sábado, mayo 11, 2024

LA FALACIA POLÍTICA DE LA LUCHA CONTRA LA CORRUPCIÓN

LA FALACIA POLÍTICA DE LA LUCHA CONTRA LA CORRUPCIÓN

Hernando Llano Ángel.

Es de sobra conocida la distinción entre el País Político y el País Nacional realizada por Jorge Eliecer Gaitán[1] en un discurso pronunciado en el Teatro Nacional en Bogotá el 20 de abril de 1946[2], cuya vigencia parece perenne en nuestra realidad política, si recordamos su contenido exacto: “En Colombia hay dos países: el país político, que piensa en sus empleos, en su mecánica y en su poder y el país nacional que piensa en su trabajo, en su salud, en su cultura, desatendidos por el país político. El país político tiene rutas distintas a las del país nacional. ¡Tremendo drama en la historia de un pueblo!Para el país político la política es mecánica, es juego, es ganancia de elecciones, es saber a quién se nombra ministro y no qué va a hacer el ministro. Es plutocracia, contratos, burocracia, papeleo lento, tranquilo, usufructo de curules y el puesto público concebido como una granjería y no como un lugar de trabajo para contribuir a la grandeza nacional”. Sin duda, es una distinción que hoy cobra pleno sentido, pues nos demuestra que este drama, a partir de su asesinato el 9 de abril de 1948, se ha convertido en la clave de todas nuestras desgracias, agravadas y degradadas por el combustible inextinguible de las economías ilícitas que, bajo un diagnóstico simplista, englobamos como corrupción política, una palabra atrapatodo. Una palabra  que abarca desde el conflicto armado interno, pasando por el narcotráfico, los delitos contra la administración pública, el nepotismo, el clientelismo hasta llegar a la UNGRD[3], cuya sigla parece significar Unidad Nacional de Gestión de Robos y Desastres interminables. Entonces se escucha por todas partes una sabia conclusión que explica todo y no resuelve nada: “es que todos los políticos son corruptos, todos son iguales”; “sean de derecha, centro o izquierda”. Una conclusión que aparece corroborada por los escándalos de corrupción presentes y crecientes en todos los gobiernos, sin excepción alguna desde tiempos inmemoriales, pero que a partir de la Constitución de 1991, el mayor cubrimiento de los medios de comunicación y la denuncia de periodistas críticos, se impone como una verdad irrefutable. Mucho más con el auge de las redes sociales y la proliferación de las Fake News[4], que llegan incluso a crear realidades paralelas, que son auténticas mentiras, como lo hace con éxito Donald Trump en su país.

Más allá de la lucha contra la corrupción

Por eso la lucha contra la corrupción es una verdad que oculta mucho más de lo que revela y siempre se utiliza con la intención de deslegitimar al adversario político, convirtiendo así la moral en la más poderosa arma política, de la cual se apropian en forma maniquea los principales protagonistas de la vida política nacional e incluso internacional. Así Netanyahu proclama que combate el terrorismo de Hamás, pero comete impune y cínicamente el más atroz genocidio contra la población civil en Rafah[5] y toda la franja de Gaza. En nuestro caso, no es gratuito que los máximos protagonistas de la vida política nacional, Álvaro Uribe y Gustavo Petro, hayan hecho de la lucha contra la corrupción su principal bandera política. Uribe lo hizo en el 2002 con su consigna de luchar “Contra la corrupción y la politiquería” y Petro durante toda su carrera de congresista denunciando la corrupción letal del paramilitarismo, la parapolítica y la codicia cleptocrática de Samuel Moreno Rojas en la alcaldía de Bogotá. Pero los escándalos de corrupción que han afectado a los dos líderes que hoy dividen el país demuestran con creces que sus administraciones han sido carcomidas y minadas por la corrupción. Incluso que se haya reformado un articulito de la Constitución Política mediante la Yidispolítica[6] y la comisión del delito de cohecho que llevó a la cárcel a los ministros Sabas Pretelt y Diego Palacio[7], es ya un antecedente de corrupción política difícil de superar, pues se trató de una corrupción constitucional. Fue, nada menos, que corromper lo que era un acuerdo nacional fundamental, en palabras de Álvaro Gómez Hurtado. Claro que algo similar argumentan contra el Acuerdo de Paz quienes ganaron el plebiscito en el 2016. Pero lo grave es que ellos olvidan que lo hicieron a partir de mentiras y de la manipulación del miedo y el odio de millones de colombianos que fueron llevados a las urnas a “votar verracos”[8]. De nuevo, una corrupción del espíritu de la Constitución y su artículo 22 que nos señala a todos los colombianos que “La paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”.  Imperativo político que fue corrompido en un pulso personal entre Santos y Uribe, cuyas consecuencias letales todavía estamos pagando. Todo lo anterior, vale tenerlo en cuenta para no dejarnos dividir y manipular, formando bandos irreconciliables que periódicamente son convocados a marchar --supuestamente en defensa de la Constitución, la democracia y la lucha contra la corrupción—en lugar de reconocer que lo fundamental es conservar nuestro juicio político más allá de intereses personales y simpatías partidistas doctrinarias, reconociendo que la democracia debe superar esos antagonismos irreconciliables entre el país político y el país nacional. Al respecto, valdría la pena que el presidente Petro tuviera en cuenta este otro aparte del discurso de Gaitán:  

“Pero una nación no se salva con simple verbalismo, con jugadas habilidosas, ni con silencios calculados, sino con obras, con realidades, con el otro aspecto de nuestro criterio, que es el de tener como objetivo máximo de la actividad del Estado al hombre colombiano, cómo va su salud, cómo su educación, cómo su agricultura, cómo su comercio, cómo van su industria, sus transportes y su sanidad”.

Así como los líderes del establecimiento, deberían escuchar y acatar esta reflexión del expresidente Alfonso López Pumarejo, al final de sus días:

Me inclino a creer que la historia de Colombia podría interpretarse como un proceso contra sus clases dirigentes, las cuales se han sentido en todo tiempo dueñas de preparación y de capacidades superiores a las que han demostrado tener en el manejo de los negocios públicos; y pienso, además, que si se engañan sobre su propio valor, atribuyéndose virtudes que no poseen en el grado que ellas pretenden, su equivocación reviste trágicos caracteres cuando desconocen que muchos de los defectos que esas clases atribuyen al pueblo colombiano son producto del abandono implacable a que este ha vivido sometido”.

Y,  por último, aquellos sectores de la oposición y sus millones de “ciudadanos de bien” que los acompañan con tan buena conciencia, deberían escuchar y comprender estas palabras de alguien cercano a sus sensibilidades y convicciones, el expresidente Belisario Betancur, en su discurso de posesión presidencial:

He andado una y otra vez por los caminos de mi patria y he visto ímpetus heroicos, pero también gentes mustias porque no hay en su horizonte solidaridad ni esperanza. Ya que para una parte de colombianos: “La turbamulta les es ajena pues procede de grupos que les son ajenos; la otra Colombia le es remota u hostil. ¿Cómo afirmar sin sarcasmo la pertenencia a algo de que están excluidos, en donde su voz resuena con intrusa cadencia? Y para los más poderosos o los más dichosos ¿a qué reivindicar algo tan entrañablemente unificador como es la patria, a partir de la discriminación y el desdén? Hay una relación perversa en la que los dos países se envenenan mutuamente, y esa dialéctica ahoga toda existencia nacional”.

Para superar esta deriva de antagonismos y confrontaciones viscerales, empeñadas en hacer ingobernable el país e ilegitimo su mandato, el presidente Petro deberá tener en cuenta su lúcida apreciación sobre esa dicotomía histórica, social, cultural y política existente entre el País Político y el País Nacional que nos ha impedido ser una democracia real, resumida así en su discurso de posesión presidencial:

 Y finalmente, uniré a Colombia. Uniremos, entre todos y todas, a nuestra querida Colombia. Tenemos que decirle basta a la división que nos enfrenta como pueblo. Yo no quiero dos países, como no quiero dos sociedades. Quiero una Colombia fuerte, justa y unida”.

 



 

martes, mayo 07, 2024

Petro: ¿Cooptará el régimen o el régimen lo bloqueará y tumbará?

 

Petro: ¿Cooptará el régimen o el régimen lo bloqueará y tumbará?

Hernando Llano Ángel

Todo parece indicar que la solicitud a la Fiscalía del ex director de la UNGRD[1], Olmedo López, para decir toda la verdad sobre la compra de los carrotanques en la Guajira, a cambio de inmunidad total, puede petrificar la gobernabilidad del presidente. Pasaría de su intento de cooptar el régimen a ser bloqueado y eventualmente tumbado por un régimen cuya longevidad delictiva es más que centenaria. Un régimen que sobrevive incólume gracias a la corrupción, la impunidad judicial y la complicidad política. Pasaría de la promesa anunciada en su posesión presidencial de un gobierno implacable contra la corrupción a la pesadilla de un gobierno carcomido por la corrupción.  En su discurso de posesión, Petro anunció: “Lucharé contra la corrupción con mano firme y sin miramientos. Un Gobierno de «cero tolerancia». Vamos a recuperar lo que se robaron, vigilar para que no se vuelva a hacer y transformar el sistema para desincentivar este tipo de prácticas. Ni familia, ni amigos, ni compañeros, ni colaboradores… nadie queda excluido del peso de la Ley, del compromiso contra la corrupción y de mi determinación para luchar contra ella”. Pero en la realidad está sucediendo todo lo contrario. Del dicho al hecho hay mucho más que un trecho. Hay un cúmulo de indicios y pruebas que refuerzan la consolidación de un régimen sustentado en la corrupción, que es lo propio de un Estado cacocrático[2]: “un ‘gobierno de malvados’ o un ‘mal gobierno’ (en ocasiones se ha definido como ‘gobierno de los ineptos’). Justamente el régimen que Álvaro Gómez Hurtado llamaba a tumbar en un editorial de “El Nuevo Siglo” el viernes 3 de noviembre de 1995. Allí escribió sobre el presidente Samper: Él es un simple prisionero del mismo. No tiene autonomía para dominar al Congreso, ni apoyo político para disciplinar a su propio partido, lo cual no deja de ser una repetición agravada de la situación actual. Pero Álvaro Gómez se equivocó. Samper logró dominar a la Cámara de Representantes que precluyó el 8.000 por falta de pruebas y no se inició el juicio en el Senado. Mucho menos el régimen se cayó, pues nadie estaba interesado en tumbarlo, más bien reafirmó su carácter electofáctico[3], gracias al cual todos los actores políticos, legales e ilegales, obtienen ganancias.

Pero Petro no es Samper

 Ahora vivimos una reedición más dramática, paradójica e impredecible que la del proceso 8.000. En efecto, las incriminaciones contra los presidentes del Senado, Iván Name y de la Cámara, Andrés Calle, “de haber recibido un soborno de $4.000 millones para agilizar el trámite de las reformas del gobierno Petro en ambas cámaras legislativas”[4], confirmaría la validez del diagnóstico de Gómez Hurtado. Solo que en este caso, afecta de manera mucho más grave la legitimidad y coherencia política de un gobierno que proclamó el cambio y terminó reincidiendo en las mismas prácticas ilegales y corruptas de sus antecesores. Niega, así, lo que supuestamente es la señal de identidad de una auténtica izquierda: la defensa de la ética pública y del interés general, que impide el reinado de los intereses corporativos y empresariales, promovidos con cinismo por la derecha en todas las latitudes en nombre de la democracia, el Estado de derecho y la libertad económica. Pero además es  impredecible el desenlace de esa cooptación fallida del Congreso por parte del Ejecutivo, que incluso lo puede conducir a su colapso, pues la oposición catalizará el escándalo, convirtiéndolo en una crisis de legitimidad presidencial, como lo intentó hacer sin éxito contra Samper. Pero Samper era un hombre del establecimiento y contaba con el respaldado de los grandes grupos económicos. Todo lo contrario acontece ahora con Petro, un presidente en contra del establecimiento que apela de manera plebiscitaria al apoyo del pueblo, agitando en forma irresponsable la bandera de una Asamblea Constituyente, sin tener en cuenta la capacidad de los medios y de la oposición para eventualmente ganar ese pulso político ahora o en el 2026. Así lo hizo el Centro Democrático manipulando y engañando a la ciudadanía en el plebiscito sobre el Acuerdo de Paz en el 2016, llevando a la gente a votar verraca en su contra. Entonces la derecha lograría bloquear el trámite de reformas sociales inaplazables, que deberían ser el producto de una concertación pragmática, acompañada de una deliberación pública informada, en lugar del bloqueo y la estigmatización visceral a las que están siendo sometidas. Pero este escenario es demasiado improbable, dada la gravedad y profundidad abismal de la corrupción, que parece no tener y menos tocar fondo, como estratagema empleada por el Ejecutivo para cooptar el Congreso, si se comprueban las incriminaciones de Olmedo López. Es claro que para algunos miembros del Pacto Histórico rima muy bien la canción Utopía[5] de Serrat, más no para el pueblo, pues muchos de ellos son “funcionarios de un negociado de sueños dentro de un orden, partidarios de capar al cochino para que engorde”. Lo que olvidan esos traidores del cambio y del Pacto Histórico es que “sin utopía la vida sería un ensayo para la muerte”, especialmente para el pueblo al que utilizan como coartada para sus negociados. Por lo pronto, el cielo del decálogo gubernamental anunciado por Petro en su discurso de posesión presidencial se le está convirtiendo en un infierno de ingobernabilidad por su incumplimiento flagrante. Durante estos dos largos años que le quedan, transitará como un funámbulo por la cuerda del poder, cada día más tensa, sacudida por  posiciones radicales de todo el espectro político. Desde las organizaciones armadas ilegales, empeñadas en convertir la paz total en un caos total de inseguridad, hasta la extrema derecha que buscará precipitarlo al vacío mediante un juicio político por supuestamente superar los topes de financiación en la campaña presidencial y los numerosos escándalos de corrupción, que parecen un tsunami  que amenaza el Congreso, la Fuerza Pública y varios de sus ministros e inmediatos colaboradores. Semejante panorama, sumado a la ebullición de las movilizaciones a favor y en contra del gobierno, la incertidumbre económica y el telón de fondo de una fantasmal Asamblea Nacional Constituyente, parece confirmar la paradoja mencionada por Max Weber en su célebre conferencia “La política como vocación”: “todo aquel que se daba a la política, mejor dicho que se valía del poder y la violencia era porque tenía un pacto con el diablo. Por consiguiente, la realidad es que en su dinamismo ya no es lo bueno lo que solo produce el bien y lo malo el mal, sino que, a menudo, suele ocurrir a la inversa. No darse cuenta de esto en el plano de la política es pensar puerilmente”. ¿Se cumplirá este aserto de Max Weber o sucederá todo lo contrario? En parte, Petro y Uribe que han realizado este tipo de pactos, tienen la respuesta.