sábado, diciembre 26, 2020

2020, un año viral y mortalmente vital ¿Fin del antropoceno?

2020, UN AÑO VIRAL Y MORTALMENTE VITAL

¿Fin del antropoceno?

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Hernando Llano Ángel

Aunque el título sea un oxímoron y una contradicción en los términos, da cuenta de lo que fue este agónico y prolongado año. Un año que realmente comenzó en el 2019 con la pandemia del Covid en la China y ahora nos deja, de regalo de navidad, una nueva cepa con origen en Inglaterra, que amenaza con recorrer Europa y el mundo como un fantasma mortal. De esta forma, curiosamente, el virus parece ser una mutación teratológica del capitalismo, pues su origen en la provincia de Wuhan confirmaría la visión económica de Marx del comunismo como la fase terminal e inevitable del capitalismo. Y ahora, esta nueva cepa descubierta en Inglaterra, nos recuerda que fue allí donde tuvo origen el capitalismo industrial con su insaciable voracidad de tierras, hombres y mujeres. Lo cruel e irónico de esta evolución es que al parecer la biología está asestando el golpe más contundente al consumismo capitalista y, con ello, a toda la humanidad. Darwin terminaría siendo más clarividente que Marx. Pero, más allá de estas especulaciones diletantes sobre historia y biología, lo que el Sars-CoV2 nos está revelando con su más reciente mutación es que estamos llegando al final de lo que algunos pensadores llaman la era del antropoceno[1]. La era en la que “los sistemas ecoterrestres han sufrido mayor impacto global por las actividades humanas”. Al punto que hemos afectado por completo y casi de manera irreversible la vida de todas las especies sobre el planeta con nefastas consecuencias, siendo la llamada crisis climática o el calentamiento global su más grave y clara expresión[2]. Y ahora, como aprendices de brujo, estamos experimentando en nuestra propia humanidad las consecuencias de ser la especie más depredadora del planeta. Una especie que tiene que ocultar su rostro y lavarse compulsivamente sus manos, como asaltante de la vida y ecocida serial, para sobrevivir irresponsablemente. La lección que nos resistimos a reconocer es que nuestra prepotencia como supuesta especie superior, de “amos de la tierra”, está llegando a su fin, como lo advierte Laudato Sí[3]. Que la soberbia de nuestra inteligencia tecnológica, casi ausente por completo de sabiduría y prudencia, nos está diezmando también como especie. Y todo parece indicar que vamos a continuar por esa senda, mediante la invención de nuevas y poderosas vacunas, que nos permitirán seguir produciendo y consumiendo ilimitadamente para colmar nuestros deseos y fantasías más personales e íntimas, sin importar el costo social, económico y ecológico que conlleve, como bien lo ilustra este magnífico documental de la DW[4]. Sin importar el grado de deshumanización que hemos alcanzando y la depredación cotidiana del planeta

Homo Depraedator

Y a semejante insensatez, muchos apologistas de este estilo tanático de vida la denominan reinvención y promueven la resiliencia como su máxima virtud, nuestra tabla de salvación. Pero ella puede convertirse en todo lo contrario, en pesada lapida de inhumación. De allí que este año viral deberíamos asumirlo –pues es imposible reinventarlo— como uno mortalmente vital, reconociendo que solo podremos sobrevivir como especie y salvar el planeta --que no es nuestro sino de todas las especies- siendo conscientes de la urgencia de cambiar nuestros hábitos y consumos desmesurados[5]. Aceptando que llegó el final de la era antropocéntrica y estamos comenzando la cosmocéntrica. Que bajo las dinámicas de este capitalismo global y arrasador no hay futuro ni para la humanidad y mucho menos para el planeta. Ojalá este 2020 fuera el último del antropoceno y el comienzo de una era biocéntrica y cosmocéntrica, donde aceptáramos nuestra casi insignificante dimensión en el cosmos. Pero todo parece indicar que se impondrá de nuevo la vana pretensión de ser como dioses y caeremos en la ilusión de pensar que, con una nueva gama de portentosas vacunas, nos vamos a inmunizar del Sars-CoV2. Pero padecemos de un virus más letal, inoculado por la tecnología y el mercado, como es el de la soberbia de nuestra razón instrumental y la codicia ilimitada de nuestros deseos[6]. Creemos que con las nuevas nuevas vacunas alcanzaremos la inmunidad global y la inmortalidad de nuestra especie. Si ello sucede, este 2020 pasará a la historia como el comienzo del fin de nuestra terrenal condición humana y su mutación en una especie aún más teratológica, extraviada en el laberinto de la razón tecnológica y su ambición sin límites. Pero me resisto a despedir este año con una visión tan pesimista, casi apocalíptica, y prefiero reivindicar aquello que la peste no pudo quitarnos: nuestra humanidad, nuestra mirada y sensibilidad, con la memoria perenne y agradecida por quienes partieron y seguimos amando. Especialmente por todos aquellos que consagraron sus vidas a cuidar, atender y salvarnos de esta mortal y global pandemia.

NOS QUEDA LA MIRADA

En estos días aciagos y mustios, de palabras envenenadas y fatales pregones oficiales, nos queda la memoria y mirada de quienes partieron.

En estos días de aliento contenido, besos mortales y caricias de mortaja, nos queda la mirada.

En estos días donde todo lance amoroso es tentativa de homicidio, nos queda la mirada.

En estos días de miedo y escrúpulos, rostros encubiertos, palabras musitadas, bocas clandestinas y abrazos mutilados, nos queda la mirada.

En estos días agónicos y fúnebres que roban y desaparecen los cuerpos y la vida de quienes amamos, que exilian nuestros cuerpos, nos queda la mirada, la audacia del beso robado, la memoria indeleble, nuestras efímeras palabras de gratitud y la certeza de su amor inmortal.

ellano@javerianacali.edu.co   Diciembre 24 de 2020.             

  


miércoles, diciembre 23, 2020

Una visión perfecta: 2020

 

UNA VISION PERFECTA: 2020

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Hernando Llano Ángel.

Este 2020 --como lo expresa técnicamente la optometría, 20/20[1]-- nos deja una visión perfecta e inquietante de lo que somos como especie. Una especie frágil, vapuleada y diezmada por la invisibilidad del SARS-CoV-2, que a la fecha ha cobrado más de 1.600.000 víctimas mortales y 71.000.000 de infectados en el mundo. Un virus, detectado en la provincia de Wuhan, en la China, a finales del 2019 --por eso popularmente denominado Covid-19-- cuya mayor mortalidad y morbilidad se concentra en la actualidad en Estados Unidos, con 297.000 muertes y 16 millones de contagios, respectivamente. No es una coincidencia. Las dos naciones que se precian de ser potencias económicas mundiales, son también las mayores responsables y a la vez víctimas de la propagación del virus. Pues mientras el virus se expandía por el mundo, sus mandatarios estaban tranzados en una guerra comercial, subestimando los efectos deletéreos e incontenibles de la pandemia Covid-19. Es casi inevitable pensar en términos religiosos de expiación: el virus castiga --como un flagelo implacable de la naturaleza—a las sociedades más consumistas, materialistas, contaminadoras y depredadoras del planeta. Las que se precian de tener las economías más dinámicas y los mercados con mayor expansión en el mundo, terminaron siendo puestas en jaque por un microscópico virus, cuyo origen biológico es todavía un misterio, fecundo en inspirar teorías conspirativas y apocalípticas. Pero más allá de todas estas fantasmagorías y especulaciones, se impone una verdad evidente y angustiante: somos una especie insensata, incapaz de conducirse individual y colectivamente en forma vitalmente responsable. La libertad, como ejercicio de responsabilidad con nuestra propia vida y la de los demás, nos quedó grande. En lugar del autocontrol, precisamos de nuevo el implacable Leviatán con sus toques de queda, restricciones a la movilidad, cuarentenas obligatorias, amenazas y sanciones. Parecemos ser una especie de marioneta dócilmente conducida y manipulada por el mercado, que estimula sin fin nuestros deseos y necesidades. Y si no podemos consumir y divertirnos sin límites, entonces no somos libres y menos humanos. Sin duda, el Covid-19, nos revela que se ha impuesto el llamado Homo economicus sobre el Homo politicus, sobre el ser humano, en su dimensión más digna, social y vital. Prácticamente en todo el planeta. Lo apreciamos, por esta época, en forma especialmente grotesca, apiñado en las calles comprando abalorios mortales.

Piñata de vacunas

De allí, que la proliferación de vacunas contra la pandemia no se deba tanto a la preocupación por la vida humana como a la imperiosa necesidad de reactivar los mercados y contener el colapso del capitalismo global, dinamizado por la China, Estados Unidos y la Unión Europea. Así las cosas, la especie humana, empezando por los prósperos miembros de esas sociedades, corren ansiosos a ser conejillos de indias de las vacunas, con tal de recobrar su libertad y normalidad de productores y consumidores cotidianos. Poco importa que la ciencia no haya podido comprobar sus efectos en el organismo humano a mediano y largo plazo, simplemente porque no hay tiempo para ello. Es preferible un pinchazo efímero, al torturante cuidado del tapabocas, la distancia corporal y una rigurosa y tediosa higiene personal. El imperativo de la economía y sus secuelas inmediatas, como la pérdida progresiva de ganancias, el cierre de empresas, el aumento del desempleo, la marginalidad social, el hambre, la inseguridad y la criminalidad, no concede plazos indefinidos. El capitalismo ha sido puesto en jaque por la vida. La biología ha emplazado la productividad y desafiado a la codicia. Pero parece que no somos capaces de reconocerlo y actuar de manera diferente. Frenéticamente queremos volver a esa normalidad que nos está convirtiendo en seres humanos cada vez más indolentes y anormales. Entonces las vacunas parecen ser la tabla de salvación para recobrar nuestra normalidad de seres plenamente mercantilizados, a merced de la industria farmacéutica y las burocracias estatales, claudicando en el cuidado de nuestra propia salud y la de los demás. Poco importa que todavía ignoremos el precio que como especie tendríamos que pagar, si las secuelas de las vacunas a largo plazo son peores que la propia enfermedad. Lo que importa, especialmente en este tiempo de consumo y regalos, es que podamos disfrutar de los días sin IVA, de San Andrés bellamente iluminado para el goce y disfrute de los turistas, mientras resplandece la pobreza y se agrava la vida precaria de sus habitantes. Que estos tiempos de natividad, en la tradición de la pobreza y marginalidad del pesebre de Belén, se transforme en la fastuosidad del consumo instantáneo y la mortalidad eterna. Esta es la visión perfecta y desconcertante que nos deja el 2020. Precisamos urgentemente de nuevos optómetras políticos y sociales para ver con claridad y transformar con responsabilidad y lucidez, en lo que a cada uno le corresponde, esta ciega realidad.

martes, diciembre 22, 2020

POLOMBIA: CON PRESIDENTE VESPERTINO Y UN GOBIERNO PENUMBROSO

                                  POLOMBIA: Con Presidente vespertino y un gobierno Penumbroso

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Hernando Llano Ángel.

De Andrés Pastrana Arango se puede afirmar que pasó de anunciar pésimas noticias a Colombia y el mundo, cuando fue el presentador principal del noticiero familiar TV-HOY, a ser el protagonista de las mismas como presidente de la República entre 1998 y 2002. De Iván Duque Márquez se puede decir todo lo contrario. Recorrió ese mismo periplo vital, pero a la inversa. Dejó de ser presidente para convertirse en un vespertino y cotidiano presentador del programa televisivo “Prevención y Acción”, dedicado a informarnos a todos los colombianos cómo la pandemia del Covid-19 nos fue sumiendo en la penumbra y la muerte. Un programa que documentará para la posteridad aquello que ningún estadista demócrata debe hacer: convertirse en un figurín mediático, que congrega a su alrededor --con delirios de Rey, más que de Duque— a ministros, virólogos, epidemiólogos y demás especialistas de la salud, para que alaben y ponderen el excelente trabajo del gobierno nacional, mientras el virus crece exponencialmente al ritmo de los días sin IVA y los estímulos al consumo letal de baratijas para beneficio de mercaderes y banqueros.

Un reality show vespertino

Un programa más parecido a un reality show inspirado por Trump, con corifeos dispuestos a la adulación y el aplauso a su conductor, que al desarrollo de una estrategia gubernamental seria y eficaz para la prevención y la acción contenedora de la pandemia. Y así fueron pasando los días y los meses, con la esperada aparición cotidiana y vespertina del elocuente y ameno presidente, acompañado por su sequito de burócratas, al punto que todos ellos procrastinaron las gestiones para la compra de la vacuna y el diseño logístico de su pronta distribución y aplicación entre una población cada vez más amenazada y diezmada. Sin duda, este programa vespertino, en donde el presidente Duque rivaliza con el popular Jorge Barón, pasará a la historia como la quintaesencia de su estilo gubernamental. Un estilo que oculta, bajo una retórica efectista, su impostura e incompetencia de gobernante demócrata con consignas y estribillos ingeniosos como “Paz con legalidad” y el “Que la hace la paga”. Estribillos que son violenta e impunemente desmentidos por la realidad. Las cifras de líderes sociales y reincorporados del partido FARC asesinados, cuya macabra contabilidad disputan sus grises delegados para la Paz y los Derechos Humanos con el informe de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michel Bachelet, son el equivalente a los éxitos que reclama su incoherente e improvisada política de salud contra la pandemia. Para no hablar de su lucha contra la corrupción y la criminalidad, al frente de la cual anuncia que pondrá a un abogado cuyas iniciales de su nombre y apellidos definen su esencia: No Hay Moral Ninguna, que corresponden al nombre y apellidos de Néstor Humberto Martínez Neira, cuyo penumbroso paso por la Fiscalía presagia un éxito comparable al obtenido por el gobierno nacional contra la pandemia. Pero quizá en este terreno cenagoso y sangriento el presidente Duque acierte, pues el exfiscal Martínez Neira conoce bien las técnicas y las tácticas de la criminalidad. Incluso mejor que los agentes de la DEA, uno de los cuales ya declaró ante un juez en Nueva York que esa Agencia nunca participó en el operativo contra Santrich y las Farc.

Un Presidente de extremo centro

Así se autodefine políticamente el presidente Duque, revelándonos una vez más su ingenio retórico. Ser un presidente de extremo centro, más allá de lo que ello signifique políticamente, puede entenderse como la expresión de un egocentrista patológico que se sitúa todos los días, al caer la tarde, en el centro de la difusión televisiva. Es un presidente vespertino que, con su programa “Prevención y acción”, está literalmente en el centro de la programación y la atención de los televidentes. Todas las cadenas nacionales transmiten durante una hora su cotidiano show pandémico. Y la consecuencia de lo anterior es incurrir en lo que Max Weber, en su célebre conferencia “La política como vocación”, llama los dos pecados mortales de un político: “la ausencia de finalidades objetivas y la falta de responsabilidad” que, junto a “la vanidad, la necesidad de aparecer siempre que sea posible en primer plano, es lo que más lleva al político a cometer uno de estos pecados o los dos a la vez”. Exactamente lo que le sucede al presidente Duque, pues su gobierno ha perdido esas finalidades objetivas y su falta de responsabilidad efectiva es vergonzosa frente a la urgencia de contar con la vacuna contra el Sars-CoV2 y la obligación constitucional de proteger la vida y seguridad a los líderes sociales y defensores de derechos humanos. Dichos pecados capitales están convirtiendo este gobierno –emulando en ello a Trump, Maduro, Bolsonaro y López Obrador-- en uno de los más penumbrosos y oprobiosos del continente. Lo más grave es que no solo los emula por el número de víctimas que deja la pandemia, proporcionalmente hablando, sino también por su incompetencia para desarticular las organizaciones armadas ilegales que diezman los liderazgos sociales y políticos, incluso en un número mayor de los crímenes propiciados por gobernantes autócratas como Maduro y Bolsonaro. Quizá por ello su locuacidad y dicción lo traicionaron y, en una de sus estelares intervenciones, nos habló de “Polombia” (sic), ese Estado que imaginariamente regenta como un Duque y no como un presidente demócrata. Como un presidente con capacidad para garantizar la salud, la vida y la seguridad a sus conciudadanos, especialmente a los defensores de Derechos Humanos, sin los cuales no existe la Política democrática, como intentó explicar y justificar su revelador lapsus de “Polombia” en esta entrevista con Vicky Dávila, quien a su vez se define como “Periodista, periodista”. Sin duda, ambos son muy “Polombianos”.

Quedan 600 días de Ducado en Polombia

Y más que días penumbrosos, todo parece indicar que serán tenebrosos. Por lo pronto, Duque decretará un pírrico ajuste del salario mínimo, luego anunciará --como un cruzado contra el mal-- la devastación con glifosato de la “mata que mata” y, todo aquel que se oponga a dicho ecocidio, desplazamientos y violaciones a los derechos humanos, será estigmatizado como aliado del “narcoterrorismo”. Después, vendrá el fracking como tabla de salvación del fisco y completará su mandato con una nueva reforma tributaria, para fortalecer las arcas del Ducado con más impuestos a la clase media. Y si la vacuna no llega a Polombia en el primer trimestre del 2021, será por asuntos contingentes e imponderables, ajenos por completo a su estelar programa vespertino de “Prevención y Acción”. Quizá a la falta de capacidad de las farmacéuticas para atender su extemporáneo pedido, porque esa es otra característica de su estilo de gobierno: la procrastinación de decisiones vitales y cruciales. Entonces entonará su himno preferido a la increíble resiliencia del pueblo colombiano, intentando así disuadir y contener una resistencia popular y cívica que seguramente se expresará en calles y plazas públicas contra sus decisiones tardías y políticas desacertadas. Resistencia ciudadana que será nuevamente criminalizada y atribuida al temible fantasma del castrochavismo, el populismo, el narcoterrorismo y el izquierdismo, que intentará ganar las próximas elecciones. Triunfo que hará lo imposible y hasta ilegal por impedir con la ayuda de la Registraduría, del Centro Democrático y el “presidente eterno”, pues sería el fin de la “democracia más profunda y estable de Suramérica”. Sin duda, la “democracia” más profunda en cavar trincheras, fosas comunes, odios y venganzas interminables para la estabilidad, mantenimiento y perpetuación impune de un Estado Social de Derecho que solo existe en una Constitución de papel. Porque lo que nos rige en la realidad es un Ducado cacocrático: el “gobierno, mando o dirección de gente de guerra”, expoliadora de lo público, cuya extensión y riqueza es tan ubérrima como ajena para la mayoría de los colombianos. Un reino de gente de “centro extremo y de bien”, que desconoce a las mayorías de la periferia, cerca del 60% de la población que sobrevive en la informalidad con menos de un salario mínimo. Una mayoría agotada de tanta resiliencia y resignación, a punto de eclosionar contra la violencia policial y la exclusión social. En el 2021 ¿Despertaremos resilientes aletargados o ciudadanos participativos y resistentes? En el 2022 ¿Seremos ciudadanos conscientes o electores indolentes? ¿Votaremos con miedo contra alguien o con esperanza por un país justo? ¿Por una democracia de todos, con iguales oportunidades y derechos o votaremos por esta cacocracia criminal en beneficio de pocos? En el 2022 lo decidiremos. Entonces sabremos si las mayorías somos ciudadanos con derechos o siervos expoliados, pues no hay cacocracia que dure eternamente, aunque ésta ya superó los doscientos años engendrando víctimas irredentas y victimarios impunes. Y todos somos responsables de poner fin a tan prolongada ignominia, pues nuestros hijos y nietos no aceptan ser más víctimas y mucho menos cínicos victimarios, como bien lo demostraron el 21 de noviembre de 2019, expresando creativa y lúdicamente su ciudadanía.

 

                

domingo, diciembre 13, 2020

Un Ducado de guerra

UN DUCADO DE GUERRA

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Noviembre 29 de 2020

Hernando Llano Ángel.

Transcurridos dos años del gobierno del presidente Duque y cuatro de firmado el Acuerdo de Paz con las Farc-Ep, bien vale la pena preguntarse por qué la situación de orden público se ha deteriorado en forma tan dramática y el horizonte de una convivencia social, pacífica y democrática, es cada vez más difuso y lejano. No se trata aquí de entrar en el campo penumbroso y disputado de la contabilidad macabra sobre el número de masacres cometidas, de los líderes y lideresas sociales asesinadas, junto a los militantes del partido Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común. Tampoco del número de miembros de la Fuerza Pública que han perdido sus vidas en emboscadas o territorios minados. Mucho menos del número de civiles que han caído por las balas de la Fuerza Pública en medio de protestas ciudadanas. Porque es imposible llegar a un acuerdo, siquiera aproximado, del número de víctimas mortales. Este panorama de violencia y degradación del conflicto nos vuelve a poner de presente, una vez más, lo lejos que estamos de un auténtico régimen democrático, pues en lugar de poder contar cabezas en las urnas, tenemos una forma de gobierno que permite cortar cabezas sin poder contarlas.  Hoy cobra plena vigencia la imploración de Gaitán en su “Oración por la paz” al entonces presidente Mariano Ospina Pérez: “Os pedimos una pequeña y gran cosa: que las luchas políticas se desarrollen por los cauces de la constitucionalidad”.

Una institucionalidad y legalidad tanáticas

Han pasado 72 años con 9 meses, desde la “oración por la paz”, aquel 7 de marzo de 1948, y hoy estamos muy lejos de lograrlo. Y, lo más paradójico, es que ahora se debe precisamente a todo lo contrario. A la defensa violenta y a ultranza de una institucionalidad pletórica de formalismos legales, que nos impide comprender y vivir la esencia de la paz política: la conservación de la vida y la dignidad de las personas. Y, en lugar de contar con una normatividad que genere acuerdos y consensos sobre la vida, ella produce todo lo contrario, muerte y menosprecio. Tenemos así un Estado con una legalidad tanática, adorada en los recintos gubernamentales como un monstruo sagrado e intocable, que extiende sus tentáculos mortíferos sobre la población. A tal punto, que la misma paz política terminó siendo una víctima de ella. Así sucedió con el Acuerdo de Paz, cuando fue sometido a un plebiscito, que nos dividió en forma absurda entre amigos y enemigos de la paz. Un plebiscito que no era necesario, pues desconoció lo esencial: que la paz política ya estaba consagrada constitucionalmente en el artículo 22 de la Carta como un “derecho y un deber de obligatorio cumplimiento” para todos los colombianos. Sin duda, el mayor error de Santos fue confundir la legitimidad del principio fundacional de la vida democrática, la paz política, presupuesto imprescindible de la competencia política y la convivencia social, sometiéndola a un plebiscito. Así sucedió al tomar tan fatal decisión, pues entregó la paz política a las pasiones, los odios y los prejuicios legados por un conflicto armado tan atroz como el nuestro. Entonces, el fundamento de la paz política, que demanda la separación absoluta y total de las armas de las controversias y disputas por el poder estatal, se confundió con el reconocimiento de legitimidad a la guerrilla de las Farc-Ep. Por ello, millones de personas votaron contra el Acuerdo, expresando su repudio y odio visceral contra las Farc-Ep por sus crímenes de guerra y sevicia contra civiles inermes. Y, la consecuencia de ello, además de la división de Colombia en dos bandos aparentemente irreconciliables, fue que la paz política se convirtió en anatema. Al extremo que muchos todavía piensan que   el plebiscito fue un engaño y se burló la voluntad popular del NO, al continuar con la implementación del Acuerdo.

El triunfo del NO y la victoria de la paz política.

Pero sucedió todo lo contrario. El primero en reconocerlo fue precisamente el propio expresidente Álvaro Uribe, que lo expresó claramente en su comunicado, celebrando el triunfo del NO: “El sentimiento de los colombianos que votaron por el Sí, de quienes se abstuvieron y los sentimientos y razones de quienes votamos por el No, tienen un elemento común: todos queremos la paz, ninguno quiere la violencia. Pedimos que no haya violencia, que se le de protección a la FARC (sic) y que cesen todos los delitos, incluidos el narcotráfico y la extorsión. Señores de la FARC (sic): contribuirá mucho a la unidad de los colombianos que ustedes, protegidos, permitan el disfrute de la tranquilidad”, dijo el expresidente. Es decir, reconoció la importancia histórica del desarme de las Farc-Ep, entonces en marcha hacia las zonas veredales, pidiendo incluso protección estatal para ellas en su desplazamiento e instalación. Ganó electoralmente el NO, pero triunfó la paz política del desarme y la desmovilización. Muchos de sus entusiastas partidarios olvidan con frecuencia que Uribe no exigió la ruptura del proceso de desarme y desmovilización de las Farc-Ep, que nunca llamó al rechazo rotundo del Acuerdo firmado, pues hubiera sido el retorno inmediato a la guerra. No tuvo la insensatez de llamar a los votantes del NO a que salieran a las calles a reclamar su exigua victoria, de apenas 53.894 votos, para que enfrentaran a los millones de votantes por el SÍ, que reclamábamos pública y multitudinariamente el cumplimiento del Acuerdo. Tal escenario de confrontación no se presentó y, por el contrario, comenzó un proceso de conversaciones entre los comisionados de paz de Santos y el mismo expresidente Uribe y sus delegados, que introdujeron numerosos cambios al Acuerdo. A partir de la sentencia de la Corte Constitucional, el Congreso de la República aprobó por vía exprés el nuevo Acuerdo y se firmó definitivamente el 24 de noviembre de 2016. Pero las dos exigencias fundamentales del Centro Democrático no se cumplieron: la denominada “paz sin impunidad” y el veto a la participación política de los comandantes de las Farc-Ep.

¿Paz sin impunidad y con legalidad o una legalidad para la paz?

Ambas exigencias son política y judicialmente imposibles de cumplir. Para empezar, negar la posibilidad de la participación política civil a los excomandantes del Secretariado de las Farc-Ep, implicaría reconocer que se prefiere su accionar político-militar y todas las consecuencias atroces que conlleva: secuestros, atentados contra la población civil, financiación de la guerra a través del narcotráfico, desplazamientos multitudinarios y pérdidas incalculables de vidas de campesinos, unos con camuflado guerrillero y otros con camuflado oficial. Llevamos más de 70 años con esta fórmula envilecedora de nuestro juicio político y sensibilidad moral. Una fórmula tan interiorizada en las mentes y corazones de millones de colombianos, que todavía piensan que hay una violencia buena y otra mala. La legítima y buena, que protege la vidas y bienes de los ciudadanos de bien” y la mala, que los asesina y amenaza. La buena, que es legítima y la mala, ilegitima. Y no se preguntan ¿Qué pasa con la vida y los bienes de los más de ocho millones de colombianos y colombianas que fueron desplazados de sus parcelas, sus seres queridos asesinados y vejados? ¿Serán ellos malos ciudadanos? ¿No tendrán derecho, como todos, a la vida, sus bienes y dignidad? ¿Será que son ilegales e ilegitimas sus vidas y peticiones? Si honestamente respondiéramos estas preguntas, tendríamos que llegar a la conclusión de que no podemos legitimar ninguna violencia, ni la oficial o institucional, ni la subversiva o insurgente. Porque si lo hacemos nos degradamos inmediatamente todos y dejamos de ser ciudadanos, miembros de una comunidad política democrática, para convertimos en enemigos irreconciliables, que no nos reconocemos con iguales derechos a vivir dignamente. Es más, autorizamos a unos pocos, a quienes graduamos de héroes oficiales, para que maten en nuestro nombre, en defensa de nuestras vidas y bienes. Obviamente, aquellos a quienes no se les garantiza y reconoce igualmente sus derechos a la vida y bienes, también graduaran de héroes a sus líderes. A los primeros, se les denomina héroes de la patria, a los segundos héroes guerrilleros. Y así se aniquilan mutuamente generación tras generación, cuajadas de odio y sed de venganza, a tal punto de que pierden toda noción de justicia y a lo único que aspiran es al triunfo, la condena y la encarcelación de su enemigo histórico. Es decir, a la justicia de los vencedores que, como tal, siembra nuevamente la semilla del odio para que los vencidos y sus descendientes continúen buscando su revancha. Y así indefinidamente.

Todos en la cama o todos en el suelo

Por eso, también, la consigna muy popular de “paz sin impunidad” y su versión presidencial de “paz con legalidad”, son imposibles de cumplir, pues ellas implicarían el encarcelamiento de todos los que hayan ordenado o cometido crímenes atroces. Desde los vencidos hasta los vencedores. La pregunta, entonces, es ¿Están dispuestos los funcionarios oficiales de numerosos crímenes como los llamados “falsos positivos” a reconocer sus responsabilidades y pagar sus condenas draconianas? Crímenes que fueron consecuencia de una política estatal denominada “seguridad democrática”, que se cumplió en desarrollo de la directiva 029 del ministerio de defensa, entonces en cabeza de Camilo Ospina, subordinado directo del presidente Álvaro Uribe Vélez. La respuesta es conocida por todos: obviamente que NO, puesto que dichos crímenes son considerados por sus autores intelectuales y determinadores como legítimos y buenos, avalados vergonzosamente por millones de electores en las urnas. Más no es así hoy para quienes los ejecutaron cumpliendo dicha Directiva y órdenes superiores: los oficiales, suboficiales y soldados que están contando ante la JEP toda la verdad de lo sucedido. Igual que los comandantes guerrilleros, que lo están haciendo revelando forzosamente tantas atrocidades: secuestros, desapariciones, violencia sexual, reclutamiento de menores. Porque por primera vez en nuestra historia política estamos asumiendo una justicia de Verdad y no solo de legalidad formal y de impunidad real. Que condena solo a algunos como culpables y deja a los principales responsables de los crímenes, aquellos que los determinaron y ordenaron en cumplimiento de funciones oficiales o de supuestos designios revolucionarios, en la total impunidad. Ahora, al menos, estos determinadores tienen que contar toda la verdad e intentar reparar lo irreparable, para recibir condenas alternativas que irán entre los 5 y 8 años. Pero si eluden su responsabilidad y no dicen toda la verdad, perderán sus derechos a la participación política y la justicia ordinaria los podrá condenar a penas de cárcel hasta de 20 años. Porque de lo que se trata es de una justicia en función de la paz política y de una difícil y dolorosa reconciliación, donde no haya vencedores ni vencidos, sino responsables de forjar un nuevo orden político y social entre los que ayer se odiaban y asesinaban y hoy se reconocen como adversarios políticos y no como enemigos mortales. Pero para ello, lo primordial es tener una ley para la paz y no continuar obnubilado y alucinado, como le sucede al presidente Duque, repitiendo el mantra letal de “Paz con legalidad”, que cada día nos deja más víctimas mortales. Que aumentarán en forma casi exponencial, cuando al coronavirus biológico lo suceda el coronavirus del hambre y la exclusión social creciente, agudizada por la legalidad oficial de la aspersión de los cultivos de coca y la criminalización de los campesinos, doblemente victimizados, por ilegalidad del narcotráfico y la legalidad del glifosato. La “paz con legalidad” es realmente paz con letalidad. No es coincidencia que, en el diccionario de la RAE, el Ducado, en su séptima acepción, signifique: “Gobierno, mando o dirección de gente de guerra”. Por eso en el 2022 lo que tenemos que definir como ciudadanos del siglo XXI es si somos capaces de pasar del actual Ducado a la Democracia o, por el contrario, vamos a continuar viviendo en medio del miedo, los odios y la guerra, con nuevas generaciones de víctimas y victimarios. Y, para ello, tal parece que se perfila desde ya un “Principito ubérrimo”, cuyo designio es defender la honorabilidad de su padre. En Colombia hay personas que todavía confunden la patria con la fratría: “subdivisión de una tribu que tenía sacrificios y ritos propios; sociedad íntima, hermandad, cofradía; conjunto de hijos de una misma pareja”, y están dispuestos a cumplir a sangre y fuego aquel dicho paisa: “con tu familia, con razón o sin ella”.

 

 

  

Por una legalidad vital

 

Por una legalidad vital

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Hernando Llano Ángel

La reciente decisión de las Naciones Unidas de reconocer oficialmente las propiedades medicinales del cannabis es vital. Marca, nada menos, que el tránsito de la marihuana de planta maldita a droga bendita. Con ello, se demuestra que la ley, sustentada en estudios científicos, tiene un poder alquimistico, curativo y vital inimaginable. Quizá mayor que la reciente vacuna contra el Sars-CoV2 de Biontech y Pfizer. En términos legales, la decisión no significa la exclusión de la marihuana de la Lista I, de la Convención Única de Viena de 1961[1]. Continúa allí, pues se argumenta que es "coherente con la ciencia que, si bien se ha desarrollado un tratamiento derivado del cannabis seguro y eficaz, el cannabis en sí continúa planteando riesgos importantes para la salud pública que deben seguir estando controlados en virtud de las convenciones internacionales de fiscalización de drogas”. Es importante deparar que el verbo rector empleado por el comunicado de la ONU es controlar, y no prohibir, así como su énfasis está puesto en la salud pública y no en la “guerra contra las drogas”.

La clave es regular, no prohibir

Parecería un asunto semántico, pero en realidad es vital. La prohibición implica ilegalidad y, con ello, entregar a la criminalidad un mercado de ganancias ilimitadas, como acontece con la cocaína. El control, por el contrario, implica regulación a través de la ley. Y, con la regulación estatal, lo primero que se obtiene es despojar al crimen de su mayor incentivo, las astronómicas ganancias que se derivan de la ilegalidad. Lo expresó con pragmatismo y el rigor del sentido común Milton Friedman, premio nobel de economía en 1976: "si analizamos la guerra contra las drogas desde un punto de vista estrictamente económico, el papel del gobierno es proteger el cartel de las drogas. Eso es literalmente cierto"[2].  Por ello, al regular el Estado la siembra de la coca, por ejemplo, comenzaría a recuperar su soberanía efectiva del territorio, hoy controlado a sangre y fuego por bandas de narcotraficantes y guerrillas, principales responsables --según la versión presidencial-- de los innumerables crímenes contra líderes sociales y miembros de la Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común. Además, al controlar el Estado legalmente el cultivo de la coca, se rompería ese funesto régimen de complicidades criminales entre miembros de la Fuerza Pública y el narcotráfico, como también su capacidad deletérea de financiar campañas electorales en apuros –recuérdese proceso 8.000 y la presente ñeñepolítica— para no hablar del entramado inimaginable que ha tejido con la economía legal, vía lavado de activos, simbiosis con el sector financiero, contrabando y consumo suntuario. En fin, empezaríamos a romper el principal eslabón que ata nuestra vida económica, política, social y cultural con el crimen. Un vínculo que marca con sangre y fuego nuestra historia contemporánea, rebosante de magnicidios, genocidios y ecocidios, que este gobierno pretende profundizar en forma estúpida, irresponsable y criminal al insistir en la fracasada fórmula de la “guerra contra las drogas”, asperjando con glifosato los cultivos de coca. Una guerra que la Comisión Política de dogas de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos considera un fracaso rotundo, sin dejar de reconocer que fue un éxito en la lucha contrainsurgente. Por lo anterior, su vocera, la directora Shannon O ‘Neil, fue enfática en recomendar que dicha política “debe ahora ser responsabilidad del Departamento de Estado de los Estados Unidos, es decir que no estaría ya en manos –según su recomendación– de las agencias de inteligencia. Así se lograrían desarrollar políticas integrales donde varias agencias colaborarían”[3]. Recomendación trascendental, pues implicaría abandonar la estrategia militarista, represora y tanática de la equivocada “guerra contra las drogas”, y reconducirla al campo político, con sus vitales proyecciones en políticas integrales como la agraria, con la aplicación real del Plan Nacional Integral de Sustitución de Cultivos Ilícitos (PNIS), y la prevención de sustancias estupefacientes en el campo de la salud pública. Es decir, a la implementación efectiva del 4 punto del Acuerdo de Paz: “Solución al problema de las drogas”. Sin duda, con este tipo de conclusiones y recomendaciones de la Comisión de Política de Drogas de la Cámara de los Estados Unidos al nuevo gobierno de Biden, es probable que se abra una excepcional ventana de oportunidad para replantearse radicalmente la fracasada y mortífera “guerra contra las drogas”. Lamentablemente el presidente Duque rechazó dichas conclusiones y continúa empecinado, predicando como un fanático maniqueo --ciego y sordo ante las evidencias-- su impotente, vacua y hasta criminal “Paz con legalidad”, ya que sus resultados son cada vez más letales y con el glifosato podrá disputar el número de víctimas a la pandemia. Ya va siendo hora de abandonar esa legalidad tanática frente a las portentosas virtudes alimentarias y medicinales de la coca[4] –incluso superiores a la del cannabis-- y acoger la legalidad vital que recomienda las Naciones Unidas. Pero para ello, es imperioso abandonar esa sumisión neocolonial frente a la “guerra contra las drogas” y retomar la cosmovisión de nuestros pueblos ancestrales y su culto a la “Mama Coca”, que nada tiene que ver con la codicia narcotraficante de la cocaína y la evasión alienante de sus millones de consumidores.