lunes, febrero 27, 2023

¿SEREMOS CAPACES DE CONVIVIR DEMOCRÁTICAMENTE? (Segunda Parte)

¿SEREMOS CAPACES DE CONVIVIR DEMOCRATICAMENTE? (Segunda parte)

https://blogs.elespectador.com/actualidad/calicanto/seremos-capaces-convivir-democraticamente-segunda-parte

Hernando Llano Ángel

Para convivir democráticamente tenemos que aprender a deliberar porque la democracia no es un dictado de un mandatario, mucho menos el monólogo de un gobernante, ni la aclamación mayoritaria e incuestionable de un pueblo a su caudillo. Cuando esto sucede, la democracia empieza a morir, independientemente de si la ideología del gobernante o el caudillo es de derecha, centro o izquierda. Simplemente porque la democracia no se sustenta en consensos unánimes, sino en disensos pluralistas que hacen posibles acuerdos para la convivencia política y social. Por eso, la esencia de una Constitución democrática es que posibilita el acuerdo para estar en desacuerdo. Como lo repetía con frecuencia un elocuente vocero de la derecha, Álvaro Gómez Hurtado (Q.E.P.D), es “un acuerdo sobre lo fundamental”.  Y lo fundamental es que se pueda deliberar, es decir, disentir sin correr el riesgo de morir y mucho menos incitar a matar. Algo que, lamentablemente, como Estado, Nación y sociedad todavía nos falta aprender. Por eso, Karl Popper[1] alguna vez afirmó que, en democracia, en lugar de nosotros, morían nuestras ideas. Pero en nuestra realidad todos los días sucede lo contrario, son asesinados los portadores de ideas democráticas que defienden valores e intereses tan esenciales como la vida, la tierra, la salud pública y ambiental, la alimentación, en fin, el pan, la libertad y la justicia. Para ellos no fue posible la deliberación sino la eliminación. Desde la firma del Acuerdo de Paz, en 2016, “más de 1.000 defensores de derechos humanos y líderes sociales han sido asesinados, según la Defensoría del Pueblo de Colombia”[2], señaló Human Rights Watch en su informe mundial. A ellos, hay que sumar los miembros del partido Comunes que se desarmaron, desmovilizaron, empezaron a deliberar y fueron asesinados: “Según el Instituto de Estudios para el Desarrollo de la Paz (Indepaz) desde 2016, cuando se firmó la paz entre el Gobierno colombiano y las FARC, han sido asesinados 349 desmovilizados”[3]. Un panorama tan desolador como antidemocrático, que se ensombrece aún más, pues ahora corremos el riesgo de que la misma deliberación sea asesinada, eliminada por la obsesión de opositores y gobierno de no ceder en sus respectivas posiciones en el trámite de las reformas sociales en el Congreso. Empezando por la de la salud, pues todos sabemos que las EPS no son perfectas. Durante el pasado gobierno del presidente Duque, estuvieron en proceso de liquidación 14 y un indicador irrefutable de sus graves problemas de funcionamiento es el número de “peticiones, quejas, reclamos y denuncias registradas en el último año, las cuales ascendieron a 1.128.122, es decir, en promedio cada día la SuperSalud recibió 3.000 quejas por el servicio de salud de los colombianos. En los últimos cuatro años la SuperSalud ha atendido más de 7 millones de PQRD, un crecimiento significativo con relación al anterior cuatrienio, que fue de 3.1 millones, según el reporte de la entidad”[4]. De manera que, por su ineficiencia y corrupción, basta recordar el escándalo de Saludcoop de Carlos Palacino[5], con el desvío de aproximadamente 400 mil millones de pesos por “mal uso del dinero de las Unidades de Pago por Capitación (UPC) y rentas parafiscales”, las EPS deben ser sustancialmente reformadas y no defendidas a ultranza, como lo hacen quienes derivan de ellas  pingües ganancias, sus voceros y testaferros en el Congreso. De otra parte, el gobierno, como sucede con su polémica transición energética, debe atender los argumentos técnicos que aconsejan un cambio progresivo y no disruptivo en la prestación de los servicios de salud a cargo de las EPS y su costo fiscal, evaluando las observaciones de algunos de sus ministros, como Hacienda, Educación, Agricultura y el director de Planeación Nacional[6]. Por todo ello, cito literalmente al maestro José Bernardo Toro[7] y sus sabias consideraciones sobre lo que implica un auténtico proceso de deliberación, con la esperanza de que los congresistas las tengan en cuenta: “La deliberación se convierte en un valor social, cuando, frente a un conflicto: 1- las diferentes personas son capaces de poner en juego sus intereses. 2- Pueden expresarlos, sustentarlos y defenderlos con serenidad y transparencia 3- Buscan convencer a otros de la pertinencia de sus intereses, pero están dispuestos a dejarse convencer por la prioridad de otros intereses. 4- Aprenden a ceder y a recibir cesiones. Y 5-  Entre todos, a partir de las diferencias, son capaces de construir bienes colectivos. La deliberación social es el instrumento de la democracia para construir los consensos sociales que son la base de la paz”. Solo agregaría que no hay que obsesionarse con la búsqueda de consensos, pues en esta materia como en la paz, ellos son imposibles de alcanzar, pues no se puede complacer a todas las partes en todas sus pretensiones. Lo que debemos buscar son acuerdos viables para la convivencia democrática con justicia social, salud y vida decente para todos. Entonces la paz será grande[8], pero no total, pues seguiremos resolviendo sin matarnos nuestras diferencias e incurables enfermedades, hasta que nos llegue la hora de partir hacia una anhelada paz celestial, quizá total.

 




martes, febrero 21, 2023

¿SEREMOS CAPACES DE CONVIVIR DEMOCRATICAMENTE?

 

¿SEREMOS CAPACES DE CONVIVIR DEMOCRATICAMENTE?

(Primera parte)

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Hernando Llano Ángel.

Tal es el mayor desafío que tenemos todos los colombianos. Empezando, obviamente, por el presidente Gustavo Petro, pues política y constitucionalmente “simboliza la unidad nacional y al jurar el cumplimiento de la Constitución y las leyes se obliga a garantizar los derechos y libertades de todos los colombianos”, según lo establece el artículo 188 de la Carta Política. Mandato constitucional que Petro, como Presidente y jefe de Estado, corre el riesgo de incumplir cuando apela a la soberanía ilimitada de un imaginario pueblo. Un pueblo movilizado y enfrentado a la oligarquía para promover sus reformas sociales, en el evento de éstas no ser aprobadas por el Congreso de la República. Expresiones de su discurso del pasado 14 de febrero[1] como: Aquí llegó el momento de levantarse: el Presidente de la República de Colombia invita a su pueblo a levantarse, a no arrodillarse, a convertirse en una multitud consciente de que tiene en sus manos el futuro… el presente; que puede tener en sus manos el poder, seguida de la proclama insurgente: Si fallamos ¡pasen por encima de nosotros! Si lo logramos, le entregaremos a estas generaciones que vienen un país digno, un país con historia, un país con la frente en alto, un país que convierte en realidad sus derechos, la justicia social y la democracia”. Sin duda, ese objetivo final es loable, todos deseamos vivir en ese país que convierte en realidad sus derechos, la justicia social y la democracia”, pero para lograrlo lo primero que un estadista demócrata debe reconocer es que somos un país plural, diverso y complejo, como lo expresa el artículo 7 de la Constitución: “El estado reconoce y protege la diversidad étnica y cultural de la Nación Colombiana”. Por lo tanto, no existe ese “pueblo” como unidad homogénea, casi monolítica, que invoca el presidente, pues todos somos distintos y pluralmente iguales en dignidad y derechos, como lo proclama la Constitución. De allí, que carezca de sentido democrático invitar al pueblo, como si fuera un apéndice presidencial y bajo su mandato a levantarse y no arrodillarse, para tomarse el poder y de ser necesario pasar “por encima de nosotros”. Difícil encontrar un llamado más explícito a la ingobernabilidad y a la aparición de un líder autoritario que ponga orden en la casa y salve a Colombia del levantamiento popular. Una carga de dinamita contra la paz total y la convivencia democrática. Por ello, lo anterior es mucho más que una necedad, como el mismo presidente lo advirtió en su diatriba contra la oligarquía: “quizás mis palabras sean tomadas como una necedad, no como el aprendizaje de la historia de Colombia”. En efecto, dichas palabras son mucho más que una necedad, son una provocación contra la vivencia ciudadana de la democracia, más allá de su reducción a una confrontación insuperable entre el “pueblo” y la “oligarquía”. Si algo nos enseña nuestra historia política es que todavía no hemos sido capaces de convivir democráticamente y cumplir sus tres valores esenciales: “Libertad, Igualdad y Fraternidad”[2], proclamados desde la revolución francesa. Valores que para ser realidad tienen que ir de la mano con la legalidad, como bien lo expresó Petro en su discurso de posesión presidencial, citando al filósofo italiano Paolo Flores D´Arcais: La ley, es el poder de los que no tienen poder”.  Y la máxima expresión de esa ley es la Constitución que, en su artículo 3, reconoce que “la soberanía reside exclusivamente en el pueblo”, pero éste la “ejerce en forma directa o por medio de sus representantes, en los términos que la constitución establece”. Pueblo como expresión de ciudadanía, no de pobreza o de mayorías, con toda la diversidad y pluralidad propia de lo social, lo político, étnico, cultural y religioso que le es inherente, junto a sus derechos fundamentales, entre los que se encuentran la salud, sustento de la vida. La Constitución establece en su artículo 152 que “los derechos y deberes fundamentales de las personas y los procedimientos y recursos para su protección”, deben regularse a través de una ley estatutaria, y no mediante una ley ordinaria, como la que presentó el gobierno en el proyecto de reforma al sistema de salud. Al hacerlo, el gobierno no solo se expone a un fracaso legislativo, sino que incurre en el grave error de despreciar el Estado de derecho y pretende sustituirlo por la voluntad soberana de ese imaginario pueblo presidencial, pues será “al pueblo de Colombia al que le corresponde profundizar esas reformas hasta donde ustedes digan. Nosotros aquí estamos listos. Nosotros aquí estamos listos hasta donde ustedes digan, hasta donde ustedes quieran”. Una apelación que podría arrasar los principios fundacionales de la democracia: “Libertad, Igualdad y Fraternidad” y trasladarnos a un escenario indeseable e impredecible. Más en esta coyuntura internacional y nacional de crisis económica, que limita en grado extremo los recursos fiscales del gobierno para hacer realidad tan justas y numerosas reformas sociales como las de salud, pensional, laboral, justicia y educación, sin las cuales la Paz Total se diluiría en un fracaso total. Más le convendría al presidente Petro reflexionar autocríticamente sobre su concepción populista y caudillista de la democracia, su idea hegemónica del Pacto Social (“si por alguna circunstancia, las reformas entrabaran en Colombia, lo único que están haciendo es construir, no los caminos de un pacto social, no los caminos de la paz…”), y su falacia según la cual una “sociedad que se mueve es la sociedad que está viva. La sociedad que se aquieta es la sociedad que se muere, pues aquellas sociedades que fueron movilizadas en forma masiva y permanente, como la alemana, bajo el  “Führerprinzip”[3] de Hitler,  terminaron aniquiladas. Más bien, Petro debería retomar y cumplir este aparte de su discurso de posesión presidencial: “Y finalmente, uniré a Colombia. Uniremos, entre todos y todas, a nuestra querida Colombia. Tenemos que decirle basta a la división que nos enfrenta como pueblo. Yo no quiero dos países, como no quiero dos sociedades. Quiero una Colombia fuerte, justa y unida”. Para ello es imprescindible recordar que no hay democracia sin deliberación y concertación[4] y disponernos a convertirla en realidad. No conformarnos solo con artículos constitucionales sin vida y vigencia social, como nos sucede todos los días con la mayoría de ellos, empezando por el 22: “La paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”. Se precisa de un decálogo ciudadano que promueva la deliberación, la concertación y la convivencia democrática[5], como: 1- Conversar, no insultar. 2- Escuchar, no tergiversar. 3- Concertar valores, no solo negociar intereses, teniendo como horizonte la primacía del interés general sobre el particular. 4- Colaborar, no solo competir, en busca de mayor justicia social. 5- Cuidar, no devastar nuestra “Casa Común”[6] 6- Comprender, antes de juzgar y condenar. 7- Estimular, en lugar de desanimar. 8- Proponer, en lugar de vetar. 9- Dignificar, no humillar y 10- Convivir, no matar. Si abordamos el debate de las reformas sociales propuestas por el gobierno y su Paz Total teniendo en cuenta dicho decálogo y no nos dejamos arrastrar y polarizar por las mentiras y el odio, el fundamentalismo de prejuicios ideológicos a la derecha y la izquierda, el sectarismo político que circula por las redes sociales y cierta prensa sensacionalista, superficial y mediocre que solo promueve los intereses, la codicia y los privilegios de sus propietarios, seguro que podemos aprender a convivir democráticamente. De lo contrario, seguiremos siendo responsables de no estar a la altura de la vida, la libertad, la igualdad y la fraternidad. Continuaremos perpetuando la muerte, la humillación y nuestra mutua degradación. Seguiremos siendo “Los reyes del Mundo”[7] en lugar de convertirnos en  “potencia mundial de la vida”.

martes, febrero 14, 2023

EL MALENTENDIDO NACIONAL Y LA NACIÓN MALENTENDIDA

 

EL MALENTENDIDO NACIONAL Y LA NACIÓN MALENTENDIDA

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Hernando Llano Ángel.

Érase una vez un país en el que sus habitantes, desde su nacimiento, no lograban entenderse. No obstante hablar el mismo idioma, los malentendidos eran cada vez mayores y más mortíferos. Al parecer, el origen de tan absurda incomprensión se remontaba al surgimiento mismo de la Nación. Entonces, una radical división entre dos bandos, Centralistas y Federalistas[1], frustró su nacimiento y consolidación. Fue un aborto provocado por las ambiciones de cada bando, que permitió a la Corona española recobrar su dominio. Tal pareciera que esa división sectaria nos impuso, como un hado maléfico y una tendencia política inexorable, la imposibilidad de pensar en términos de unidad nacional. Suficiente sería con recordar la sangrienta vorágine de las nueve guerras civiles nacionales durante el siglo XIX[2]. El tránsito al siglo XX con la guerra de los Mil días. Luego, aquel 9 de abril de 1948, que fue mucho más que el magnicidio de Jorge Eliecer Gaitán, ese hombre que se reclamaba y encarnaba el pueblo: “Yo no soy un hombre, soy un pueblo”[3].

EL PAÍS POLÍTICO CONTRA EL PAÍS NACIONAL

Después de correr ríos de sangre, su magnicidio se transformó en el triunfo del llamado “País Político” sobre el “País Nacional”[4], bajo la fórmula política del Frente Nacional, que instauró el mito incólume del nacimiento de la democracia. Mito convertido en una mitomanía, pues en realidad lo que consagró fue la repartición milimétrica, “miti-miti”, del Estado entre mercaderes y traficantes de lo público, cubiertos con banderas rojas y azules, que expropiaron sutilmente los derechos políticos, sociales y económicos a las mayorías nacionales y su libre ejercicio ciudadano. En lugar de un Estado democrático, el Frente Nacional creó y consolidó un Estado cacocrático[5]. Por eso fue imposible forjar una ciudadanía autónoma y surgieron clientelas y siervos atados a la burocracia, el asistencialismo y los negocios de los llamados líderes naturales, rojos y azules. En realidad, más siervos que ciudadanos, pues cada cuatro años votaban dócilmente por aquel candidato-presidente que esos líderes ya habían designado en sus conciliábulos de caballeros. Empezando por Alberto Lleras Camargo (liberal), luego Guillermo León Valencia (conservador), Carlos Lleras Restrepo (liberal) y Misael Pastrana Borrero (conservador). Los electores en realidad no elegían, solo ratificaban lo decidido cada cuatro años por esos caballeros que llevaban la rienda de un monstruoso corcel llamado democracia. Monstruoso, pues la mayor parte de los 16 años de existencia del Frente Nacional gobernaron bajo estado de sitio y la abstención fue creciendo paulatinamente, hasta llegar al 61% en 1966. Sólo en 1970 la participación electoral asciende al 49%, cuando se presentó a la contienda Gustavo Rojas Pinilla, como candidato de la Alianza Nacional Popular (ANAPO). El País Nacional se sabía y sentía expropiado y engañado por ese “País Político” y su democracia de negociantes, que prosperaba indolentemente a la par de sus ganancias. El malentendido nacional se convirtió en una Nación malentendida. A tal punto que, cuando el pueblo tuvo la oportunidad de votar por un candidato diferente al binomio rojo y azul, lo hizo por quien había interrumpido en 1953 la sangría desatada y azuzada por esos “caballeros” y votó por el general Gustavo Rojas Pinilla.

FRAUDE ELECTORAL CONTRA LA ANAPO

Pero su triunfo en las urnas le fue escamoteado por el mismo presidente Carlos Lleras Restrepo, según el siguiente testimonio de Jorge Téllez[6], en confesión del expresidente a su Jefe de Prensa, Próspero Morales: “Próspero, esto se ha perdido. No hay nada que hacer, el general ha ganado. Si, de acuerdo con lo que me han informado, Rojas decide salir uniformado para iniciar una marcha por las principales avenidas con destino al palacio de San Carlos, temo que haya un levantamiento, una sublevación, con todas las atrocidades y derramamiento de sangre que de ella se pueda derivar. No puedo permitir por ningún motivo la toma del poder por la fuerza”.  Años después, en 1974, surgiría el M-19[7] y su lema de lucha, “con el pueblo, con las armas, al poder”. Y 48 años más tarde llega a la Presidencia de la República, esta vez con el pueblo en las urnas, Gustavo Petro Urrego[8], que para 1974 apenas tenía 14 años. En su discurso de posesión presidencial[9], casi para concluir, anunció Petro: “Y finalmente, uniré a Colombia. Uniremos, entre todos y todas, a nuestra querida Colombia. Tenemos que decirle basta a la división que nos enfrenta como pueblo. Yo no quiero dos países, como no quiero dos sociedades. Quiero una Colombia fuerte, justa y unida”.  Sin duda, el mayor desafío y la mayor urgencia que tenemos todos los colombianos, y que el presidente Petro debería tener presente en su discurso en la Plaza de Bolívar el martes 14 de febrero, es convivir democráticamente para superar esta nación malentendida y mortífera en que millones malviven y miles son asesinados impunemente. Así como también convendría a esa oposición radical, fanática y cerril, que aspira a convertir a Colombia en Perú y en su desvarío confunde a Petro con Pedro Castillo, que tenga presente estas dos reflexiones de líderes liberales y conservadores clarividentes, que cuando gobernaron no estuvieron a la altura de sus palabras. Alfonso López Pumarejo: “Si la obra quedó trunca, el edificio inconcluso y frustradas muchas esperanzas, la culpa fue de quienes no seguimos avanzando y no de las masas, que instintivamente nos reclamaban nuevas reformas”, en su última entrevista a El Tiempo, en noviembre 21 de 1959, refiriéndose a sus frustradas reformas de la “Revolución en Marcha”[10]. Y de Belisario Betancur, en su discurso de posesión presidencial: “He andado una y otra vez por los caminos de mi patria y he visto ímpetus heroicos, pero también gentes mustias porque no hay en su horizonte solidaridad ni esperanza. Ya que para una parte de colombianos: La turbamulta les es ajena pues procede de grupos que les son ajenos; la otra Colombia le es remota u hostil. ¿Cómo afirmar sin sarcasmo la pertenencia a algo de que están excluidos, en donde su voz resuena con intrusa cadencia? Y para los más poderosos o los más dichosos ¿a qué reivindicar algo tan entrañablemente unificador como es la patria, a partir de la discriminación y el desdén? Hay una relación perversa en la que los dos países se envenenan mutuamente, y esa dialéctica ahoga toda existencia nacional”.  Ya va siendo hora de superar semejante malentendido nacional y dejar atrás esa Nación malentendida, excluyente, clasista y racista, que todavía somos, en lugar de salir a la calle como dos bandos irreconciliables el próximo martes 14[11] y miércoles 15 de febrero[12].



[4] “En Colombia hay dos países: el país político, que piensa en sus empleos, en su mecánica y en su poder y el país nacional que piensa en su trabajo, en su salud, en su cultura, desatendidos por el país político. El país político tiene rutas distintas a las del país nacional. ¡Tremendo drama en la historia de un pueblo!”, Discurso de Gaitán en el Teatro Municipal el 20 de Bogotá el 20 de abril de 1946.

domingo, febrero 05, 2023

DELIBERAR Y CONCERTAR PARA DEMOCRATIZAR

 

DELIBERAR Y CONCERTAR PARA DEMOCRATIZAR

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Hernando Llano Ángel

Deliberar y concertar son verbos imprescindibles para dar vida y consolidar la democracia. Porque para deliberar hay que contar con el otro, reconocer su existencia y su diferencia, su propia identidad y voz disidente. Deliberación y concertación son actitudes y competencias sin las cuales no existe ciudadanía y menos convivencia democrática. No es fácil disponerse a conversar y escuchar a quienes confrontan nuestros intereses y difieren de nuestros puntos de vista y objetivos específicos. Es mucho más fácil ignorarlos, incluso acallarlos, hasta desconocer su existencia. Pero el costo es también mucho más alto, se paga con la hostilidad de la resistencia y la rebeldía, que casi siempre culmina con violencia y pérdida de vidas. Al respecto, la magnífica y desgarradora película “Los reyes del Mundo”[1], es una hermosa y terrible alegoría de lo que nos sucede todos los días. Tal es el mayor desafío de la política democrática. Especialmente en estos momentos. Siempre resulta tentador para un gobernante decretar e imponer, en lugar de escuchar, conversar y concertar. Es la diferencia entre un autócrata y un demócrata. El primero está plenamente convencido de tener siempre la razón, la verdad y la justicia. Se considera un predestinado para salvar a su pueblo. Es un caudillo que pretende encarnar la verdad y la vida de su pueblo. El demócrata, por el contrario, reconoce que no siempre tiene la razón, mucho menos la verdad y que solo el pueblo puede redimirse a sí mismo. Bien lo expresó Albert Camus[2]: “Un demócrata no está seguro de tener siempre la razón”. Pues si está seguro que siempre le asiste la razón, inmediatamente se convierte en un déspota iluminado. Por eso la deliberación es la savia de la democracia y la concertación su consolidación. Ambas evitan su polarización y petrificación. Son dos verbos que todos deberíamos esforzarnos en conjugar si en realidad queremos convivir democráticamente. Dos verbos exigentes y urgentes para superar las encrucijadas de las reformas en que está empeñado el Pacto Histórico. Reformas que por ser tan vitales, incluyentes e inaplazables demandan mucha deliberación y concertación para ser exitosas. De lo contrario, se pueden convertir en un fracaso histórico, desatando mayor frustración e indignación popular. Tal es el riesgo de la transición energética, que no puede ser disruptiva, sino progresiva para evitar un desastre, que ya no sería ecológico sino fiscal y social. No es razonable cerrar la llave del gas y el petróleo desde ya, pues ello desencadenaría en pocos años una explosión social por su desabastecimiento vital y la inedia fiscal. Como tampoco es razonable pensar que son energías imprescindibles e inagotables, pues ya sabemos y padecemos sus efectos letales en la crisis climática. Hay que avanzar en su transición por energías renovables y no fósiles, como lo aconsejan los expertos y hasta el sentido común. Pero para ello hay que realizar transacciones, en lugar de precipitadas imposiciones gubernamentales, que ningún otro Estado en el mundo realiza, pues sabe de las consecuencias impredecibles para su gobernabilidad y sostenibilidad. Así debería procederse con las otras reformas inaplazables, como la de la salud, pensional, laboral, judicial y carcelaria, para no hablar de la reforma política, que es la que más demanda deliberación y concertación para realmente democratizar el poder político y así transformar esta sociedad casi estamentaria y retardataria. Pero deliberar demanda mucho esfuerzo, es mucho más fácil fanatizar y polarizar. Lo primero que demanda la de-liberación democrática es liberarnos de nuestros prejuicios y certezas mutuas, que nos impiden escuchar al otro y reconocerlo plenamente, sin la interferencia deformadora de nuestras arraigadas convicciones y pre-juicios invencibles. Ejemplos de lo anterior son las versiones apocalípticas que sobre las reformas del gobierno circulan por las redes sociales y amplifican ladinamente algunos líderes de oposición y muchos medios de comunicación, según las cuales Petro y su ministra de salud lo único que pretenden es acabar de tajo con las EPS y establecer una ineficiente empresa estatal; el ministro de justicia dejar en libertad a los más temibles asesinos y terroristas; legalizar la marihuana y la cocaína; el ministro de transporte eliminar las plataformas de movilidad; la ministra de minas acabar con el gas y el petróleo y, como joya de la corona, fomentar la sociedad del crimen con el pretexto de una ley de Paz Total. En todos los anteriores casos, el gobierno del Pacto Histórico, como lo hizo con la reforma tributaria, tiene proyectos de ley que nada tienen que ver con esa satanización mediática y deslegitimadora. Proyectos que con toda seguridad serán debatidos y modificados en el Congreso. Habrá concesiones y transacciones que definirán el alcance de dichas reformas, cuyo resultado final seguramente será parecido al de la reforma tributaria, en donde el gobierno cedió e incluso claudicó en pretensiones  justas, como desistir de gravar las altas pensiones y los ingresos de Iglesias y numerosos cultos “religiosos” que son una fuente inagotable y turbia para el enriquecimiento celestial de mercaderes de la fe, profesionales en traficar con los  diezmos y las necesidades de millones de siervos y feligreses ingenuos.

Mucho más que “Metro-megalomanía”

Los anteriores son ejemplos de concertación, que podrían replicarse para superar la absurda encrucijada en que se encuentra el Metro de Bogotá, donde su trazado elevado o subterráneo se ha convertido en una falsa disyuntiva y una supuesta disputa de egos entre el exalcalde Peñalosa y el presidente Petro. Al respecto, valdría la pena reconocer una evidencia irrefutable: la inmensa mayoría de Metros en las principales ciudades del mundo son subterráneos, pues ello facilita una nutrida y extensa red de estaciones y de líneas, sin destruir la arquitectura, el paisaje y el entorno público de las ciudades, que hacen parte del patrimonio histórico y la memoria de sus habitantes y generaciones. Lo que no obsta para que algunos trayectos, estaciones y vías del Metro sean elevados o a ras de tierra, bien por razones funcionales, económicas o técnicas, como también sucede con algunos Metros de las principales ciudades del mundo como París, Madrid, Berlín[3] y Nueva York. En esta polémica, que algunos quieren reducir a una batalla entre “Metro-megalómanos”, lo que no hay que perder de vista es el interés público, la racionalidad técnica, los costos económicos y la integridad paisajística y arquitectónica de Bogotá, que es patrimonio de todos los colombianos y debe predominar sobre tan baladíes disputas personales. Disputas que son mucho más que las reputaciones y vanidades personales de Peñalosa y Petro, sin desconocer que fue Peñalosa quien “enterró” todos los estudios y las cuantiosas inversiones realizadas durante la alcaldía de Petro. Incluso, los más recientes Metros de Quito[4] y Panamá[5] son en su mayor parte subterráneos. Tal el caso del de ciudad de Panamá, cuya  “Línea 1 cuenta con un total de 14 estaciones, seis elevadas y ocho subterráneas”[6]. Pero lo más grave es que el Metro de Bogotá se sume al tinglado de polémicas polarizadoras y fanáticas en que se encuentra envuelto y es arrastrado el Pacto Histórico. Tinglado que tendrá expresión pública y puesta en escena en las próximas marchas del 12 y 14 de febrero en contra y a favor de Petro, simultáneamente. Al respecto, la oposición debería tener presente que las reformas hay que debatirlas, mejorarlas o derrotarlas en el Congreso, así como el legítimo derecho del gobierno a presentarlas y promoverlas públicamente. Además, son reformas con claro contenido democrático, es decir, que buscan generar mayores oportunidades y justicia social para las mayorías excluidas y marginadas, en un sociedad donde “únicamente el 12.4% de toda la riqueza creada se distribuye en el 90% de la población del país”[7], según informe de Oxfam Colombia[8]. Un “dato publicado por ‘Inequality’, una organización sin ánimo de lucro, muestra que en Colombia, ese 1% más rico de la población acumula US$229.700 millones, lo que corresponde a más de 37% del total de riqueza que hay en el país[9]. A su vez, el Pacto Histórico y sus aliados, deberían esforzarse por ser más claros, abiertos, coherentes y pedagógicos en la presentación y deliberación de sus Reformas, pues de lo contario perderán progresivamente credibilidad y apoyo en la opinión pública. Es imposible persuadir a punta de trinos, anuncios y discursos presidenciales, algunos confusos o contradictorios, que son hábilmente capitalizados, editados y tergiversados por un sector de la oposición irresponsable e irreflexiva, que parece estar empeñada en hacer de Petro un segundo Pedro Castillo. A esa oposición radicalizada le bastaría con mirar lo que está sucediendo en Perú. Más nos convendría reconocer, como ciudadanos responsables y no manipulables, que es hora de deliberar y concertar para democratizar, en lugar de confrontar y polarizar. Somos un país más violento, complejo e impredecible que el mismo Perú. Recordemos que el número de víctimas mortales y destrozos materiales del paro nacional del 2021[10] supera con creces lo vivido hasta ahora por nuestros vecinos peruanos, cuyo horizonte y desenlace presagia ser mucho peor si se prolonga esa confrontación entre un país político indolente y corrupto contra un pueblo justamente indignado y desesperado, que solo reclama democracia, justicia social y paz, como dolorosa y costosamente nos sucedió hace menos de dos años.