lunes, agosto 14, 2006

CALICANTO
(Julio 26 de 2006)


Política y crimen: un pasado presente y un futuro de impunidad.

Hernando Llano Ángel.

Lo más sorprendente de las revelaciones de Virginia Vallejo es que generen estupor e indignación nacional por describir, con admirable precisión y memoria, la simbiosis entre el crimen y la política, como si ello fuera un asunto del pasado, y se olvide su denuncia de que vivimos un presente todavía mucho más descompuesto y corrupto. No sólo por haber señalado la relevante coincidencia en la primera página de “El Tiempo” de la foto de Santofimio junto al nombramiento de Samper, como embajador en Francia, sino sobre todo por la vertiginosa legitimación del crimen que Uribe lleva a cabo bajo la llamada ley de Justicia y Paz.

En efecto, desde el punto de vista de las relaciones entre la política y el crimen, nunca antes como hoy el pasado es un presente perfecto de impunidad. La mayoría de vencedores y sucesores de Pablo Escobar y Gonzalo Rodríguez Gacha están hoy gozando de su libertad y fortunas de ignominia, exceptuando a Don Berna, que por ahora gobierna sus huestes desde la cárcel de Envigado, como en el pasado lo hacia Escobar desde su Catedral. Es también por ello que tenemos un futuro de impunidad, reflejado en las nuevas generaciones de “paras” al servicio de una intrincada red de narcotraficantes que hoy asumen su alistamiento, como ayer lo hicieran quienes ahora, gracias a la ley de Justicia y paz, reciben de este gobierno, en forma transparente y legal, el tratamiento de sediciosos y criminales privilegiados, protegidos incluso de la extradición. La meta que jamás alcanzó Pablo Escobar, ahora la disfruta una pléyade de criminales de lesa humanidad, como generosa retribución gubernamental por su lucha contrainsurgente.

Así las cosas, lo que ha sucedido es una metamorfosis de la relación simbiótica entre el crimen y la política, que ahora aceptan y toleran como conveniente los más conspicuos miembros del Establishment y caracterizados defensores de la ética, al igual que ayer lo hacían con la nueva y generosa clase emergente, que entonces dinamizaba sus negocios legales. En menos de una década ha variado a tal extremo la “tasa de cambio moral” frente al crimen, que hoy la sociedad parece aceptar condenas de máximo ocho años como justas y adecuadas por crímenes de lesa humanidad. Definitivamente el crimen paga. Sobre todo cuando las víctimas son marginales, casi anónimas, sospechosamente pobres y peligrosamente críticas, además de rebeldes y reacias al espejismo del ascenso social y la cooptación política.

Es en ese contexto que valdría la pena examinar la responsabilidad política de los líderes, aspirantes y últimos jefes de Estado, denunciados con vehemencia por Virginia Vallejo, frente a la profunda crisis ética y la hecatombe humanitaria que hoy vivimos como sociedad. Porque la crisis ha sido y continúa siendo esencialmente política, ya que su origen se encuentra en la aceptación ciega y estúpida del prohibicionismo y su correlato de “guerra contra las drogas”, como una especie de tabú intocable y sagrado, que condena al ostracismo de los apátridas y apestados universales a quienes se atrevan a desafiarlo en la arena política de las relaciones internacionales. Más aún cuando dicho tabú favorece los intereses geopolíticos norteamericanos, sus políticas intervencionistas y su próspera economía militar, todas ellas en detrimento del fortalecimiento de un Estado colombiano con soberanía judicial, capaz de investigar y condenar sus más peligrosos y ambiciosos delincuentes, para no quedar expuesto al garrote de la extradición, el chantaje imperial y la humillación internacional, como ha venido sucediendo durante las dos últimas décadas. Y como una vez más se puso de presente en esta ocasión, cuando el mismo Fiscal general de la Nación, Mario Iguarán, se declara impotente para garantizar la seguridad de Virginia Vallejo y la entrega a Estados Unidos, claudicando así el Estado colombiano a su competencia y derecho fundamental de investigar e impartir justicia. Semejante decisión, aceptada como sensata y normal, política y judicialmente correcta, demuestra hasta que punto hemos perdido la noción de la soberanía judicial y la dignidad nacional. Queda demostrado que política, militar y judicialmente somos un protectorado de Norteamérica, antes que un Estado soberano, pues nuestros gobernantes han colocado en la extradición el hilo conductor y el nudo ciego de nuestra precaria estabilidad institucional y seguridad ciudadana. Sólo falta que gran parte de la economía y de nuestro precario bienestar dependa ahora de un TLC que todavía es un enigma y en su parte más vital, agricultura y salud, un secreto de Estado.

Pero entonces era de la aplicación o no de la extradición, como bien lo resaltó Virginia Vallejo, que dependía la vida o muerte no sólo de Luís Carlos Galán, sino de cientos de miles de colombianos, que fueron sacrificados en tan absurda vorágine de terrorismo y corrupción, que sólo amainó temporalmente con el derogado artículo 35 de la Constitución, mediante la prohibición de la extradición de colombianos por nacimiento. Pero hoy nuevamente la suerte del proceso con las AUC depende de la extradición. En una palabra, como Estado y sociedad somos rehenes de la política y las exigencias norteamericanas en este terreno. Tal es la inmensa y grave responsabilidad de todos los Presidentes, desde 1979, que no han hecho otra cosa que profundizar nuestra dependencia y postración frente a los Estados Unidos y su absurda guerra contra las drogas. Gracias a esta alianza estratégica contra el demonio del narcoterrorismo, profundizada con orgullo por Pastrana a través del Plan Colombia y ejecutada con obsesión patriótica por Uribe, nuestra política cada día es más degradada a una simbiosis perversa con el crimen, de la cual depende tanto para sobrevivir como para morir. Por eso nuestra historia política reciente, como nos lo recordó Virginia, está plagada de magnicidios y genocidios. Por eso la escriben, a múltiples manos, políticos y criminales, a tal punto que ya no es posible distinguir claramente sus identidades, siendo casi accidental si desempeñan sus roles desde el Estado o contra el Estado. Por eso han convertido nuestra portentosa biodiversidad en objeto del mayor ecocidio planetario que Estado alguno haya cometido, en forma totalmente impune, al pretender erradicar la sagrada y maravillosa hoja de coca de la faz andina, en lugar de concentrar esfuerzos en la mente y el cuerpo de los millones de consumidores de cocaína. Ya va siendo hora de tener claro que la solución del problema no depende de aplicar o no la extradición, sino más bien de contener y reducir la extra-adicción de millones de consumidores de cocaína y heroína, que no pueden vivir sin una dosis creciente de estimulación o evasión. Porque esta “guerra” en el único territorio que se debe librar, ganar o perder, es en la mente y en el cuerpo de sus consumidores. Todo depende de su capacidad de autodeterminación y no de su represión. Por eso son completamente inocuas las armas, los tribunales y las cárceles, pero absolutamente imprescindibles e irremplazables las palabras, los sentidos, los sentimientos y los abrazos. En últimas, se trata de la perenne lucha entre Thánatos y Eros, que siempre precisa más de la política que de la guerra para su civilizada convivencia, superación y creadora transformación.