miércoles, octubre 21, 2020

La Minga: Un desafío telúrico y democrático

 

LA MINGA: UN DESAFÍO TELÚRICO Y DEMOCRÁTICO

Hernando Llano Ángel.

No se trata de un pulso político entre la Minga y el presidente Iván Duque. Se trata de un desafío que nos interpela a todos como ciudadanía y nación[1]. El desafío de si somos o no capaces de reconocernos como miembros de una comunidad política en construcción: pluralista, justa, democrática y donde la participación ciudadana y social sea decisiva. Donde la vida y la paz política sea responsabilidad de todos, no solo de unos pocos. O, por el contrario, si vamos a continuar siendo esa “federación de odios”, a la que se refería el presidente Belisario Betancur, que es el origen de una pandemia más letal que el coronavirus. La pandemia de una violencia que se ha ensañado por siglos contra los pueblos originarios, los líderes sociales y las organizaciones populares, que hoy se movilizan en la Minga. Una pandemia mortal que no es coyuntural, como el coronavirus, sino estructural e histórica, sin que podamos precisar el número de víctimas que ha cobrado hasta nuestros días. Una violencia cuya matriz es de orden político y cultural y se perpetua desde la conquista y la colonia hasta el presente. Y que, por lo tanto, solo podrá superarse si se desentraña su complejo funcionamiento, desarticulando sus mecanismos internos generadores de prejuicios racistas y de posturas clasistas que expresan un menosprecio por los indios, negros, campesinos y pobres, considerados inferiores y subordinados, destinados al servicio de señores y hacendados.  Ayer, esa matriz funcionó bajo la alianza mortífera de la espada y la cruz, sellando una síntesis casi insuperable entre la violencia, la explotación y la esclavización de sus cuerpos, reafirmada con la resignación y subordinación de sus almas frente a gamonales, hacendados, patronos y curas. Hoy, despliega una combinación todavía más sutil y letal, a través de la alquimia electoral y un sofisticado sistema de facciones y familias políticas, que se autoproclaman como partidos y esconden su identidad cacocrática bajo siglas tan ostentosas como mentirosas. Y así han logrado expropiarnos periódicamente, durante más de medio siglo, nuestra voluntad ciudadana y sus legítimas aspiraciones de paz, justicia y prosperidad general. Una matriz que ha engendrado un régimen político casi perfecto de dominación y exclusión, pues proyecta como legítimas dinámicas y procesos electorales que son la antítesis de la democracia. Dinámicas de elecciones bajo las cuales se camuflan y predominan poderes de facto oligárquicos junto a organizaciones criminales, que cada cuatro años coronan en la cúspide del Estado nacional a sus candidatos, convertidos en rehenes de sus intereses, salvo contadas excepciones. Con el paso de los años y numerosas reformas constitucionales han ido consolidando este peculiar régimen político de complicidades y ganancias oligárquicas. Un régimen promovido por exitosos conglomerados empresariales y financieros que generosamente avalan campañas políticas, forman coaliciones con líderes de todo el espectro político, desde la derecha, el centro y la izquierda, expertos en las artes de la simulación, la oratoria y la demagogia, al punto que casi nadie sospecha de sus impenetrables e inconfesables sociedades y relaciones con el narcotráfico (ayer el 8.000 y la parapolítica, hoy el Ñeñe Hernández) y un enjambre de grupos empresariales, gremios nacionales y constructoras multinacionales, como Odebrecht, especializadas en el soborno, los negocios y la utilización permanente de la puerta giratoria entre el sector privado y el Estado,  para el saqueo impune de lo público en beneficio de sus propios intereses.

Embrujos y sortilegios que se esfuman

Pero en ocasiones logramos vislumbrar las entrañas de ese cacocrático y monstruoso régimen, gracias a las investigaciones de periodistas valientes, de académicos críticos, fundaciones internacionales y ONGS comprometidas con lo público y la participación ciudadana. Entonces recordamos la inmortal letra y tonada de Cambalache. Se trata de un régimen conformado por “chorros, Maquiavelos y estafaos, contentos y amargaos, valores y doblé”, que nos condena a vivir “revolcaos en un merengue y en el mismo lodo todos manoseaos”. Ese régimen es el que periódicamente pone en jaque la Minga con su malicia indígena y alto grado de organización, movilizándose hasta Bogotá, para denunciar nacional e internacionalmente que están siendo diezmados y aniquilados, no tanto por el coronavirus, como por la pandemia de la violencia de grupos criminales relacionados con economías ilegales. Grupos que pretenden gobernar sus territorios y vidas. Por eso el presidente Duque, como jefe de Estado, tiene que escucharlos y junto a las autoridades ancestrales de sus cabildos, la Guardia Indígena y una Fuerza Pública no cooptada por el crimen, debe garantizar la vida de todos y el cuidado integral de la Pachamama. Porque el embrujo de las urnas y el sortilegio de este imaginario Estado de derecho no les está garantizando sus vidas y menos la integridad y cuidado de su territorio. Ese embrujo y sortilegio se deshacen aceleradamente y la ensalzada “democracia participativa” y su flamante Estado Social de derecho han quedado confinados en la Constitución, los textos y los debates académicos, pues cada día garantizan menos sus derechos y la vida de sus líderes y lideresas sociales. Esto se revela de forma más ostensible, cruel e intolerable en el campo, donde quienes se consagran a un extenuante trabajo, en lugar de cosechar sus frutos y recibir un precio justo por ellos, son esquilmados por patronos, intermediarios y mercaderes desde tiempos inmemoriales. Así las cosas, cada vez tienen menos derechos vitales y más deberes mortales. Son menos ciudadanos y más siervos. Incluso, hasta pierden su condición de campesinos, indígenas y mineros artesanales porque son desplazados violentamente de sus parcelas y territorios, estigmatizados y perseguidos como peligrosos narcotraficantes. Entonces sus vidas naufragan en un limbo de violencias y quedan sometidas a lógicas implacables de organizaciones ilegales que los reclutan para la guerra o los enrolan en economías ilícitas. Dejan de ser sujetos de derechos y se convierten en objetos de violencia. Sus parcelas son fumigadas y su cultivo ancestral y planta sagrada, la Mama Coca, es convertida en la “mata que mata” por una absurda y criminal política prohibicionista que estimula cada día más el precio de la cocaína y la ambición sin límites de los narcotraficantes. Ambición purificada, reciclada y estimulada en los infinitos circuitos del mercado, el sistema financiero y el consumo suntuoso, gracias a la complicidad de autoridades corruptas y de políticos encumbrados que, por debajo de la mesa –según la coloquial expresión del Ñeñe Hernández-- reciben aportes para sus campañas. Es contra ese sistema político generador de violencias, exclusiones e ilegalidades que marcha la Minga. Por eso es un movimiento político y social, no una protesta reivindicativa más. Por eso no les basta una conversación con los ministros y altos delegados y consejeros del presidente. Porque lo que está en juego no son reivindicaciones, sino algo mucho más político y trascendental: son sus derechos a la vida, la tierra, la cultura, la dignidad y sus identidades étnicas como indígenas, campesinos y comunidades negras. Todos ellos, al parecer, se sumarán a reivindicaciones de carácter social y laboral en el paro convocado por las centrales obreras el próximo 21 de octubre, si el presidente Duque continúa procrastinando con sus deberes y compromisos constitucionales: defender la vida, honra y bienes de todos los ciudadanos.

Lo telúrico es político y de todos

Por eso precisan hablar con el máximo representante y responsable de este sistema político, el presidente Iván Duque, porque le incumbe hacer respetar los máximos valores y bienes políticos, sin los cuales no hay democracia: la vida de sus asociados, su entorno territorial, la pluralidad y la dignidad de sus identidades étnicas y culturales. De hacerlos respetar más allá de su consagración en el papel de la carta constitucional y los estatutos legales. De materializarlos en las relaciones de poder y en la toma de aquellas decisiones que garanticen una democracia telúrica, superior y más legítima a esta mercadocracia que solo vela por los precios del mercado, las inversiones del gran capital y las economías extractivas. Una mercadocracia que solo ve en la tierra un depósito inagotable de ganancias, en lugar de ese majestuoso entramado telúrico de biodiversidad, la Pachamama, que hay que proteger y cuidar para el goce y disfrute de todos y de las futuras generaciones. Un entramado telúrico que hasta el presente han defendido y protegido con sus vidas y epopeyas de resistencia los pueblos originarios, los campesinos y las comunidades negras. En últimas, la Minga nos está interpelando a todos sobre la urgencia vital de reconocernos como responsables de esta tierra, y de no dejarla más tiempo en manos de depredadores que han reducido la política y la democracia al mercado y las ganancias de unos pocos. Políticos profesionales, testaferros del capital y el crimen, especializados en las artes de la representación y la simulación, que tras de cada elección se dedican a tejer redes de complicidad para perpetuarse en sus curules y cargos gubernamentales.

Duque, entre la Minga, el coronavirus y la democracia

Sin duda, el presidente Duque enfrenta una encrucijada que no podrá resolver procrastinando, aplazando el encuentro y la conversación con los voceros de la Minga. Así como la Minga, que reivindica la vida integra y el cuidado de la Pacha Mama, también tiene una enorme responsabilidad con la salud de sus integrantes y todo su entorno social y citadino. Porque si bien es cierto que su movilización nos hace tomar conciencia a todos los colombianos que no hay virus más mortal y persistente que el de la violencia política y la exclusión social, también lo es que el coronavirus es altamente contagioso y peligrosamente letal. Por ello, el presidente Duque y la Minga tienen la responsabilidad de conjurar rápidamente estas dos amenazas mortales. Y no tienen otra alternativa que reconocerse y sentarse a conversar, como es lo propio de un gobernante demócrata con sus ciudadanos, ya sea en la Casa de Nariño o el Congreso de la República. No cabe aquí la posición maximalista de carácter presidencial, que se refugia en argumentos casi monárquicos y autoritarios para no hablar con la plebe de la Minga, porque supuestamente lesiona y menoscaba su autoridad. Más bien todo lo contario, se fortalecería su autoridad democrática, al descender de un pedestal donde parece inaccesible al pueblo. Mucho menos, de parte de la Minga, convertir el encuentro en una estratagema para deslegitimar el poder presidencial y liderar la frustración y el descontento social agudizado por el coronavirus. Si ambos lo asumen como un pulso para doblegar al otro, estarían dilapidando una oportunidad histórica para contener estas dos pandemias. No solo serían inferiores a sus responsabilidades, sino que profundizarían ese desencuentro fatal entre el país nacional, hoy representado en la Minga, y el país político, presidido por Duque, cuyo diálogo y acuerdos son imprescindibles si queremos vivir en paz y reinventar la democracia en clave telúrica y pluriétnica. De lo contrario, la mercadocracia y cacocracia actual seguirán predominando con su depredación de la naturaleza, la corrupción y la apropiación de lo público en beneficio de grupos privados y de familias políticas.  Si permitimos que esto continúe, estamos condenados más temprano que tarde al colapso institucional y a una hecatombe social y ecológica. En nuestras manos está impedir que ello suceda y no podemos evadir esa responsabilidad por mucho tiempo más. La Minga nos lo está advirtiendo. Ella es un desafío telúrico y democrático para todos. Quizá el comienzo de una nueva relación con nuestros hermanos y hermanas mayores. Una oportunidad para forjar una alianza de largo aliento por la vida y la reinvención de una democracia telúrica, plural y pluriétnica, donde por fin todos nos reconozcamos como iguales en dignidad, derechos y posibilidades para convivir y construir en paz una nación próspera y justa para todos.

 

miércoles, octubre 07, 2020

Verdades en disputa y desafíos históricos

 Verdades en disputa y desafíos históricos

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Hernando Llano Ángel

La asunción de responsabilidad del asesinato de Álvaro Gómez Hurtado por la entonces FARC-EP, no es solo un gran desafío para la supervivencia política de la hoy Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común (FARC) y para la competencia e idoneidad judicial de la JEP, sino para toda la sociedad colombiana, reacia a creer en dicha versión como verdadera. De nuevo, nos encontramos frente a las paradojas y desafíos de la verdad, con sus múltiples rostros, actores, aristas y relatos casi inverosímiles. En un influyente sector político, social y económico, cuyo epicentro son los descendientes del mismo Álvaro Gómez, ya estaba dictada la sentencia moral condenatoria contra el expresidente Ernesto Samper y su alfil Horacio Serpa Uribe. También lo está en el (pre)juicio del presidente Duque[1], como albacea de dicha versión, al encomendarle al Fiscal General la misión de su investigación, esclarecimiento y condena de los verdaderos responsables. En otros sectores, la hipótesis señalaba a miembros del propio Ejército nacional, sobre el supuesto de la negativa de Álvaro Gómez a presidir una conspiración que depusiera de la jefatura estatal a Samper Pizano.

La hora de la verdad

Ahora, el turno es para los dirigentes de la FARC, quienes deberán aportar a los magistrados de la JEP un acervo probatorio de tal consistencia que permita la demostración fáctica, política, histórica y judicial de haber sido los autores intelectuales y materiales del magnicidio[2]. Entre esos aportes, uno de los más cruciales será el político, puesto que tendrán que explicar la lógica que los llevó a planear y ejecutar el crimen de quien entonces era potencialmente su mejor aliado. El aliado que encarnaba al interior de la elite dirigente la oposición más temida por Samper, quien se defendía casi en absoluta soledad con su poder burocrático y clientelista, atornillado a la silla presidencial. Por la correspondencia ahora revelada de Tirofijo, nos enteramos que éste apeló al manual leninista de profundizar las contradicciones entre la elite como una fórmula que supuestamente precipitaría la caída del régimen: “Lo del señor Gómez debemos mantenerlo en secreto, para ver cómo vamos ayudando a profundizar las contradicciones, mientras bajamos otros. Y entre otras cosas los Estados (sic) mayores de bloques y comandos conjuntos no deben olvidar la creación de comandos para dar de baja a jefes políticos reaccionarios, y así ayudar a profundizar las contradicciones en el régimen político”. Es el conocido “divide y reinaras”, reforzado con el dar de “baja” a quienes consideraban reaccionarios, como lamentablemente sucedió con el profesor Jesús Bejarano y el camarada José Cardona Hoyos,[3] entre muchos otros. Ninguna revolución ha triunfado sin haberse producido antes una división insuperable en la cúpula del régimen, división que encarnaba con lucidez y valentía Álvaro Gómez, quien iba mucho más allá de la consiga oportunista de “tumbar a Samper” y buscaba era tumbar el régimen, aunque con una estrategia diametralmente opuesta a la de las Farc-EP.

“La responsabilidad es del régimen”

Así lo escribió en el editorial de su diario “El Nuevo Siglo”, el 23 de octubre de 1995, bajo el título “La responsabilidad es del régimen”:

“Al Presidente no lo están tumbando ni los políticos, ni los periódicos, ni los gremios, porque nada se ganaría con remplazarlo por otro personaje del mismo régimen que quizás no tendría tantas cosas que respetar como el señor Samper. El proceso de decadencia que vivimos no se acaba con un cambio de nombres.”

Y agregaba que ello debía emprenderse por vías constitucionales:

“Creemos que hay que acortar ese camino. Que aún es tiempo, que pueden presentarse soluciones por las vías previstas en la Constitución y que le evitarían, no solo al país, sino a los propios personajes que constituyen el régimen, el tremendo desgaste a que están sometidos”.  

Transcurridos casi 25 años de su asesinato, hoy sabemos que su determinador o autor intelectual fue el mismo Manuel Marulanda junto al Secretariado de las Farc-Ep y que su decisión tuvo relación directa con el origen del conflicto armado interno, pues en 1961, siendo senador Álvaro Gómez, éste denunció la existencia de las llamadas “repúblicas independientes”[4]. Repúblicas que pretendió erradicar el presidente Guillermo León Valencia en 1964 con la llamada operación “Soberanía” contra Marquetalia, episodio que catalizó la transformación de una autodefensa campesina en la leyenda fundacional de las FARC, rodeada del heroísmo épico de cerca de 50 campesinos que resistieron el asedio de batallones y bombardeos[5]. Por ello, los responsables del magnicidio deben aportar ahora toda la verdad con testimonios y pruebas irrefutables, para que la JEP asuma por competencia material dicha investigación. Pero, más allá de esos aspectos judiciales y de la colisión entre las jurisdicciones, que ya presagia otro tenso pulso entre la Fiscalía y la JEP, hay dimensiones de mayor trascendencia. Dimensiones relacionadas con el conocimiento de nuestra degradada realidad política y de sus principales protagonistas y responsables. Pero también con nuestro rol como ciudadanos, sin el cual jamás podremos transformarla y superarla. Al respecto, el mismo Álvaro Gómez describía con clarividencia ese régimen, en entrevista publicada en la Revista Diners número 303 en junio de 1995: “El régimen transa las leyes con los delincuentes, influye sobre el Congreso y lo soborna. El régimen es un conjunto de complicidades. No tiene personería jurídica ni tiene lugar sobre la tierra”.

El régimen por tumbar

Hoy, como ayer, ese régimen que Gómez llamaba a tumbar sigue incólume, con la gravedad que, después de su asesinato, se ha ido consolidado de tal forma que parece irreconocible y poco tiene que ver con la legitimidad y la legalidad de una auténtica democracia. Es un régimen que ha fusionado la política con el crimen, lo legal con lo ilegal y lo legítimo con lo ilegitimo, bajo un manto denso e impenetrable de elecciones con coaliciones y alianzas de sus candidatos y gobernantes con fuerzas y grupos criminales, pero también con intereses empresariales y banqueros que financian y avalan generosamente sus campañas. Y esto no es de ahora, pues sucede desde la noche de los tiempos. Solo que esa ilegalidad criminal y legalidad empresarial tienen tal capacidad de metamorfosearse y mimetizarse con el poder político institucional que no lo percibe nuestra frágil memoria e ignorancia política e histórica. Tras bambalinas, todavía hoy se ocultan los fantasmas de Odebrecht y del Ñeñe Hernández[6], para solo nombrar dos poderes de facto que fueron determinante en las recientes elecciones presidenciales y no irnos hasta las últimas tres décadas del siglo pasado. Décadas donde el narcotráfico, primero, y el narcoterrorismo, después, precipitaron incluso la convocatoria de la Asamblea Nacional Constituyente, la expedición de la Carta del 91 y la elección de más de un presidente. O recordar la reciente y aún más terrorífica metamorfosis de ese poder cristalino de la cocaína camuflado en las AUC, previo ensayo exitoso en el laboratorio legal de las Convivir, y su rápida conversión en narcoparamilitarismo hasta coronar, mediante la parapolítica, la Presidencia y el Congreso de la República. En fin, por esa maraña inextricable de la política con el crimen, desde César Gaviria hasta el presente, ninguno de los presidentes ha podido gobernar sin tener relaciones implícitas o explicitas con la ilegalidad y la criminalidad. En ocasiones haciendo promesas electorales de procesos de paz, como Pastrana con las FARC, o mediante coaliciones con criminales como los PEPES, para liquidar a Pablo Escobar, durante Gaviria, o incluso con apoyos entusiastas a embriones del paramilitarismo como las Convivir, promovidas por el entonces gobernador de Antioquia, Álvaro Uribe, hoy en líos con la justicia por ese pasado turbio, que millones de sus seguidores no quieren ver ni reconocer, rubricado después con los “falsos positivos”, hijos legítimos y hasta legales de su “seguridad democrática”, siendo ya presidente de la república.

La responsabilidad ciudadana, más allá del maniqueísmo

Sin duda, en todo ese pasado y presente, los ciudadanos tenemos alguna responsabilidad en nuestra condición de electores. Obviamente, unos más que otros. Siempre estamos eligiendo, con más o menos consciencia e información, miedo o ignorancia, esperanza y hasta entusiasmo, aquel candidato que creemos podrá garantizarnos seguridad, paz y prosperidad, sin deparar mucho en los medios que utilice para lograrlo. Y cuando tuvimos la oportunidad de decidir sobre el Acuerdo de Paz para comenzar a poner fin a esa tramoya de la política con las armas y el crimen, reflejamos de cuerpo entero nuestra confusión. Una confusión que, en últimas, es un miedo casi invencible a reconocer las terribles verdades que hacen parte de nuestra realidad, mirándonos de frente, despojándonos de nuestros prejuicios, intereses, simpatías partidistas o ideológicas, odios personales o familiares comprensibles y hasta venganzas generacionales, que llevan a muchos a considerar que en política hay unas violencias buenas y otras malas. Incluso, buenos muertos, cuya ejecución hay que celebrar. Así como Tirofijo y el Secretariado de las FARC-EP consideraron que “el señor de las repúblicas independientes” debía ser “ajusticiado” por haber promovido políticamente la operación Marquetalia. Contra esa violencia burguesa del Estado, entonces desplegaron su “justiciera” violencia guerrillera, asesinando el líder conservador, cobrándole la factura de su discurso contra las “repúblicas independientes” 24 años después.

 

La conversión de la paz

Pero hoy, curiosamente casi 25 años después, sus antiguos camaradas y cómplices del Secretariado, en comunicado público de su partido, escriben: “Reconocemos que fue un error haber asesinado a un político de la talla de Álvaro Gómez Hurtado. Hemos leído sus biografías y hoy sabemos que su contribución a la paz del país habría sido fundamental. Pero la guerra nubla la mirada del futuro y sólo permite ver la realidad en blanco y negro para dividirla en amigos y enemigos”. Algo que jamás hubieran reconocido y escrito sin la conversión política que ha producido en ellos el Acuerdo de Paz. Conversión que todavía está muy lejos de iniciarse en muchos de los protagonistas de la política colombiana, obsesionados con la venganza, para no hablar de los millones de colombianos que aún creen en la pueril y falsa versión de que todo lo que nos acontece es una gran mentira.

“Nada es verdad, todo es mentira”

Una treta del pérfido “comunista” Juan Manuel Santos, aliado con los criptosocialistas Obama y Biden, quienes respaldaron el diabólico “Acuerdo de paz” para que el narcoterrorismo sembrara de coca la mitad del país y quedara Colombia en manos de las FARC y la JEP, con su “justicia de impunidad”. Algo tan delirante como el comportamiento de Trump frente al coronavirus y la invitación a sus seguidores a que no tengan miedo de la gripita, que salgan a las calles, como si todo fuera un cuento chino y que voten por él el próximo 3 de noviembre, para salvarlos de los radicales socialistas de Biden que pretenden ganarle mediante fraude electoral a través del correo. Con estas narrativas, totalmente irreales y maniqueas, que millones de personas no ponen en duda, tanto en Estados Unidos como en nuestro país, es que se degrada la política y se consolidan esos regímenes que Álvaro Gómez Hurtado llamaba a tumbar, no violentamente, sino ciudadanamente, políticamente en las urnas y no promoviendo guerras, cavando trincheras y más tumbas.

Nueva ciudadanía y liderazgos políticos

Pero para ello, se precisa que tengamos como ciudadanos el valor y la suficiente lucidez de no dejarnos embaucar por aquellos que todavía creen que la realidad es en blanco y negro y la política un combate a muerte entre demócratas y comunistas, entre “amigos virtuosos” contra “enemigos corruptos”, entre ciudadanos de bien contra los del mal, o, en el colmo de la estulticia, entre “paracos” uribistas contra “mamertos” petristas y viceversa. Los desafíos históricos para el esclarecimiento de muchas verdades, el funcionamiento de la justicia transicional y restaurativa y el logro de la reconciliación política nacional, demandan una nueva ciudadanía capaz de superar esas falsas dicotomías que nos dividen en bandos irreconciliables y de nuevos liderazgos políticos que se sitúen más allá del  ajuste de cuentas entre clases sociales o, lo que es peor, de líderes que solo pretenden evadir sus responsabilidades personales y políticas y temen más a las verdades y a la justicia que hoy se empiezan a vislumbrar a partir del Acuerdo de Paz y especialmente del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y garantías de no repetición. Ya va siendo hora de empezar a reconocernos y reconciliarnos, para no seguir avergonzándonos por un pasado tan atroz y superar este presente cargado de crímenes que no cesan y de vengadores insaciables. Pero, sobre todo, para dejar un futuro más amable a las nuevas generaciones, con un horizonte cierto de democracia, civilidad, paz política, justicia social y prosperidad económica. Esos son los desafíos históricos de la elección presidencial del 2022, si superamos la morbilidad del coronavirus y no nos dejamos arrastrar por la letalidad del autoritarismo. Porque si esto último sucede, el futuro nunca será de todos, sino de muy pocos, como ha sido durante el pasado y lo es hasta el presente, con casi total impunidad y mucha criminalidad. Entonces quedarían muchas verdades por develar y responsables por identificar, tanto en la extrema izquierda como en la extrema derecha, quienes respectivamente suelen ordenar asesinatos y gobernar llenos de certeza, frialdad y buena conciencia, con coartadas como la “revolución” y la “democracia”, que con el tiempo se nos revelan como una gran falsedad.



[1]"Obviamente, que la justicia cumpla con su tarea, pero también que no vaya a permitir que por una vía se trate de obstruir la verdadera responsabilidad que hay detrás de ese asesinato", aseguró el presidente.

[4] "...Hay en este país una serie de repúblicas independientes que no reconocen la soberanía del Estado Colombiano, donde el Ejército Colombiano no puede entrar, donde se le dice que su presencia es nefanda, que ahuyenta al pueblo, o a los habitantes... Hay la República Independiente de Sumapaz. Hay la República Independiente de Planadas, la de Riochiquito, la de este bandolero que se llama Richard y ahora, tenemos el nacimiento de... la República Independiente de Vichada”. Álvaro Gómez Hurtado, 25 de octubre 1961, en el Congreso.

  

La debacle americana.

 

La debacle americana

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Hernando Llano Ángel.

No fue un debate entre Trump y Biden por la presidencia de los Estados Unidos. Fue la debacle americana. Tanto en la forma como en el contenido. La puesta en escena de un deslucido show televisivo que mostró al mundo la decadencia política y cultural de una nación que reinventó, en clave representativa y Estado de derecho, la democracia moderna. Pero hoy, con dos mediocres representantes de sus partidos históricos, marca el ocaso esperpéntico de la misma. Del lado republicano, tenemos a un farsante del poder que, ante la falta de argumentos, solo alza la voz para interrumpir a su adversario y tratarlo como un peligroso enemigo “radical socialista”. Y, del lado demócrata, un candidato sin carácter y la suficiente lucidez mental para refutar y derrotar a quien llamó payaso, con justa razón. Pero el telón de fondo no es el de una comedia, así lo cubran y decoren con banderas de estrellas y barras. El telón de fondo es el de una tragedia histórica, digna de Oliver Stone o Francis Coppola, que ya varias de sus mejores películas han presagiado. Desde Apocalypse Now, en 1979, que presentó la decadencia de un imperio que fabricaba guerras a partir de mentiras y obviamente terminaba perdiéndolas, como lo demostró la célebre investigación de “Los documentos del Pentágono”, ordenada por el entonces Secretario de Defensa, Robert McNamara y publicada por el New York Times en junio de 1971. Ejemplo que debería seguir nuestro ministro de defensa, Carlos Holmes Trujillo, frente a la crisis institucional de la Fuerza Pública bajo su responsabilidad. Pero su formación y ambición burocrática, con esa mezcla perfecta de orador provinciano y tránsfuga arribista, no da para tanto. Algo va de McNamara a Carlos Holmes. Y mucho menos la tramoya de nuestro Estado que, bajo la florida retórica de una ficticia democracia, adornada impúdicamente con la corona fúnebre de una “paz con legalidad”, está inhibido para revelar sus certeros y secretos mecanismos de violencia y muerte. Algo va de la entonces república norteamericana a la ubérrima Colombia de hoy. Y de la independencia del NYT a la dependencia financiera de El Tiempo. Independencia y control del poder presidencial que continúa ejerciendo  el diario neoyorkino, al denunciar la escandalosa y exitosa forma de estafar Trump al pueblo norteamericano, evadiendo durante 11 años el pago justo de sus impuestos federales[1]. Y solo cancelar 750 dólares durante su primer año de presidente. Proeza que demuestra plenamente que, no solo ha sido un evasor durante su aparente exitosa carrera empresarial, sino un absoluto impostor como jefe de Estado, pues elude el compromiso fundamental que todo ciudadano tiene con la democracia. El compromiso con un sistema tributario de valores comunes y colectivos, como son la justicia social y la solidaridad. Compromiso que permite garantizar una igualdad de oportunidades en el goce de derechos fundamentales y vitales al conjunto de la población, como la salud, la educación y la vivienda, más allá del nivel económico o el color de piel que se tenga. Pero ese horizonte de valores no cabe en la mente de Trump. Su mente solo registra ganancias o pérdidas económicas, como si la república norteamericana no fuera más que una tierra ubérrima. Una mente primaria y pedestre, casi ecuestre --tan común en nuestros lares-- obsesionada con los negocios, al punto que hoy sus ciudadanos cotizan más en el mercado de la muerte que en el de la vida. Durante estos primeros días de octubre de 2020 el número de norteamericanos fallecidos por causa del coronavirus y la irresponsabilidad de Trump[2] es de más de 207.000, equivalentes al 20% del millón de muertos en el mundo[3]. También tiene el mayor número de contagiados: 7.1 millones, muchos de ellos en lista de espera de la parca. Sin duda, Trump ha convertido a la primera potencia económica y militar mundial en un pandemónium político, social y moral, mortalmente polarizado, cuya hora final parece próxima, pues todo parece indicar que no permitirá una transición política del poder presidencial. Ojalá no sea así, pues muchos, incluso cercanos a nosotros, estarían dispuestos a emularlo, ya que sus proyectos políticos y estilos presidenciales son muy similares: dicen estar empeñados en salvar a la humanidad de una supuesta “izquierda radical y socialista”. En imponer la ley y el orden por encima de la vida, la justicia y la verdad. Como si lo anterior fuera poco, ahora pretende culminar la proeza, defendiendo en un segundo período la supremacía blanca y sus creencias morales, supuestamente superiores, contra una alianza turbia formada por negros, latinos, indios, mexicanos, orientales, mestizos y el virus chino. Una población que Trump considera está aliada con gente enferma y degradada, “radicales socialistas” y LGBTI, que amenazan de muerte la civilización cristiana --según su elevada formación religiosa y moral-- y que confrontó con biblia en mano cuando exigían justicia racial frente a la Casa Blanca. ¿Estaremos asistiendo al Apocalypse Now de la república norteamericana? Si es así, esperemos que Martin Scorsese nos deleite próximamente, como lo hizo en “Pandillas de Nueva York, evocando el violento nacimiento de la democracia americana.


Iván Duque ¿Un presidente mitómano y efímero?

 

Iván Duque: ¿Un presidente mitómano y efímero?

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Hernando Llano Ángel

En la memoria de los colombianos perdura algún rasgo de los expresidentes, que permite su inmediata evocación.  Algunas veces están asociados a su personalidad, otras, a sus expresiones o sus principales ejecutorias. De Turbay Ayala, además de su famosa expresión: “la corrupción en sus justas proporciones”, se lo recuerda por el Estatuto de Seguridad y haber sostenido que los presos políticos se autotorturaban. A Belisario Betancur, por la hecatombe del Palacio de Justicia. Virgilio Barco, por la guerra contra el narcoterrorismo de Pablo Escobar. César Gaviria, por el “revolcón” y la Constitución del 91. Ernesto Samper, por el proceso 8.000. Andrés Pastrana, por el fracaso del proceso de paz del Caguán. Álvaro Uribe por la “seguridad democrática” y el “articulito” que permitió su reelección. Juan Manuel Santos, por el Acuerdo de Paz y su premio nobel. Más allá del juicio que cada lector tenga de sus mandatos, sin duda sus nombres estarán asociados a dichos acontecimientos, y solo el paso de los años y la distancia de la historia, les otorgará el lugar que les corresponda. Aunque el presidente Duque apenas cruza la mitad de su mandato, por su reciente telediscurso ante la septuagésima quinta asamblea ordinaria de las Naciones Unidas, parece que su nombre estará asociado a la mitomanía. Según el diccionario de la Real Academia Española, la mitomanía es “la tendencia morbosa a desfigurar, engrandeciéndola, la realidad de lo que se dice” y, en su segunda acepción, “la tendencia a mitificar o admirar exageradamente personas o cosas”.  

En efecto, en su discurso, hay pasajes antológicos que lo elevan al pedestal de líder como presidente mitómano. Al respecto, sobresalen los siguientes: “Hoy en Colombia no hay dilemas entre amigos y enemigos de la paz; hoy somos un solo país que avanza sin importar si el viento está a favor o en contra”. Y a renglón seguido: “Quiero aprovechar este espacio para honrar a las víctimas de la violencia en mi país… A ellos y a todos los colombianos les reconocemos esa vocación para construir futuro, para hacerlo zanjando heridas, sanándolas, pero, al mismo tiempo, para que la fraternidad, en el marco de una legalidad certera, nos haga sentir orgullosos”. Nada más distante de la realidad, falaz y contradictorio, pues si avanzáramos como nación en la consolidación de la paz, el presidente no tendría que honrar a los cientos de líderes asesinados[1] que aumentan, lamentablemente, día tras día. Un presidente democrático en un Estado de derecho garantiza la vida de los líderes sociales y de los ciudadanos, en lugar de honrar sus muertes ante la comunidad internacional. Es un absurdo criminal apelar a una legalidad certera que es incapaz de defender la vida y la seguridad de quienes construyen la paz. Esa no es una paz con legalidad, sino una paz con letalidad[2]. Esa “paz con legalidad” es la mayor expresión de mitomanía gubernamental y su tendencia morbosa a desfigurar la realidad, ocultándola tras eufemismos como “homicidios colectivos”. Peor aún, respaldando posturas tan cínicas como la de su ministro de defensa, Carlos Holmes Trujillo, con sus disculpas eternas a las víctimas mortales pasadas, presentes y futuras, responsabilizando de ellas a miembros individuales de la Fuerza Pública, eximiendo de entrada a las instituciones a que pertenecen y, especialmente, a quienes las dirigen, empezando por el presidente y su propio cargo como ministro de defensa. Por eso ambos son incapaces de presentar perdón en forma precisa, individual y respetuosa a sus víctimas. En contraste, el presidente opta por portar chaqueta policiva en visita oficial, expresando así más solidaridad con la Policía que con sus víctimas. En esa evasión de responsabilidades políticas e institucionales, la coincidencia con los excomandantes de las FARC-EP es más que preocupante. Es reveladora de un autismo institucional criminal, revestido de narcisismo y una falsa retórica democrática. De allí la renuencia del Ejecutivo, presidente y ministro, a cumplir plenamente los contenidos de la sentencia de la Corte Suprema de Justicia para garantizar la protesta ciudadana pacífica. Más allá de las complejidades legales y jurisprudenciales de la sentencia y de la decisión de cierre de la Corte Constitucional, lo que está en juego es nada menos que el derecho de todos y todas a expresar nuestro disenso en forma pacífica, sin correr el riesgo de perder la vida, como sucedió con más de 10 personas en Bogotá los pasados 9 y 10 de septiembre.  Lo que está en juego es la existencia misma del Estado de derecho y la legitimidad de sus autoridades. Si el presidente Duque se mirara al espejo de la realidad y saliera de su autismo institucional, se daría cuenta de lo cerca que está de parecerse y ser como Maduro, pero situado a su extrema derecha. Incluso, ya incurre en errores idiomáticos parecidos, como en el pasaje de su intervención ante la ONU sobre la deforestación, cuando expresó: “es así como reducimos[3] y como hemos reducido la deforestación en un 19%”. Pero lo que calla es que está empeñado en utilizar el glifosato para aumentar el área deforestada. También se presenta internacionalmente como un adalid de la defensa del medio ambiente, la sacralidad de los páramos y la promoción de las energías alternativas, pero su política energética nacional está comprometida con la explotación del páramo de Santurbán y el potencial uso del fracking para explotar pozos petrolíferos. ¿Cómo puede generar confianza y credibilidad un mandatario con semejante doble discurso? Y la segunda acepción de mitomanía: “la tendencia a mitificar o admirar exageradamente personas o cosas”, lo retrata como el mitómano por excelencia. Defiende la honorabilidad del exsenador Uribe, por encima de evidencias innegables como los falsos positivos y el cohecho que permitió su reelección, llamándolo “presidente eterno”. ¿Será que Duque pasará a la historia como un presidente mitómano y efímero