martes, julio 27, 2021

PAZ POLÍTICA=VERDADES+DEMOCRACIA Vs GUERRA=MENTIRAS+ODIO

 

PAZ POLÍTICA = VERDADES+DEMOCRACIA   Vs   GUERRA = MENTIRAS+ODIO

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Hernando Llano Ángel

Estas ecuaciones políticas, sencillas de formular y difíciles de resolver, nos han ocupado y diezmado a los colombianos durante más de medio siglo. En algunas coyunturas históricas tuvimos la ilusión de resolverlas, pero la realidad nos ha demostrado que todavía estamos muy lejos de encontrar soluciones auténticas y duraderas. Con el Frente Nacional se cayó en la ilusión narcisista y oligárquica de reducir la “democracia” a dos partidos, liberal y conservador, que se repartieron el Estado miti-miti, todo ello en nombre de la paz y la concordia. Los eufemismos oficiales y académicos para celebrar tan genial fórmula no se agotan: “Democracia consociacional”, “Democracia Formal”, “Orangután con sacoleva”, “Democracia restringida”, “Democracia asediada” y con la Constitución del 91 se alcanzó el surrealismo político de la “Democracia participativa”.

La mentira democrática del Frente Nacional

Todos los anteriores eufemismos tienen en común que desconocen una verdad política y gramatical inobjetable: no se puede adjetivar un sustantivo inexistente. Más nos convendría reconocer, de una vez por todas, que el Frente Nacional consagró el triunfo impune del País Político sobre el País Nacional, edificado sobre el magnicidio de Jorge Eliécer Gaitán y las ruinas de la competencia democrática. Porque la democracia es, en primer lugar, “una competencia y un juego abierto por el poder estatal, con reglas ciertas, pero resultados inciertos”, parafraseando a Dankwart Rustow. Exactamente todo lo contrario fue el Frente Nacional, con resultados ciertos a favor de los candidatos seleccionados por los dos partidos tradicionales. Al extremo que cuando en 1970 gana la presidencia la ANAPO con Rojas Pinilla, su triunfo es escamoteado por Carlos Lleras Restrepo[1] para que asuma la jefatura estatal Misael Pastrana Borrero, el candidato del partido predestinado por dicha fórmula. Tanto en su comienzo como en el final, el Frente Nacional arrojó a los opositores del sistema político, económico y social a las márgenes de la violencia y la rebelión, o a la cooptación burocrática y clientelista corrupta. Así lo advirtieron con clarividencia dirigentes políticos de entonces, como Gilberto Álzate Avendaño, del partido conservador, y Alfonso López Michelsen, del liberal. El primero señaló proféticamente: “Consagrar constitucionalmente por doce años un monopolio político del Estado a favor de las dos colectividades históricas y colocar fuera de la ley cualquier movimiento popular que eventualmente se forme, es una fórmula antidemocrática y explosiva si no se les permite actuar dentro de los cuadros del Estado tendrían que irrumpir revolucionariamente […] Si se adopta la enmienda del plebiscito, quienes no pertenezcan a ninguno de los dos partidos quedarán sin derechos políticos, destituidos de la prerrogativas anejas a la ciudadanía”[2]. A su vez, López Michelsen pronosticó: “esto lleva al anquilosamiento de los partidos, a la aparición de grupos nuevos sin antecedentes históricos, a la lucha de clases, porque no va a solucionar ninguno de los problemas sociales, y a crear un nuevo grupo o un partido único semejante al mexicano dueño por doce años del país, restándole oportunidades de cambio y aparición de nuevas figuras a la política colombiana”[3]. En realidad, el Frente Nacional se prolongó durante 16 años, de 1958 a 1974, y al fragor de la guerra fría engendró las guerrillas más anacrónicas, criminales y longevas del mundo contemporáneo, pues sus disidencias y la llamada “Nueva Marquetalia” continúan vivas, gracias a su relación simbiótica con la coca. En la coyuntura constituyente de 1989-91, precipitada por los tres magnicidios cometidos por el narcoterrorismo de Pablo Escobar aliado con agencias estatales de inteligencia como el B2[4], el DAS y el F2, se perdió la oportunidad histórica de una transición democrática, que rompiera para siempre la alianza fatal de la política con las armas. Entonces se desactivó el narcoterrorismo de Pablo Escobar, que rápidamente mutó en la narcopolítica del 8.000 y que llega hasta nuestros días con el escándalo de la “ñeñepolítica”[5], el “Memo Fantasma”[6] y quien sabe cuántos eslabones y más redes por descubrir. Eso sí, todo ello oculto y maquillado por la narcoestética de las elecciones y los acuerdos políticos, que hoy llevan a la presidencia del Senado y la Cámara de Representantes a políticos procedentes de un entorno familiar criminal, como lo revela Cecilia Orozco[7], con el respaldo y el aval moral del Centro Democrático y el Partido Conservador, adalides de las buenas costumbres y los más elevados valores éticos. A semejantes mentiras e imposturas las llaman Estado de derecho e instituciones democráticas, frenéticamente aplaudidas en la reciente instalación del Congreso y la última legislatura del prestidigitador de “la paz con legalidad”, pues ninguna de las dos existe más allá de sus falaces discursos. Duque perpetúa así la gramática y la sintaxis de la mentira y la impunidad en el poder, que heredó de su nominador y padrino político, Álvaro Uribe Vélez, quien bajo el eufemismo de la “seguridad democrática” ocultó más de 6.400 asesinatos de jóvenes pobres, ejecutados por miembros del Ejército en cumplimiento de la Directiva 029[8] firmada por su ministro de defensa Camilo Ospina. Por eso los ingredientes políticos de la guerra son las mentiras y el odio. Las primeras, sirven para legitimar un orden político que no garantiza los derechos humanos, ni las libertades políticas de sus opositores, que son periódicamente asesinados. Y el odio, porque asocia a todo aquel que desvele sus mentiras e imposturas como un enemigo de la democracia y la patria, un “mamerto” o potencial joven terrorista de primera línea. También por ello es comprensible su empeño y el del Centro Democrático en desacreditar y deslegitimar instituciones como la JEP y la Comisión de la Verdad. Porque ambas están en función de descubrir verdades y que los responsables de tantas mentiras criminales, como aquellas de llamar secuestro o retenciones a crímenes de lesa humanidad y “falsos positivos” a los asesinatos de civiles inermes, reconozcan sin subterfugios y disculpas su autoría y se comprometan a reparar, en la medida de lo posible, a las víctimas sobrevivientes. Solo conociendo todas las verdades, pero especialmente la de aquellos que por su poder institucional o su mando insurgente decidieron sobre la libertad, vida, dignidad y bienes de millones de colombianos, podremos algún día empezar a convivir democráticamente. Porque ninguna democracia se puede edificar sobre cimientos de mentiras, sangre y odios irredimibles. Mucho menos se puede perpetuar de generación en generación un orden político sustentado en complicidades e impunidades intocables, que reproducen cada día más víctimas sedientas de verdades y protege a victimarios que eluden sus responsabilidades, burlando fueros institucionales, con tramoyas legales y prestigios insostenibles. Victimarios que han tejido con el odio y la mentira una realidad política-criminal casi inexpugnable. Pues “el odio es en sí mismo una mentira… existe una filiación casi biológica entre el odio y la mentira…Ninguna grandeza se ha establecido jamás sobre la mentira…Allí donde prolifere la mentira, la tiranía se anuncia o se perpetúa”, como respondió Camus en “Las servidumbres del odio”, en entrevista concedida al diario “El progreso de Lyon”, publicada en las navidades de 1951. Servidumbres de las que nos debemos liberar para forjar la paz política en nuestra sociedad, que nos demanda a todos y todas más verdades y compromiso con la democracia y muchas menos mentiras y odios viscerales que alimentan y prolongan esta degradada guerra.  

 

 

 



[2] Álzate, G. (1979). Obras selectas en la colección Pensadores Políticos Colombianos. Bogotá, Colombia: Editorial Cámara de Representantes.

 

[3] Vargas, A. (1996). Política y armas al inicio del frente nacional. Bogotá, Colombia: Editorial Universidad Nacional de Colombia.

domingo, julio 18, 2021

20 de julio de 2021¿De la gritería a la polifonía democrática?

 

 20 DE JULIO DE 2021 ¿DE LA GRITERIA A LA POLIFONÍA DEMOCRÁTICA?

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Hernando Llano Ángel

Este 20 de julio no celebraremos más de dos siglos y 11 años del grito de independencia. Más bien, celebraremos un año más de gritería democrática en las calles, exigiendo justicia y garantías para la expresión ciudadana pacífica, que tuvo su primera eclosión en noviembre de 2019 en varias capitales y especialmente en Cali[1]. Es una gritería que se viene extendiendo desde hace años por muchas latitudes del mundo, pues hoy la democracia no está en las instituciones estatales, sino en las plazas y las calles. Desde Hong Kong, pasando por Birmania, Bielorrusia, Moscú, Cuba, Venezuela, Nicaragua hasta llegar a nuestras principales ciudades y relegados campos. Es un renacimiento del gen democrático que expresa cada ciudadano y ciudadana, hastiados de la expropiación de sus destinos por cleptocratas de lo público que han usurpado su voluntad y defraudado su confianza. De no haber sido por las masivas y pacíficas manifestaciones promovidas durante casi dos meses, el gobierno no habría retirado del Congreso su antidemocrática reforma tributaria y habría insistido en su malsana reforma a la salud. Pero ganó el pulso la democracia ciudadana de las calles a la simulación democrática de burocracias y tecnocracias autoritarias, parapetadas en el actual gobierno de la supuesta “paz con legalidad”, cuyo record de masacres, desapariciones, asesinatos y desplazamientos forzados nos está sumiendo en pesadillas que creíamos ya superadas después de la firma del Acuerdo de Paz, según el informe de 2020 de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos[2].

Primeras líneas democráticas

Durante estos meses, miles de jóvenes empezaron a escribir sus primeras líneas democráticas, realizando bloqueos de calles y carreteras, con un costo de sacrificio, sangre y pérdidas de vidas humanas, económicas y sociales, que podría haberse evitado mediante un tratamiento más civilista y menos militarista de esta protesta disruptiva. Al respecto el informe de la CIDH[3] en su página 45, con el propósito de prevenir y evitar nuevamente esa deriva de exceso de fuerza policiva y de resistencia violenta en los bloqueos, convertidos en trincheras de un combate desigual, recomienda al gobierno y el Estado colombiano en su punto 36 el establecimiento de “un mecanismo permanente de diálogo en la estructura del Estado, conformado por negociadores entrenados en mediación de conflictos y que tengan la capacidad necesaria para avanzar con procesos de diálogos transparentes y voluntarios, incorporando a autoridades locales, como gobernadores y alcaldes, para atender las particularidades de los territorios”. Mecanismo que el gobierno de la “Paz con legalidad” ha rechazado, argumentando que el Estado colombiano dispone de un entramado institucional respetuoso de los derechos humanos, como también lo argumentan Venezuela, Nicaragua y ahora Cuba. Sin duda, la obstinación y radicalidad de este pulso entre una Fuerza Pública desbordada y jóvenes airados, en un contexto de saqueos y de violencia vandálica contra bienes públicos y privados, agudizados por la pandemia del Sars-Cov2, el desempleo y el hambre, condujo al gobierno a la combinación de todas las formas de lucha y aun resultado incierto en el número de víctimas. Desde la deslegitimación de la protesta pacífica, asociándola en algunas ocasiones con supuestos infiltrados ilegales, pasando por la declaratoria de la Asistencia Militar, y la desautorización del diálogo con los jóvenes de la primera línea, vetando a los alcaldes que expidieron decretos con tal propósito y a la postre lograron, mediante concertaciones y concesiones de orden social, el levantamiento de numerosos bloqueos, evitando más violaciones a los derechos humanos. Ahora el presidente Duque pone en marcha una especie de ofensiva judicial contra el alcalde de Cali, Jorge Iván Ospina, utilizando como punta de lanza la Fiscalía General de la Nación. Contrasta el despliegue mediático y la celeridad de esta investigación con la ineficiencia y la lentitud de las indagaciones que se siguen a varios civiles[4] que temerariamente dispararon contra manifestantes y causaron graves heridas a miembros de la Minga indígena, como lo demuestran estas precisas crónicas del portal “Cuestión Pública”[5].  En definitiva, este gobierno, como todos los que se parapetan en supuestas legitimidades que están siendo superadas por sus ciudadanos en las calles --sean sus gobernantes de derecha, izquierda o centro-- recurren cada vez más a la violencia y la represión. Y esta es una fórmula universal porque en su mentalidad maniquea y su mundo de autistas privilegiados, esos gobernantes consideran que su violencia y la de los “buenos ciudadanos” que los respaldan es legítima y justa, así sea todo lo contrario, puesto que jamás hay legitimidad democrática en regímenes políticos que niegan a la mayoría de sus ciudadanos el pan, la libertad y su dignidad.

 

De la gritería a la polifonía democrática

 

De allí, que esta sea la hora de pasar de la gritería democrática a la polifonía democrática. Para ello debemos escucharnos, reconocernos y respetarnos en nuestra dignidad común de ciudadanos. Una dignidad ciudadana que rechaza radicalmente otorgar legitimidad alguna a las violencias que sustentan ordenes políticos, sociales, económicos y culturales profundamente excluyentes, racistas y clasistas, como el nuestro. Y, en lugar, de desafiarlos a través de los mismos métodos violentos, está convencida que la legitimidad de su causa está afianzada en la dignidad de los medios utilizados más que en los fines perseguidos. Por eso, cobra tanta vigencia la propuesta de “Un pacto por la Vida y la Paz desde el Pacífico y el Suroccidente para toda Colombia”[6], de  la Comisión Interétnica de la Verdad de la región del Pacífico (CIVP), que apele directamente a la conciencia de cada ciudadana y ciudadano para que promovamos la vida y la paz política, superando así los antagonismos y las polarizaciones propias e inevitables que presentarán los diversos candidatos presidenciales en sus “programas de gobierno”, quienes durante sus campañas siempre se postulan como los únicos capaces de garantizarnos lo que nunca han podido cumplir cuando gobiernan: la vida y la paz política. Entre otras cosas, porque la vida y la paz política son bienes y valores públicos, cuya responsabilidad es de todos, y no solo de los políticos profesionales, que la mayoría de las veces las utilizan como abalorios y banderas demagógicas para sus vanidades y la defensa de intereses mezquinos del establecimiento y el país político que encarnan y representan. Dicho Pacto podría ser promovido y afirmado a través de una Consulta Popular. La mayor virtud de utilizar la Consulta Popular[7] como mecanismo de participación ciudadana es que nos permite afirmar, de abajo hacia arriba, de la sociedad civil hacia el Estado, nuestro poder político, pues serán los candidatos electos quienes tendrán que cumplir lo que demandamos en la Consulta: Vida y Paz Política para todos y todas, no en función de sus programas de partido, sino de lo explícitamente mandado en el  Pacto por la Vida y la Paz desde el Pacífico y el Suroccidente para toda Colombia. Si lo hacemos realidad en las próximas elecciones de 2022, pasaríamos de la gritería democrática a la polifonía democrática, sustento real de toda legitimidad y gobernabilidad democrática. Es el verdadero reto en las elecciones del 2022, pues marcaría un giro histórico innovador. Comenzaría a gobernar por primera vez el país nacional sobre el país político y los intereses de las mayorías prevalecerían sobre los de minorías privilegiadas que han tenido secuestrada la República, escamoteada la democracia y acallada nuestra independencia y voz ciudadana desde su misma proclamación, por allá un 20 de julio de 1810.

 



sábado, julio 17, 2021

El estallido de la mendacidad gubernamental

 

EL ESTALLIDO DE LA MENDACIDAD GUBERNAMENTAL

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Hernando Llano Ángel

Estamos asistiendo al estallido de la mendacidad gubernamental, no al de la creatividad, como en forma ampulosa afirmó el presidente Duque[1] en el lanzamiento del HUB[2] o nodo de innovación social del SENA en Bogotá. La mendacidad es el hábito y la costumbre de mentir. Y sobre ella jamás se puede construir nada en la vida personal y menos en la pública. Para empezar, porque la mentira, así sea expresada en forma eufemística y retórica, no puede negar la realidad. Menos sustituirla, pues nada estable y menos perdurable se puede edificar sobre la mentira. La mentira impide la generación de confianza, materia prima de las relaciones interpersonales y piedra angular de toda la vida social y política. Una sociedad se desintegra cuando la mentira se convierte en el lenguaje de la política y con él se pretende gobernar. Es entonces cuando irrumpe la desconfianza como antesala de la rabia, la indignación y la violencia. De alguna forma, es lo que sucede con los jóvenes de la primera línea, que cubren sus rostros e identidades, para proteger su integridad y sus vidas. Para no ser víctimas mortales, como lo fue Lucas Villa cuando denunció de viva voz: “Nos están matando en Colombia”[3]. Por eso es tan grave la falaz y errática respuesta del presidente Duque al Informe y las Recomendaciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) sobre lo sucedido durante el Paro Nacional, convertido en un desgarrador, violento y mortífero estallido social. Un estallido que el mandatario niega y pretende sustituir por un supuesto “estallido de la creatividad y la innovación”.

Tergiversar para negar la realidad

En lugar de reconocer las principales observaciones y conclusiones de la CIDH, Duque se empeña en tergiversarlas y deslegitimarlas, afirmando que: "nadie puede recomendarle a un país ser tolerante con actos de criminalidad"[4].  Recomendación que jamás realizó la CIDH. Por el contrario, en el numeral 41 de sus observaciones señala: “La Comisión Interamericana manifiesta su firme condena y rechazo por los altos niveles de violencia registrados en el marco de la protesta social, tanto aquella ocasionada por el uso excesivo de la fuerza por parte de la fuerza pública como la provocada por grupos ajenos a la protesta misma”. Y continua Duque mintiendo y faltando a la verdad, cuando señala que faltó: "más hincapié y más precisión en las violaciones flagrantes derivadas de actos de violencia, vandalismo y terrorismo urbano de baja intensidad. Y también, qué bueno fuera, que en la reflexión de esos derechos humanos se pudiera mostrar con claridad que los bloqueos han sido una demostración de la vileza que pueden tener algunos para limitar los derechos de los demás".  Crítica totalmente infundada, pues el informe de la CIDH es explícito y contundente en la enumeración, descripción y condena de dichos actos en el capítulo IV titulado: “Afectaciones a derechos fundamentales de terceros y bienes públicos en el marco las protestas”, específicamente en los numerales 132 a 140, donde concluye: “140. La CIDH condena enérgicamente todo acto de violencia, especialmente, aquellos que afectan la vida e integridad personal y el transcurso de las manifestaciones. En este sentido, hace un llamado al Estado para investigar, juzgar y sancionar a los responsables de delitos cometidos en el marco de las protestas”. La CIDH es explicita en la descripción de tan graves afectaciones y violaciones en los siguientes numerales: 138. La Comisión expresa especial consternación por el fallecimiento de dos bebés, presuntamente sucedida debido a la falta de atención médica en el marco de las disrupciones ocasionadas por las protestas. 139. La CIDH condena el fallecimiento de 3 integrantes de la fuerza pública en el marco de las manifestaciones. Asimismo, deplora el presunto secuestro, la desaparición y asesinato del agente Carlos Andrés Rincón Martínez, cuyo cuerpo sin vida fue encontrado con señales de tortura en la ciudad de Cali. Adicionalmente, la Comisión tomó nota el incendio de un CAI de la Aurora con 10 policías en su interior; el ataque a 6 policías con una bomba incendiaria en Pasto; así como los 1.343 policías lesionados, 4 de los cuales aún continuaban internados. De igual manera, el Estado indicó que, “en el marco del paro, 14 policías prestando su servicio para garantizar la manifestación pública y pacífica han sufrido lesiones oculares, 12 con objetos contundentes, 1 con arma de fuego y 1 con agente químico”.  Es inadmisible no solo que el presidente Duque niegue y tergiverse estos apartes del informe de la CIDH, sino que en respaldo a su mendacidad se sume el corifeo de dirigentes gremiales que en forma unánime lo descalifican por sesgado, supuestamente por no condenar los bloqueos indiscriminados y arbitrarios de calles y carreteras, cuando explícitamente señala en el numeral: “171. Finalmente, la CIDH reitera que la protesta es un derecho protegido por la Convención Americana sobre Derechos Humanos que en determinadas circunstancias puede ser restringido, no en razón a su modalidad sino a la gravedad de la afectación a otros derechos fundamentales; entre ellos, el derecho a la vida, a la protesta libre de violencia, el aprovisionamiento de alimentos y el derecho a la salud. Al Estado le corresponde constatar en cada caso la gravedad de las afectaciones y asegurarse de que las eventuales restricciones atiendan estrictamente al principio de legalidad, persigan un fin legítimo, y sean necesarias y proporcionales en una sociedad democrática”.  Por todo lo anterior, vale la pena concluir trayendo a colación estas respuestas de Albert Camus sobre la mentira: “El privilegio de la mentira es que siempre vence al que pretende servirse de ella… La mentira a veces hace vivir, pero nunca eleva”, expresadas en su entrevista “Las servidumbres del odio”, publicada en “Le Progres de Lyon” en las navidades de 1951. Debemos tenerlas presente todos, pero especialmente el presidente Duque y su corte de aduladores, pues conservan plena validez 70 años después.

 


La Constitución del 91 no tiene la culpa

 

La Constitución del 91 no tiene la culpa

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Hernando Llano Ángel.

Este domingo 4 de julio se cumplen 30 años de promulgada la Constitución de 1991, más no de su plena vigencia. No solo por las más de cincuenta reformas que ha tenido y la han desfigurado, sino especialmente por su limitada capacidad para convertir en realidades políticas, económicas y sociales sus principios y valores, contenidos en el Preámbulo y en sus diez primeros artículos del Título Primero. En efecto, estamos muy lejos de encontrarnos en el camino de “fortalecer la unidad de la Nación”, pues hoy Colombia está profundamente fragmentada y amenazada por los efectos catalizadores de la pandemia y del estallido social, que nos revelan la insalvable y violenta distancia que separa al “país nacional”, en las calles y plazas públicas, del “país político”, refugiado en un Estado con muy baja legitimidad y reconocimiento ciudadano. Una división y confrontación que persiste desde que Gaitán la formuló, pero que hoy se manifiesta en forma mucho más clara, contundente y desgarradora. La peor consecuencia de dicha confrontación es que impide asegurar a todos los integrantes de la Nación “la vida, la convivencia, el trabajo, la justicia, la igualdad, el conocimiento, la libertad y la paz, dentro de un marco jurídico, democrático y participativo que garantice un orden político, económico y social justo”, como solemnemente lo anuncia el Preámbulo de la Carta. Un preámbulo que no hemos sido capaces de escribirlo y menos de vivirlo en la realidad cotidiana, que es donde en verdad importa, por la ausencia de partidos políticos y movimientos sociales que encarnen y representen los valores e intereses del país nacional y no solo del país político.

¿Una sociedad sin Constitución?

A tal punto, que si tomamos como definición de Constitución la expresada hace 232 años por la Declaración de Derechos Humanos de la Revolución Francesa: “Una sociedad en la que no esté establecida la garantía de los derechos, ni garantizada la separación de poderes, carece de Constitución”, tendríamos que concluir que la Constitución del 91 no existe en tanto “norma de normas” con capacidad para regir y regular nuestra realidad política, económica, social y cultural. Se objetará la validez de esta radical afirmación, diciendo que la Constitución no tiene la culpa de lo anterior, puesto que ella postula principios, valores, normas e instituciones que deben ser convertidas en realidad por las autoridades electas, que al asumir sus cargos juran solemnemente respetarla y cumplirla. Y resulta que dichas autoridades no son otras que aquellas que los ciudadanos y ciudadanas elegimos para gobernar. Siguiendo este silogismo, que ya no es solo constitucional sino de carácter político, tendríamos que concluir, entonces, que como ciudadanos hemos sido inferiores a la Constitución del 91. Durante estos 30 años hemos elegido gobernantes que, además de no cumplirla, la han violado sistemáticamente en forma impune y reformado con frecuencia para su propio beneficio. En forma impune, pues su artículo 6 señala que los particulares “solo somos responsables ante las autoridades por infringir la Constitución y las leyes”, pero que “los servidores públicos lo son por la misma causa y por omisión o extralimitación en el ejercicio de sus funciones”. Y debemos reconocer que la omisión de esos flamantes “servidores públicos” con el cumplimiento de la Constitución ha sido ostensible al no materializar sus principios esenciales y no garantizar efectivamente nuestros derechos fundamentales. La omisión empieza desde el artículo 1, al incumplir con su principal deber como servidores públicos y no hacer realidad: “el Estado Social de derecho y la prevalencia del interés general”, “la democracia participativa y pluralista”, “el respeto a la dignidad humana”, “el trabajo y la solidaridad”. Ni hablar del incumplimiento flagrante del artículo 2: “Son fines esenciales del Estado servir a la comunidad, promover la prosperidad general y garantizar la efectividad de los principios, derechos y deberes consagrados en la Constitución; facilitar la participación de todos en las decisiones que los afectan y en la vida económica, política, administrativa y cultural de la Nación; defender la independencia nacional, mantener la integridad territorial y asegurar la convivencia pacífica y la vigencia de un orden justo”. Imposible no sonreír irónicamente por una incongruencia tan mortalmente deslegitimadora entre el Estado constitucional y el Estado realmente existente, que se profundiza aún más con el incumplimiento generalizado de la misión encomendada a las autoridades: “Las autoridades de la República están instituidas para proteger a todas las personas residentes en Colombia, en su vida, honra, bienes, creencias y demás derechos y libertades y para asegurar el cumplimiento de los deberes sociales del Estado y de los particulares”. Y esa conducta negligente e incompetente de los servidores públicos se profundiza en cada uno de los siguientes diez primeros artículos, siendo el 7 y el 8 los más sistemática y dolorosamente violados. Artículo 7: “El Estado reconoce y protege la diversidad étnica y cultural de la Nación Colombiana”. Pero el Estado y sus gobernantes lo violan con tal celo y rigor desde 1991 que hoy las comunidades indígenas y negras corren el riesgo de ser exterminadas, sus líderes y lideresas son sistemáticamente asesinadas[1] y sus territorios, plantíos y ecosistemas devastados periódicamente con glifosato. Con el uso del glifosato se viola flagrantemente el artículo 8: “Es obligación del Estado y de las personas proteger las riquezas culturales y naturales de la Nación”. De allí, que la Corte Constitucional haya señalado en su sentencia de tutela 025[2], en protección de los derechos de más de 9 millones de desplazados, que en Colombia existe un “estado de cosas inconstitucional”, pues el propio Estado no garantiza los derechos fundamentales a millones de colombianos, violentamente desplazados de sus terruños. Y si no fuera por las exigencias y restricciones de la sentencia T 236 de 2017  de la Corte Constitucional[3] sobre el uso del glifosato, ya el presidente Duque estaría celebrando internacionalmente el éxito de su ecocidio. De la misma forma, el derecho colectivo a la salud es precariamente garantizado en forma individual, gracias a cientos de miles de acciones de tutela[4] interpuestas ante jueces de la República, pues la salud no es garantizada por el Estado como un derecho universal. Todo lo anterior sucede en nombre de una realidad supraconstitucional llamada libre mercado y seguridad inversionista, convertidos en imperativos sagrados, cuya vigencia no puede limitar y mucho menos entorpecer una “hoja de papel” llamada Constitución. Así viene sucediendo desde la presidencia de Cesar Gaviria, cuando se subordinó la existencia del Estado Social de derecho a la llamada “Apertura económica y globalización económica”, con el triunfante “bienvenidos al futuro” del modelo económico neoliberal, hoy en bancarrota y retirada en todo el planeta, al reconocerse que sin Estado no hay salvación y mucho menos funciona el paraíso del libre mercado.

Sin Paz Política no hay Constitución Política

Pero hay un aspecto donde es más evidente la falta de vigencia de la Constitución del 91 y revela dramáticamente nuestra mayor incomprensión y ausencia de compromiso como ciudadanos con su cumplimiento. Es nada menos que la paz política, quintaesencia de toda Constitución que se precie de ser democrática y sin la cual no puede existir un auténtico Estado Social de derecho. Porque la paz política es el derecho a la democracia. Sin ella, lo que prevalece es una gobernabilidad sustentada cada vez más en la fuerza, en medidas policivas, tácticas militares y una represión oficial criminal, que desemboca en el ejercicio de una oposición siempre cercana a la violencia y proclive a la rebelión, como la estamos viviendo en la actualidad. Por eso el presidente Duque no puede gobernar y menos asumir el desafío del Paro nacional sin el ESMAD y la Asistencia Militar, pues suele procrastinar y eludir de entrada el diálogo y la deliberación ciudadana para alcanzar acuerdos. Piensa equivocadamente que gobernar es mandar, en lugar de concertar. Su idea de la autoridad es la militar del mando y la obediencia, típica del autoritarismo, no la democrática, basada en la argumentación, la deliberación y los acuerdos que se cumplen en beneficio del interés general y no de los privilegios del Statu Quo. No por casualidad es un admirador del expresidente Turbay Ayala e hijo político legítimo de Uribe Vélez y su “seguridad democrática”. Y esta gobernabilidad antidemocrática y militarista ha estado presente desde el nacimiento de la Constitución del 91, pues no se puede olvidar que el mismo presidente Cesar Gaviria, promotor del “Bienvenidos al futuro”, el 9 de diciembre de 1990, día en que elegimos a los delegatarios para la Asamblea Nacional Constituyente, ordenó el bombardeo a Casa Verde en La Uribe, donde se encontraba el Secretariado de las FARC-EP. Y, a pesar de lo anterior, en la promulgación de la Carta, el 4 de julio de 1991, tuvo la desfachatez de citar a Norberto Bobbio y su célebre definición de las constituciones como “acuerdos de paz duraderos”.  Pero con el bombardeo a La Uribe y luego con la declaratoria de la “guerra integral”[5]  en 1993 contra las FARC por su primer ministro de Defensa civil, Rafael Pardo Rueda, para llevarlas a un proceso de paz en 18 meses, inauguró uno de los períodos más sangrientos del conflicto armado interno. Los 18 meses se prolongaron durante 23 años y cientos de miles de víctimas mortales, millones de desplazados como consecuencia de la “guerra integral”, la creación de las nefastas cooperativas Convivir[6] por Decreto Ley 356 de 1994, preámbulo de las AUC, hasta llegar mortíferamente 23 años después al Acuerdo de Paz del 2016. Un Acuerdo que hoy se encuentra en el limbo de “la paz con legalidad”, con un saldo exponencial de masacres[7], desaparecidos y más de 270 miembros del Partido Comunes[8] asesinados. Conclusión: la paz política se convirtió en guerra integral, que todavía está lejos de concluir, según el reciente atentado contra el helicóptero presidencial en Cúcuta.

La Constitución en Primera Línea

Es en este contexto de violencia política endémica que hay que entender la virulencia del Paro Nacional y su deriva en una especie de insurrección civil encabezada por una juventud sin futuro, que ha empezado a escribir sus primeras líneas de conciencia política en forma directa y radical, desde la resistencia y el rechazo visceral a un País Político y sindical que no la representa. Ya no es la juventud con futuro de la séptima papeleta y las universidades de elite, que hábilmente canalizó Gaviria con su joven y brillante asesor constitucionales, Manuel Cepeda y el entonces profesor universitario Fernando Carrillo, quienes realizaron la alquimia de transformar el narcoterrorismo de Pablo Escobar y los llamados “Extraditables” en una Constituyente, mediante la séptima papeleta. Una Constituyente que a la postre coronó en el artículo 35 (ya reformado) la máxima aspiración del capo, la prohibición de extraditar colombianos por nacimiento. Una Constituyente, no se puede ocultar, que apenas contó con el respaldó en las urnas del 27% de los ciudadanos, pues el restante 73% no creyó en ella y menos entendió las razones por las cuales tendría que votar por unos delegatarios, sin recibir de ellos nada a cambio, fuera de una “hoja de papel”. Una hoja que por demás firmaron en blanco ese 4 de julio de 1991, pues el texto completó se encriptó y no fue posible imprimirlo a tiempo. Presagio de una Constitución que, en la vida real, la del pan, la vida, la libertad, la salud, el empleo, la prosperidad y la equidad, está casi en blanco y no rige para la mayoría de colombianos. Pero, sobre todo, una Constitución que se promulgó para la Paz Política y por eso incluyó el artículo 22: “La paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”. Un mandato que los colombianos no cumplimos, pues cuando se logró desarmar más de diez mil guerrilleros de las FARC-EP, una ínfima minoría de menos de sesenta mil colombianos rechazó el “Acuerdo de Paz”[9], porque salió “emberracada”[10] a votar, engañada astutamente con una letal mezcla de mentiras, prejuicios y odios irredimibles. Una exitosa campaña de falacias, como el inminente triunfo del “castrochavismo”, ideada por quienes temen sobre todo a la verdad, la justicia transicional y la reparación de las innumerables víctimas civiles, pues son incapaces moral y políticamente de rendir cuentas sobre su responsabilidad en la prolongación criminal de este degradado conflicto armado interno, dando pleno cumplimiento al Acuerdo de Paz, cuyo objetivo esencial es romper la relación criminal e ilegal de la política con las armas y poder así avanzar en la construcción del Estado Social de derecho en todo el territorio nacional, realizando una reforma rural integral, sustituyendo cultivos de uso ilícito y reivindicando la dignidad de todas las víctimas mediante el Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y garantías de no Repetición. Un conflicto que el presidente Duque y el Centro Democrático todavía niegan de plano en nombre de una supuesta “paz con legalidad”, que no es nada distinto a esta paz con letalidad, agravada por la pandemia del Sars-Cov2 y sus letales cepas. Letalidad que, junto a la endemia de la violencia política, en la práctica también es negada por el presidente Duque y su ejemplar ministro de salud, incapaces de tomar correctivos efectivos para contener el ascendente número de muertes, que ya nos tiene en el primer lugar del mundo por millón de habitantes[11]. Por todo lo anterior, no podemos seguir pensando que lo que nos sucede sea culpa de la Constitución del 91 y del Acuerdo de Paz y que para salir de esta hecatombe se deba convocar una nueva Asamblea Constituyente. Más bien es todo lo contario, nos hace falta cumplir la Constitución del 91, para lo cual se precisa de una ciudadanía crítica y participativa, pero sobre todo de nuevos liderazgos políticos que hagan posible la reconciliación del país nacional con el país político. Para ello, es imperioso rechazar en las elecciones del 2022 este enjambre de organizaciones cacocráticas y cleptocráticas que se autodenominan partidos políticos y sus “prestantes” líderes que, una vez electos, se dedican robar la confianza ciudadana, desmantelar como vándalos los bienes públicos, violar la Carta del 91 y cambiar articulitos para su propio beneficio, asegurando así la perpetuación de un régimen cada día más inicuo, corrupto y criminal, que es lo propio de un régimen político electofáctico y no de una auténtica democracia, aún por forjar entre todos para dar cumplimiento a la Constitución del 91.