miércoles, octubre 21, 2020

La Minga: Un desafío telúrico y democrático

 

LA MINGA: UN DESAFÍO TELÚRICO Y DEMOCRÁTICO

Hernando Llano Ángel.

No se trata de un pulso político entre la Minga y el presidente Iván Duque. Se trata de un desafío que nos interpela a todos como ciudadanía y nación[1]. El desafío de si somos o no capaces de reconocernos como miembros de una comunidad política en construcción: pluralista, justa, democrática y donde la participación ciudadana y social sea decisiva. Donde la vida y la paz política sea responsabilidad de todos, no solo de unos pocos. O, por el contrario, si vamos a continuar siendo esa “federación de odios”, a la que se refería el presidente Belisario Betancur, que es el origen de una pandemia más letal que el coronavirus. La pandemia de una violencia que se ha ensañado por siglos contra los pueblos originarios, los líderes sociales y las organizaciones populares, que hoy se movilizan en la Minga. Una pandemia mortal que no es coyuntural, como el coronavirus, sino estructural e histórica, sin que podamos precisar el número de víctimas que ha cobrado hasta nuestros días. Una violencia cuya matriz es de orden político y cultural y se perpetua desde la conquista y la colonia hasta el presente. Y que, por lo tanto, solo podrá superarse si se desentraña su complejo funcionamiento, desarticulando sus mecanismos internos generadores de prejuicios racistas y de posturas clasistas que expresan un menosprecio por los indios, negros, campesinos y pobres, considerados inferiores y subordinados, destinados al servicio de señores y hacendados.  Ayer, esa matriz funcionó bajo la alianza mortífera de la espada y la cruz, sellando una síntesis casi insuperable entre la violencia, la explotación y la esclavización de sus cuerpos, reafirmada con la resignación y subordinación de sus almas frente a gamonales, hacendados, patronos y curas. Hoy, despliega una combinación todavía más sutil y letal, a través de la alquimia electoral y un sofisticado sistema de facciones y familias políticas, que se autoproclaman como partidos y esconden su identidad cacocrática bajo siglas tan ostentosas como mentirosas. Y así han logrado expropiarnos periódicamente, durante más de medio siglo, nuestra voluntad ciudadana y sus legítimas aspiraciones de paz, justicia y prosperidad general. Una matriz que ha engendrado un régimen político casi perfecto de dominación y exclusión, pues proyecta como legítimas dinámicas y procesos electorales que son la antítesis de la democracia. Dinámicas de elecciones bajo las cuales se camuflan y predominan poderes de facto oligárquicos junto a organizaciones criminales, que cada cuatro años coronan en la cúspide del Estado nacional a sus candidatos, convertidos en rehenes de sus intereses, salvo contadas excepciones. Con el paso de los años y numerosas reformas constitucionales han ido consolidando este peculiar régimen político de complicidades y ganancias oligárquicas. Un régimen promovido por exitosos conglomerados empresariales y financieros que generosamente avalan campañas políticas, forman coaliciones con líderes de todo el espectro político, desde la derecha, el centro y la izquierda, expertos en las artes de la simulación, la oratoria y la demagogia, al punto que casi nadie sospecha de sus impenetrables e inconfesables sociedades y relaciones con el narcotráfico (ayer el 8.000 y la parapolítica, hoy el Ñeñe Hernández) y un enjambre de grupos empresariales, gremios nacionales y constructoras multinacionales, como Odebrecht, especializadas en el soborno, los negocios y la utilización permanente de la puerta giratoria entre el sector privado y el Estado,  para el saqueo impune de lo público en beneficio de sus propios intereses.

Embrujos y sortilegios que se esfuman

Pero en ocasiones logramos vislumbrar las entrañas de ese cacocrático y monstruoso régimen, gracias a las investigaciones de periodistas valientes, de académicos críticos, fundaciones internacionales y ONGS comprometidas con lo público y la participación ciudadana. Entonces recordamos la inmortal letra y tonada de Cambalache. Se trata de un régimen conformado por “chorros, Maquiavelos y estafaos, contentos y amargaos, valores y doblé”, que nos condena a vivir “revolcaos en un merengue y en el mismo lodo todos manoseaos”. Ese régimen es el que periódicamente pone en jaque la Minga con su malicia indígena y alto grado de organización, movilizándose hasta Bogotá, para denunciar nacional e internacionalmente que están siendo diezmados y aniquilados, no tanto por el coronavirus, como por la pandemia de la violencia de grupos criminales relacionados con economías ilegales. Grupos que pretenden gobernar sus territorios y vidas. Por eso el presidente Duque, como jefe de Estado, tiene que escucharlos y junto a las autoridades ancestrales de sus cabildos, la Guardia Indígena y una Fuerza Pública no cooptada por el crimen, debe garantizar la vida de todos y el cuidado integral de la Pachamama. Porque el embrujo de las urnas y el sortilegio de este imaginario Estado de derecho no les está garantizando sus vidas y menos la integridad y cuidado de su territorio. Ese embrujo y sortilegio se deshacen aceleradamente y la ensalzada “democracia participativa” y su flamante Estado Social de derecho han quedado confinados en la Constitución, los textos y los debates académicos, pues cada día garantizan menos sus derechos y la vida de sus líderes y lideresas sociales. Esto se revela de forma más ostensible, cruel e intolerable en el campo, donde quienes se consagran a un extenuante trabajo, en lugar de cosechar sus frutos y recibir un precio justo por ellos, son esquilmados por patronos, intermediarios y mercaderes desde tiempos inmemoriales. Así las cosas, cada vez tienen menos derechos vitales y más deberes mortales. Son menos ciudadanos y más siervos. Incluso, hasta pierden su condición de campesinos, indígenas y mineros artesanales porque son desplazados violentamente de sus parcelas y territorios, estigmatizados y perseguidos como peligrosos narcotraficantes. Entonces sus vidas naufragan en un limbo de violencias y quedan sometidas a lógicas implacables de organizaciones ilegales que los reclutan para la guerra o los enrolan en economías ilícitas. Dejan de ser sujetos de derechos y se convierten en objetos de violencia. Sus parcelas son fumigadas y su cultivo ancestral y planta sagrada, la Mama Coca, es convertida en la “mata que mata” por una absurda y criminal política prohibicionista que estimula cada día más el precio de la cocaína y la ambición sin límites de los narcotraficantes. Ambición purificada, reciclada y estimulada en los infinitos circuitos del mercado, el sistema financiero y el consumo suntuoso, gracias a la complicidad de autoridades corruptas y de políticos encumbrados que, por debajo de la mesa –según la coloquial expresión del Ñeñe Hernández-- reciben aportes para sus campañas. Es contra ese sistema político generador de violencias, exclusiones e ilegalidades que marcha la Minga. Por eso es un movimiento político y social, no una protesta reivindicativa más. Por eso no les basta una conversación con los ministros y altos delegados y consejeros del presidente. Porque lo que está en juego no son reivindicaciones, sino algo mucho más político y trascendental: son sus derechos a la vida, la tierra, la cultura, la dignidad y sus identidades étnicas como indígenas, campesinos y comunidades negras. Todos ellos, al parecer, se sumarán a reivindicaciones de carácter social y laboral en el paro convocado por las centrales obreras el próximo 21 de octubre, si el presidente Duque continúa procrastinando con sus deberes y compromisos constitucionales: defender la vida, honra y bienes de todos los ciudadanos.

Lo telúrico es político y de todos

Por eso precisan hablar con el máximo representante y responsable de este sistema político, el presidente Iván Duque, porque le incumbe hacer respetar los máximos valores y bienes políticos, sin los cuales no hay democracia: la vida de sus asociados, su entorno territorial, la pluralidad y la dignidad de sus identidades étnicas y culturales. De hacerlos respetar más allá de su consagración en el papel de la carta constitucional y los estatutos legales. De materializarlos en las relaciones de poder y en la toma de aquellas decisiones que garanticen una democracia telúrica, superior y más legítima a esta mercadocracia que solo vela por los precios del mercado, las inversiones del gran capital y las economías extractivas. Una mercadocracia que solo ve en la tierra un depósito inagotable de ganancias, en lugar de ese majestuoso entramado telúrico de biodiversidad, la Pachamama, que hay que proteger y cuidar para el goce y disfrute de todos y de las futuras generaciones. Un entramado telúrico que hasta el presente han defendido y protegido con sus vidas y epopeyas de resistencia los pueblos originarios, los campesinos y las comunidades negras. En últimas, la Minga nos está interpelando a todos sobre la urgencia vital de reconocernos como responsables de esta tierra, y de no dejarla más tiempo en manos de depredadores que han reducido la política y la democracia al mercado y las ganancias de unos pocos. Políticos profesionales, testaferros del capital y el crimen, especializados en las artes de la representación y la simulación, que tras de cada elección se dedican a tejer redes de complicidad para perpetuarse en sus curules y cargos gubernamentales.

Duque, entre la Minga, el coronavirus y la democracia

Sin duda, el presidente Duque enfrenta una encrucijada que no podrá resolver procrastinando, aplazando el encuentro y la conversación con los voceros de la Minga. Así como la Minga, que reivindica la vida integra y el cuidado de la Pacha Mama, también tiene una enorme responsabilidad con la salud de sus integrantes y todo su entorno social y citadino. Porque si bien es cierto que su movilización nos hace tomar conciencia a todos los colombianos que no hay virus más mortal y persistente que el de la violencia política y la exclusión social, también lo es que el coronavirus es altamente contagioso y peligrosamente letal. Por ello, el presidente Duque y la Minga tienen la responsabilidad de conjurar rápidamente estas dos amenazas mortales. Y no tienen otra alternativa que reconocerse y sentarse a conversar, como es lo propio de un gobernante demócrata con sus ciudadanos, ya sea en la Casa de Nariño o el Congreso de la República. No cabe aquí la posición maximalista de carácter presidencial, que se refugia en argumentos casi monárquicos y autoritarios para no hablar con la plebe de la Minga, porque supuestamente lesiona y menoscaba su autoridad. Más bien todo lo contario, se fortalecería su autoridad democrática, al descender de un pedestal donde parece inaccesible al pueblo. Mucho menos, de parte de la Minga, convertir el encuentro en una estratagema para deslegitimar el poder presidencial y liderar la frustración y el descontento social agudizado por el coronavirus. Si ambos lo asumen como un pulso para doblegar al otro, estarían dilapidando una oportunidad histórica para contener estas dos pandemias. No solo serían inferiores a sus responsabilidades, sino que profundizarían ese desencuentro fatal entre el país nacional, hoy representado en la Minga, y el país político, presidido por Duque, cuyo diálogo y acuerdos son imprescindibles si queremos vivir en paz y reinventar la democracia en clave telúrica y pluriétnica. De lo contrario, la mercadocracia y cacocracia actual seguirán predominando con su depredación de la naturaleza, la corrupción y la apropiación de lo público en beneficio de grupos privados y de familias políticas.  Si permitimos que esto continúe, estamos condenados más temprano que tarde al colapso institucional y a una hecatombe social y ecológica. En nuestras manos está impedir que ello suceda y no podemos evadir esa responsabilidad por mucho tiempo más. La Minga nos lo está advirtiendo. Ella es un desafío telúrico y democrático para todos. Quizá el comienzo de una nueva relación con nuestros hermanos y hermanas mayores. Una oportunidad para forjar una alianza de largo aliento por la vida y la reinvención de una democracia telúrica, plural y pluriétnica, donde por fin todos nos reconozcamos como iguales en dignidad, derechos y posibilidades para convivir y construir en paz una nación próspera y justa para todos.

 

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