nombrar familiares y correligionarios fieles a su credo y convicciones morales.

Un procurador invertido

De esta manera Ordoñez ha venido promoviendo la pérdida e inversión del sentido de lo público como una de las más valiosas expresiones de la modernidad, fundada en el uso de la razón y el argumento, no de la fe y las convicciones morales, para construir ese ámbito común, la esfera de lo público, que hace posible la convivencia entre las múltiples identidades personales y sociales.

La existencia y vigencia de un Estado laico, que trata por igual a todos los miembros de la sociedad, sin discriminar por motivos de índole racial, religioso, sexual o político, es la piedra angular de aquella esfera de lo público. Así quedó consignado en la Constitución del 91, como recalcan el Artículo 5 (“El Estado reconoce, sin discriminación alguna, la primacía de los derechos inalienables de la persona”) y el Artículo 13 (“la igualdad de derechos y trato sin ninguna discriminación por razones de sexo, raza, origen nacional o familiar, lengua, religión, opinión política o filosófica”).
El Procurador General de la Nación está obligado cumplir y hacer cumplir esos principios, pues según el Artículo 277 de la Carta, sus funciones consisten en “Vigilar el cumplimiento de la Constitución, las leyes, las decisiones judiciales y los actos administrativos”. Pero Alejandro Ordoñez difícilmente puede cumplir esa función – y así lo muestra la conminación de la Corte Constitucional para que acatara lo dispuesto en su sentencia sobre las excepciones legales para la práctica del aborto: el procurador que ha sido reelegido invierte el principio rector de todo Estado de derecho, como es la primacía de las normas legales sobre las creencias religiosas personales. Por ello, su reelección puede interpretarse como un acto de perversión e inversión política y axiológica de la Constitución vigente, apenas comparable con la designación de un agnóstico para la promoción de la fe católica.

En similar o quizá mayor contradicción incurre cuando declara que es “un escéptico de la paz”, pues el artículo 22 de la Carta nos dice que “La paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”, con mayor razón si le recordamos las palabras cimeras de Jesús de Nazaret: “La paz os dejo, mi paz os doy”, sin duda más familiares a su conciencia. Pero en este caso parece que para Ordoñez es más poderosa la política uribista que su fe católica, pues sabe muy bien que su reino es el ministerio público de este mundo y no el meta-político del más allá, así ponga en peligro la salvación de su alma. Ya lo advertía Max Weber: “Todo lo que se persigue mediante la acción política y los medios violentos supone un peligro para la salvación del alma”.