martes, mayo 29, 2012

El drama de Sigifredo López: ¿realidad política o ficción judicial?


Una extraña inquisición judicial–mediática anda suelta por Colombia, linchando primero y declarando realidad lo que puede ser solo fruto de una fiscalía esquizoide e irresponsable. Las sospechosas fugas de información y de pruebas aparentes aumentan más aún la desconfianza que despierta el poder judicial. Entre Borges y Kafka.

Hernando Llano *

Peor que el secuestro

Si no fuera porque Sigifredo López se encuentra privado de la libertad y la Fiscalía anuncia que muy probablemente se tomará el plazo de veinte días fijados en el procedimiento penal para definir su situación jurídica, uno pensaría que se trata de un relato escrito a cuatro manos entre Borges y Kafka, donde a la ingeniosa ficción del argentino se agrega la verosimilitud de las pesadillas judiciales legadas por Kafka.

Pero Sigifredo no es un personaje de ficción, sino más bien una doble víctima del terror de las FARC y de la inquisición judicial–mediática. Su drama personal y familiar nos demuestra que ninguna ficción es más inverosímil o terrible que nuestra propia realidad político–judicial. Con toda razón, su esposa Patricia ha dicho: “Esto es peor que el mismo secuestro”.
¿Realidad fáctica o judicial?

Sobre todo, cuando se pone en cuestión la realidad fáctica y empieza a ser suplantada por una realidad judicial construida a base de pruebas e informes técnicos que, como los mismos peritos reconocen, están lejos de constituir una certeza, es decir una auténtica realidad.

Pero como si lo anterior fuera poco, la misma ley 600 del 2000 en su artículo 314 asigna apenas un valor relativo a tales informes de la Policía Judicial: “solo podrán servir como criterios orientadores de la investigación” (énfasis añadido).

Sin embargo lo anterior nada significa frente al impacto emocional que dichas imágenes e informes causan en el público receptor, proyectadas hasta la saciedad en telenoticieros, periódicos y emisoras: un auténtico linchamiento mediático.

Asistimos así a la progresiva e inevitable pérdida del sentido de la realidad y de los hechos. Entonces la imagen tenue de un perfil entre sombras reemplaza la identidad del ex diputado sobreviviente, fácilmente condenado por el espectador indolente y rencoroso que cree más en la fatalidad irrebatible de la muerte de sus once colegas, que en el azar milagroso de la vida de Sigifredo, convertido en cómplice necesario de las FARC.

Víctima y victimario

Tal es la dimensión de su infierno personal, pues de un momento a otro a su condición de víctima se suma la de victimario, sin que pueda demostrar su verdad, a pesar de la evidencia irrebatible que resaltó en su indagatoria, al señalar: “Por eso me golpea tanto o más que el secuestro que hoy se me relacione con esos asesinos, con mis propios torturadores, ¿en qué cabeza cabe eso, por Dios? No puede ser que un ser humano se haga autosecuestrar y se someta a vivir durante siete años a las humillaciones, el riesgo de morir todos los días, a vivir encadenado, tratado peor que un animal, sin la posibilidad de ver crecer a mis hijos, de recibir un abrazo o una caricia de mi mujer, la bendición de mi mamá”.

De alguna manera lo más grave y desconcertante no es la inverosímil y terrorífica situación personal que vive Sigifredo, cuya imagen pública y también identidad personal es la de aparecer hoy simultáneamente como víctima y victimario, sino más bien la frágil y maleable consistencia de la realidad de nuestro conflicto. Un conflicto que toma las formas, dimensiones y nombres que sean capaces de imprimirle públicamente sus protagonistas políticos, judiciales e irregulares en pugna, de acuerdo con sus recursos, acciones y estrategias para persuadir o imponer sus puntos de vista.

¿Cuál realidad?

Entonces la realidad termina siendo un producto de la eficacia de aquellos que la nombran o denominan de tal o cual manera, hasta que la tozudez irrebatible de los hechos y las pruebas de vida y libertad — en el caso de Sigifredo — o la muerte irreversible e invencible les demuestra y nos demuestra lo contrario.

Nada de lo que está sucediendo con Sigifredo debería sorprendernos si recordamos que durante ocho años vivimos en un país imaginario, sin conflicto armado interno, bajo la protectora, benéfica e inexpugnable “seguridad democrática”, que nos habría dejado una patria bucólica y en paz, de haber contado su líder con otros cuatro o quizá ocho años más al mando de la misma, según afirman sus promotores e incondicionales seguidores.

Por eso hoy, irónicamente, el exministro Fernando Londoño Hoyos, víctima de los efectos letales y terroríficos de una “bomba lapa”, le aconseja al presidente Santos que debe “tener un gesto republicano y admitir la realidad. No puede seguir con el síndrome de negación de la realidad”, justamente aquella que durante ocho años fue negada y desconocida por quien hoy considera que debe “seguir opinando, obrando, reuniendo a la gente del país y conformando un bloque de opinión que conduzca a la toma del poder en unas próximas elecciones. Eso no es una sorpresa”.

En efecto, esa es la esencia de la realidad política, siempre cambiante y dinámica. Y una clave para comprender nuestra intrincada, violenta e incierta realidad política, se puede encontrar en el célebre ensayo de Arendt sobre “La mentira en política”, cuando señala: “La deliberada negación de la verdad fáctica — la capacidad de mentir — y la capacidad de cambiar los hechos — la capacidad de actuar ¬¬— se hallan interconectadas. Siendo la acción la verdadera materia prima de la política” .

¿Política y legalidad o política y criminalidad?

Sin duda, esa es la realidad política que vivimos y nos constituye, dentro de la cual la realidad judicial define nada menos quiénes pueden o no estar en libertad y ser protagonistas de la vida política, como bien lo sabe Londoño mismo, que se encuentra inhabilitado por graves faltas y delitos contra la administración pública.

Por eso, cada día más, las disputas judiciales son políticas, no porque se haya politizado la justicia, sino más bien porque la política se ha criminalizado, y pocos saben tanto de esto como Londoño, Uribe y Luis Carlos Restrepo, que por lo general impugnan las decisiones judiciales.

También por la misma razón, hoy Sigifredo se debate entre seguir en la realidad política, de la cual ha sido una “víctima afortunada”, pues sobrevivió al infame secuestro de las FARC, o convertirse en un “victimario judicial”, según sea el dictamen pericial del organismo o agencia internacional sobre la identidad de quién aparece y habla en el video filmado por sus victimarios.

Y no es irrelevante que la suerte de Sigifredo dependa en gran parte del dictamen de un organismo externo, distante y ajeno a nuestra realidad política-judicial, en tanto asegura un mayor grado de imparcialidad técnica y valorativa.

Con razón Fabiola Perdomo, viuda del exdiputado Juan Carlos Narváez y Presidente de la Asamblea del Valle cuando fue secuestrado, en declaraciones a RCN, señaló que “lo que está en riesgo es la justicia y la verdad” y la “prioridad es conocer la verdad, la única forma de cerrar este capítulo de dolor”, concluyendo que “ella no se deja envenenar, cuando uno mantiene el corazón limpio”…

Porque “los hechos precisan de un testimonio para ser recordados y testigos fiables que los prueben para encontrar un lugar seguro en el terreno de los asuntos humanos”, como sabiamente advierte Arendt en el ensayo citado.