viernes, septiembre 18, 2020

Pandemónium capital

PANDEMÓNIMUN CAPITAL

https://blogs.elespectador.com/politica/calicanto/pandemonium-capital

 

Hernando Llano Ángel

Y Bogotá amaneció convertida en un auténtico pandemónium[1], la capital del infierno, pues los encargados de salvaguardar la vida de sus ciudadanos –dos agentes de policía, Damián Rodríguez y Juan Camilo Lloreda[2]-- se dedicaron en plena vía pública, con sevicia y crueldad, a quitársela a Javier Ordoñez.  Todos lo vimos y de alguna forma sentimos, en nuestras conciencias, las descargas de los taser sobre la humanidad de Ordoñez[3]. Excepto el presidente Duque, su ministro de defensa y la alta oficialidad, que todavía llaman a semejante tortura y posterior asesinato, “presunto abuso de autoridad y homicidio”. Tardaron casi dos días en presentar disculpas oficiales, con impostura de arrepentimiento. La escena es patética, pues el ministro de defensa, Carlos Holmes Trujillo, con su habitual gallardía, se lleva la mano al pecho y reconoce, como católico creyente, el pecado capital, pero oficialmente habla de la “muerte de Javier Humberto Ordoñez, que nos duele y nos indigna”. Acto seguido, con eufemismo oficial y legal, informa que “se ha dictado auto de citación a audiencia por el presunto delito de abuso de autoridad y homicidio”, rodeado de la cúpula oficial y el viceministro del interior. Este reconocimiento de la culpa oficial, que podemos ver en YouTube[4], condensa de cuerpo entero la gravedad de la crisis de autoridad y legitimidad de nuestro Estado y, en este caso, de la Policía Nacional. Porque mientras se siga intentando negar la realidad con eufemismos, llamando “homicidios colectivos” a las masacres y “presunto abuso de autoridad y homicidio”, a lo que todos los colombianos vimos y sentimos, esta crisis violenta se profundizará. De persistir este negacionismo eufemístico del actual gobierno, cada vez las instituciones y sus autoridades serán menos legítimas y acatadas. Por el contrario, cada día serán más ilegitimas y atacadas, pues desatan una rabia y una ira juvenil incontenible. Rabia e ira comprensibles, pero jamás justificables y mucho menos legítimas, pues incurren en la misma lógica de venganza criminal que llevó a los policías a matar brutalmente a Javier Humberto Ordoñez, en el interior del Centro de Atención Inmediata de Villa Luz, convirtiéndolo en un centro de aniquilación inmediata. Quizá por ello la furia pirómana que destruyó y calcinó cerca de 17 Centros de Atención Inmediata en Bogotá. Lo anterior nos demuestra que la legitimidad y credibilidad de toda autoridad, mucho más la pública que la personal, derivan de la coherencia entre las palabras y las acciones. Los CAI están para proteger y asistir a los ciudadanos, no para su tortura y asesinato[5]. Por eso, nada deslegitima más que la incoherencia entre lo dicho y lo hecho, pues siembra desconfianza, indignación y violencia. Más aún, cuando se utilizan eufemismos oficiales para ocultar esa realidad.

La esquizofrenia institucional

Es lo que acontece con casi todas nuestras instituciones y la mayoría de políticos. En la Constitución Política pregonan una legitimidad nominal y en la realidad política la desconocen y vulneran violentamente. Los congresistas, salvo contadas excepciones, no trabajan en función del interés público y el bienestar general, sino en beneficio de intereses empresariales, corporativos o, lo que es peor, de partido, cuando no ilegales y hasta criminales. Tanto es así, que el exsenador más votado, Álvaro Uribe Vélez, ya no es investigado por la Corte Suprema de Justicia, sino por la Fiscalía y la justicia ordinaria, como un vulgar delincuente común, por los presuntos delitos de fraude procesal y soborno a testigos[6]. En nuestra Constitución, la Policía nacional tiene como “fin primordial el mantenimiento de las condiciones necesarias para el ejercicio de los derechos y libertades públicas, y para asegurar que los habitantes de Colombia convivan en paz” (artículo 218).  Pero, en la realidad, suele suceder todo lo contario, con una frecuencia que ya no se puede atribuir solo a “manzanas podridas”. Sin desconocer, como también lo hemos visto en algunos noticieros, el esfuerzo de algunos valientes policías por contener los desmanes violentos de sus compañeros. Tan grave crisis de legitimidad no se va corregir solo con la buena voluntad y el sacrificio de sus mejores miembros, mientras la Policía Nacional continúe siendo una institución más castrense y belicista, así en la Constitución sea definida como “un cuerpo armado permanente de naturaleza civil”. Con la degradación de nuestro conflicto armado y la lucha contra el narcotráfico, la Policía Nacional ha puesto la cuota de sacrificio más alta de víctimas, cerca de 62.000 entre mortales, desaparecidas y heridas[7]. Solo en la guerra contra los extraditables de Pablo Escobar, fueron asesinados 435 policías[8]. Como consecuencia de lo anterior, la Policía Nacional se ha convertido en una institución esquizofrénica, como muchas otras, pues constitucionalmente es definida de carácter civil, pero en la realidad es militar y muchas veces letal. Por eso hace parte de la Fuerza Pública, goza de fuero militar y responde ante el ministro de defensa. De allí que, ante las amenazas, ataques violentos y actos de vandalismo, muchos de sus miembros, como aconteció en Bogotá, respondan militarmente, disparen sus armas y las protestas terminen en masacres que,  hasta el día de hoy, dejaron 13 civiles sin vida solo en Bogotá[9]

Un presidente con autismo institucional

Por todo lo anterior, es lamentable que el presidente Duque haya descartado de entrada la propuesta de la alcaldesa Claudia López para promover una reforma constitucional de la Policía, adscribirla al ministerio del Interior y despojarla del fuero penal militar. Fuero que la mayoría de las veces es de impunidad, como podría suceder con el proceso que se adelanta por el asesinato de Dilan Cruz[10]. Con esta decisión, el presidente Duque demuestra que sufre de una grave enfermedad que es el autismo institucional, la cual consiste en considerar legítima e irreformable una institución estatal por el solo hecho de serla. Cuando en la realidad la legitimidad de toda institución pública y de sus autoridades depende directamente de su legalidad, los servicios y el beneficio que preste a sus ciudadanos. De allí, la crisis de legitimidad y autoridad de la Policía, y todavía más del Congreso Nacional. Crisis que no se pueden superar mediante el autoritarismo de la fuerza y la violencia, en el caso de la Policía, y mucho menos a través de leyes que benefician a minorías e intereses económicos depredadores de empresas mineras, agroindustriales y ganaderas, como sucede en el Congreso. Y si al autismo institucional sumamos otra enfermedad oficial, quizá más grave, que es la semántica de la mentira, expresada en eufemismos institucionales como: “El futuro es de todos” y “la paz con legalidad”, no es de sorprendernos que Bogotá se haya convertido en la capital del pandemónium nacional en que estamos viviendo. Hasta el 8 de septiembre se han cometido 55 masacres en Colombia, según el siguiente informe de Indepaz[11], han sido asesinados 211 líderes sociales[12] y 42 excombatientes de las Farc. Así las cosas, las consignas oficiales se están convirtiendo cruelmente en todo lo contrario: “El futuro NO es de todos”, sino de los sobrevivientes a las masacres y la “paz es letal”, no legal, pues cada día mueren más soldados, policías y campesinos, en campos minados y emboscadas. La pregunta obvia es ¿De qué futuro, legalidad y paz nos habla el presidente Duque? ¿Cómo puede proclamarse democrático un Estado que es incapaz de garantizar la vida y los derechos humanos de sus asociados?  Es una respuesta que nos corresponde dar a los ciudadanos, pues ya conocemos los eufemismos oficiales sobre la “democracia más antigua, estable y profunda de Sudamérica”. Sin duda, la más antigua en reprimir sistemáticamente a sus ciudadanos, la más estable en negarle sus derechos fundamentales y la más profunda en cavar trincheras y fosas comunes.

 

 

 



  

miércoles, septiembre 09, 2020

¿Luz al final del túnel?


 

¿Luz al final del túnel?

https://blogs.elespectador.com/politica/calicanto/luz-al-final-del-tunel-2

Hernando Llano Ángel

Seguro que hay motivos para el jolgorio nacional por la inauguración del túnel de la línea, un proyecto que se vislumbró como necesario para el desarrollo de la economía y la integración nacional, desde hace al menos un siglo. También, porque coincide con la llamada “nueva normalidad” que, invita a muchos a relajar sus medidas de bioseguridad, corriendo así el riesgo de ver la luz postrera de la eternidad, según la leyenda que nos cuentan quienes han estado cerca de abandonar este túnel terrenal.  Este túnel terrenal que forzosamente tenemos que compartir entre todos, pero que hasta ahora hemos sido incapaces de hacerlo para avanzar públicamente y encontrar una salida que nos permita respirar y convivir amablemente, como suele suceder en toda auténtica democracia. Pero con el paso de las generaciones este túnel se ha convertido en una caverna, como a la que alude Platón, que nos impide ver la realidad y vivimos extraviados en un laberinto lleno de espejos y espejismos que nos proyectan imágenes falsas. Imágenes que muchos convierten en mitos y tabúes a los que subordinan sus vidas e identidades y, lo que es peor, pretenden someter a sangre y fuego a quienes no los vean y compartan con igual intensidad. Quizá el mayor poder del mito deriva de que es incuestionable, pues vivimos inmersos en él. No logramos tomar distancia para apreciar su dimensión y se nos va la vida creyendo en el mito. Pues es aquello que nos permite sentirnos miembros de una comunidad al compartir una visión y una creencia común.

El mito democrático

Es lo que nos sucede con la democracia. Así ella no exista entre nosotros, ni siquiera en la acepción más mínima y vital, parafraseando de nuevo a James Bryce, quien la definió como “aquella forma de gobierno que permite contar cabezas, en lugar de cortarlas”. Entre nosotros no existe, pues la violencia guerrillera, paramilitar y estatal la convirtieron en todo lo contrario: “una forma de gobierno que permite cortar cabezas, sin poder contarlas”. Pero entre nosotros el mito democrático continúa inexpugnable, simplemente porque quienes votan confunden la democracia con las elecciones. Tanto en su época de colapso, durante la Violencia, como ahora, es imposible precisar el número de cabezas cortadas o, lo que es peor, desaparecidas. Ya se nos volvió costumbre vivir entre tumbas y urnas. Entre agosto de 1989 y abril de 1990, en ocho meses, fueron asesinados tres candidatos presidenciales: Luis Carlos Galán (18 de agosto), Bernardo Jaramillo Ossa (22 de marzo) y Carlos Pizarro Leongómez (26 de abril). Todos asesinados por una coalición de políticos, narcotraficantes, paramilitares y miembros de agencias de seguridad del Estado [1], cuya capacidad de mutación y mimetismo con el establecimiento político continúa vigente, solo que más diseminada, sofisticada y camuflada que entonces. Lo que tenían en común los tres candidatos asesinados era que encarnaban una seria amenaza a esa simbiosis entre la política y el crimen. Conocemos en parte la identidad de los autores intelectuales, pero solo los pertenecientes a la ilegalidad, Pablo Escobar, Gonzalo Rodríguez Gacha, los hermanos Castaño, entre muchos otros, pero conocemos muy pocos del establecimiento. Algunos líderes políticos fulgurantes, como Alberto Santofimio Botero; otros, en altos cargos de la seguridad estatal, como Miguel Maza Márquez y unos cuantos miembros de la Fuerza Pública, muchos de ellos todavía sub judice. Pero lo que no podemos ignorar o desconocer es que, desde entonces, todos nuestros presidentes, comenzando por Gaviria hasta Duque, no han podido gobernar sin tener relaciones con dichos poderes de facto. Relaciones que van desde la negociación hasta la confrontación, más allá de las contingencias y circunstancias en que se han dado y de la forma como han sido ignoradas, auspiciadas, toleradas o, incluso, estimuladas por muchos de sus electores en las urnas y sus copartidarios en el Congreso, a través de leyes y reformas constitucionales.

Dinámicas políticas electofácticas

Gaviria, a través de la llamada política de sometimiento a la justicia [2], para desarticular la terrible violencia de los extraditables y facilitar la entrega de Pablo Escobar y sus hombres de confianza. Samper, con el escandaloso proceso 8.000, detrás del cual había una apuesta de los Rodríguez por obtener una política de sometimiento a la justicia más generosa que la otorgada a Pablo Escobar, algo así como tener a Cali por cárcel. Pastrana, mediante el veto de las Farc-Ep a Serpa, quien le había ganado en primera vuelta, a cambio de la zona de distensión en el Caguán, como efectivamente la ofreció en su discurso del Hotel Tequendama [3], unos días antes de la segunda vuelta, asesorado por Álvaro Leyva Durán. Uribe, mediante acuerdos más o menos explícitos con los paramilitares, que luego darían origen al escándalo y la depuración de la parapolítica, para facilitar una desmovilización y reincorporación a la vida civil lo más flexible y ventajosa posible a los narcoparamilitares. Acuerdos consagrados en ley 975 de 2015, de “Justicia y paz” [4], que incluso promovió Mancuso desde el Congreso [5] con el fallecido Iván Roberto Duque (alias, Ernesto Báez) y Ramón Isaza, estando aun armados y cometiendo crímenes atroces.  Acuerdos que se teme mucho se hagan explícitos con la llegada de Mancuso y que explican, en gran parte, los errores del actual gobierno, en sus tres o más fallidas solicitudes de extradición. Por último, Santos con sus secretas conversaciones con las Farc-Ep y los generosos apoyos de Odebrecht a sus campañas [6], hasta llegar a Duque que, gracias a la pandemia, ha pasado de agache por sus familiares relaciones con el Ñeñe Hernández [7] y de las generosas y sospechosas contribuciones de un empresario venezolano de apellido Cisneros a su campaña [8], previa triangulación por empresas colombianas y el Centro Democrático. Este largo y farragoso recuento, simplemente para constatar que entre nosotros las elecciones presidenciales son una sofisticada tramoya en donde la influencia de múltiples poderes de facto, algunos legales y otros ilegales, condicionan y determinan la suerte de los candidatos, su triunfo, derrota o muerte. Poderes que no dudan en eliminar a quien consideren una amenaza para su supervivencia, como lo hicieron con Galán, Jaramillo y Pizarro. De allí que llame a nuestro régimen –disculpen la cacofonía, pero aquí no caben los eufemismos de moda— régimen electofáctico en lugar de democrático.  Y que solo podremos empezar a ver la luz de la democracia al final de este largo y tenebroso túnel, cuando tengamos la lucidez de renovar por completo esta sofisticada tramoya electoral y sus coaliciones político-criminales que, con cinismo y credibilidad, se denomina la democracia más estable y antigua de Sudamérica.

 

1 https://www.semana.com/portada/articulo/el-hombre-pancarta/67567-3

[2] https://www.eltiempo.com/archivo/documento/MAM-305470

[3] htts://www.eltiempo.com/archivo/documento/MAM-868190

[4] https://www.youtube.com/watch?v=sf4XNpHbwOk&feature=youtu.be

[5] https://www.las2orillas.co/pildoras-para-la-memoria-cuando-los-paramilitares-fueron-aplaudidos-en-el-congreso/

[6] https://www.elespectador.com/noticias/politica/caso-odebrecht-cne-abre-investigacion-contra-campana-de-santos-en-2014/

[7] https://www.semana.com/nacion/articulo/la-nenepolitica-escandalo-por-compra-de-votos-del-nene-hernandez/655526

[8] https://lasillavacia.com/empresa-cisneros-mayor-accionista-si-aporto-al-cd-campana-duque-77467

 

 

La política colombiana, entre lo sublime y lo abyecto.

  

La Política colombiana, entre lo sublime y lo abyecto 

https://blogs.elespectador.com/politica/calicanto/la-politica-colombiana-lo-sublime-lo-abyecto

Hernando Llano Ángel.

Nuestra realidad política y, por consiguiente, nuestras vidas, se debaten entre lo sublime y lo abyecto. Lo sublime está en nuestra Constitución Política[1]. Lo abyecto en nuestra realidad política. Pero especialmente en la práctica política, que es la negación sistemática de nuestra Constitución. Por eso, los colombianos vivimos en una especie de esquizofrenia política, cuyos principales protagonistas son los políticos profesionales y el papel estelar lo desempeñan nuestros gobernantes. Ellos representan una obra cuyos contornos se diluyen en lo absurdo, lo insólito y lo inadmisible. Una obra teatral que ni siquiera la genialidad penumbrosa de Kafka y la imaginación portentosa de García Márquez hubiesen sido capaz de concebir y escribir. Aunque nuestro nobel, con realismo lúcido, lo expresó en un renglón: “somos dos países a la vez: uno en el papel y otro en la realidad”. Van aquí algunas escenas de la mayor actualidad, realidad y gravedad. El proceso a Uribe, como ejemplo de una pieza judicial casi kafkiana. La inminente fumigación del campo con glifosato, como expresión de una política absurda y criminal. Y el reciente nombramiento de Margarita Cabello Blanco, como Procuradora General de la Nación, una muestra irrefutable de que, para el presidente Duque, la incompetencia y la incondicionalidad política sí pagan.

Un proceso kafkiano

La Sala de Instrucción de la Corte Suprema de Justicia remitió a la Fiscalía y la justicia ordinaria el proceso que adelantaba al exsenador Álvaro Uribe Vélez por la presunta comisión de los delitos de fraude procesal y soborno a testigo, no obstante tener los magistrados el reconocimiento del mismo senador Uribe para continuar con su competencia. Reconocimiento otorgado, cuando éste se desempeñaba como senador, en un trino de julio de 2018: “Nunca he eludido a la Corte Suprema para que ahora inventen que la renuncia al senado es para quitarle la competencia. La acusación sobre testigos que me hacen la basan en hechos realizados a tiempos que ejerzo como senador, lo cual mantiene la competencia de la Corte. Obviamente que entre las numerosas funciones de un senador no figura la de ser determinador de fraude procesal y soborno de testigos, puesto que todo congresista debe actuar, como lo señala el artículo 133 de nuestra Constitución, “consultando la justicia y el bien común”. Pero también lo es que el origen de su investigación surge cuando, actuando como senador, se dirigió a la Corte Suprema de Justicia para instaurar denuncia penal contra el senador Iván Cepeda. De tal suerte que hay una relación de causa a efecto en este proceso, cuyo comienzo fue dicho debate sobre la responsabilidad política del entonces gobernador de Antioquia por las numerosas masacres que se cometieron durante su administración. Entre ellas, la de “El Aro”, que acaba de reactivar el ex fiscal Montealegre ante la misma Corte Suprema de Justicia[2]. Masacres cometidas por grupos paramilitares. Más allá de intentar probar la supuesta complicidad y culpabilidad penal de Uribe, asunto temerario, pues para ello se precisaría mucho más que de versiones de testigos –siempre susceptibles de cuestionar y desvirtuar— lo que pretendía el senador Cepeda era que Uribe asumiera su responsabilidad política como gobernador y expresidente por la aplicación de políticas tan nefastas como los “falsos positivos”. Así que estamos ante hechos públicos que, por su magnitud, crueldad y dolor, no se pueden negar. Mucho menos desconocer la responsabilidad política del entonces gobernador y expresidente. Lo que nos conduce a una conclusión abyecta, obvia y muy grave que, todos los colombianos sabemos, pero nos cuesta mucho reconocer y todavía más repudiar: la simbiosis inocultable de la política con el crimen. Simbiosis que sí tuvo la entereza o el cinismo de reconocer el mismo presidente Uribe (el juicio depende obviamente de la mayor o menor afinidad política con el “presidente eterno”) ante un Congreso de cafeteros, cuando le solicitó a sus copartidarios: “les voy a pedir que voten, mientras no estén en la cárcel”[3]. Eran los tiempos de la parapolítica, cuando ignorábamos si teníamos en el Congreso más parlamentarios o presidiarios, aunque cerca de 60 reunían esa doble condición y terminaron condenados por la Corte Suprema de Justicia[4]. Algo realmente insólito e inadmisible en una auténtica democracia, pero comprensible en un régimen electofáctico, donde predominan, legislan y gobiernan los poderes criminales de facto.  Así las cosas, lo que aconteció fue que la política se criminalizó y no se puede afirmar --como lo hacen ahora los abogados de Uribe-que la justicia se politizó. La Corte Suprema de Justicia tuvo que condenar a congresistas que debían su curul al delito de constreñimiento al elector y concierto para delinquir, en asocio con grupos paramilitares. Hubiese prevaricado la Corte al no condenarlos, con el obvio y peregrino argumento de que entre las funciones de los congresistas no figura aliarse con criminales, habiendo ya probado que sí obtuvieron su curul mediante el constreñimiento a los electores e incluso el concierto para delinquir. De allí que la petición del presidente Uribe resulte ética, legal y políticamente inadmisible: “voten, mientras no estén en la cárcel”. Igual que ahora su renuncia a la curul de senador y las maniobras leguleyas de su abogado Granados, demuestran que García Márquez tenía toda la razón cuando escribió, en su proclama “Por un país al alcance de los niños”: “En cada uno de nosotros cohabitan, de la manera más arbitraria, la justicia y la impunidad; somos fanáticos del legalismo, pero llevamos bien despierto en el alma un leguleyo de mano maestra para burlar las leyes sin violarlas, o para violarlas sin castigo”[5].  Y es muy probable que ello acontezca, si el proceso lo asume la Fiscalía, por la incondicionalidad de Barbosa con el presidente Duque y su lealtad al “presidente eterno”, por encima de nuestra sublime y ultrajada Constitución.

Una política absurda y criminal

Siendo lo anterior muy abyecto, es insignificante, si de nuevo este gobierno recurre al glifosato para supuestamente matar la mata que mata, pues se estaría cometiendo por partida doble un ecocidio y un genocidio. Un ecocidio, al devastar una vez más miles de hectáreas de nuestros bosques tropicales, y un genocidio contra campesinos, comunidades negras e indígenas, al poner en grave riesgo su salud y entorno alimentario. Política absurda, pues pocas plantas más portentosas y naturalmente maravillosas que la coca, como lo demuestran cientos de investigaciones científicas, entre ellas una de la universidad de Harvard[6], que resalta sus valiosas propiedades bioquímicas. Y, a falta de ellas, la milenaria tradición cultural y terapéutica de los pueblos aborígenes, que la mambean cotidiana y ancestralmente para su cohesión comunitaria y vitalidad personal. Lo que cada día mata a los campesinos, indígenas y negros es la codicia y el vicio de quienes convirtieron una planta sagrada en un mercado tanático que funciona mediante redes de corrupción inimaginables, que van desde impecables banqueros, pasando por cínicos políticos y numerosos oficiales y miembros de la Fuerza Pública asociados con bandas criminales. Económicamente los sectores más adictos al narcotráfico son el financiero y la industria militar. El primero, blanquea sus ganancias, como lo hizo hace años el Banco de Occidente en Panamá[7] y el segundo, el militar, potencia su criminalidad. Todo ello terminaría si se renunciara a la “guerra contra las drogas” y se regulara por el Estado el cultivo, transformación y comercialización de la coca, como se hace hoy con la marihuana.  Pero no. El presidente opta por el glifosato y el plomo. Una prueba más de que “El futuro (no) es de todos”, pues para los pobres del campo, como lo manifestó la alcaldesa Claudia López, lo que hay es glifosato y plomo al quedar atrapados en medio del fuego cruzado. Se perpetua así una política absurda y criminal, parecida a la de ayer contra la marihuana, cuando era satanizada y se fumigaba con paraquat, como una mata maldita, pero hoy es cuidada y cultivada como planta medicinal bendita por la industria farmacéutica internacional y nacional. Pero parece que el presidente de “la paz con legalidad” está dispuesto a cambiar su lema por el de “paz con letalidad”, sembrando el campo de más víctimas, las ciudades con más desarraigados y diezmando la precaria salud de comunidades campesinas, indígenas y negras, rociándolas con el “inofensivo” glifosato, que está siendo prohibido en toda Europa[8] y tiene a Bayer en aprietos por las indemnizaciones que debe pagar[9]. Y, para completar la abyección política, y despojar de la función de control a órganos de nuestra sublime Constitución, en asocio con sus mayorías cómplices en el Congreso, promovió un nombramiento descabellado en la Procuraduría General de la Nación.

Un nombramiento inadmisible y descabellado

Era constitucionalmente deplorable, aunque políticamente previsible, el nombramiento de Margarita Cabello Blanco como Procuradora General de la Nación, no solo porque así consolidaba el presidente Duque un entramado de incondicionales amigos a su disposición en los órganos de control, sino por la forma como con ello estimula y reconoce la mediocridad y la incompetencia en altos cargos del Estado. Las ejecutorias de Cabello Blanco en el ministerio de justicia son vergonzosas: como máxima responsable del sistema penitenciario no evito su deterioro y una masacre desmesurada en la cárcel Modelo[10], corrijo, una serie de homicidios múltiples con un saldo de por lo menos 23 muertos y 80 heridos. Y, como coordinadora de las gestiones judiciales para la extradición de Mancuso, en asocio con la Cancillería, fue incapaz de presentar oportunamente una solicitud que fuera legalmente aceptada por el Departamento de Estado norteamericano. Valdría la pena que el presidente Duque repasara la entrevista a Álvaro Gómez Hurtado en la revista Diners, número 303, en junio de 1995, donde su admirado y querido maestro, describe así el régimen político colombiano: “El régimen transa las leyes con los delincuentes, influye sobre el Congreso y lo soborna. El régimen es un conjunto de complicidades. No tiene personería jurídica ni tiene lugar sobre la tierra”. Y el discurso de Margarita Cabello en el Congreso, después de su elección, parece asegurar a ese “conjunto de complicidades” su reinado impune, al decir: “Señores senadores y senadoras, no voy a ser factor de crispación, de enfrentamiento o pugnacidad —ya hay muchos haciéndolo equivocadamente—, a ello no me convoquen; yo quiero unir, articular, quiero impulsar para acertar. Más parece un discurso de campaña electoral.  Olvida la nueva Procuradora consultar el artículo 277, numeral 6, de nuestra Constitución, que le impone la función de: “Ejercer vigilancia superior de la conducta oficial de quienes desempeñen funciones públicas, inclusive las de elección popular; ejercer preferentemente el poder disciplinario; adelantar las investigaciones correspondientes e imponer las respectivas sanciones conforme a la ley”. Lo que significa que Cabello Blanco no podrá evitar, eventualmente, ser un “factor de crispación, enfrentamiento o pugnacidad en desarrollo de sus investigaciones disciplinarias contra la corrupción, el abuso de poder o la negligencia gubernamental. Pero no será así. Ella llega a la Procuraduría a “unir, articular, impulsar, para acertar”. En fin, parece que nos esperan niveles de abyección política más inciertos y peligrosos que los presentes en la “nueva realidad”. Una realidad donde las dinámicas de la bolsa y el mercado se pueden imponer sobre la vida y la salud de miles, si no somos personas responsables con nuestro cuidado y el de los demás, y empezamos a actuar como ciudadanos políticamente exigentes, reacios a seguir tolerando esta ópera bufa donde la política y la criminalidad se han fusionado.



[1]“PREÁMBULO: El pueblo de Colombia, en ejercicio de su poder soberano, representado por sus delegatarios a la Asamblea Nacional Constituyente, invocando la protección de Dios, y con el fin de fortalecer la unidad de la Nación y asegurar a sus integrantes la vida, la convivencia, el trabajo, la justicia, la igualdad, el conocimiento, la libertad y la paz, dentro de un marco jurídico, democrático y participativo que garantice un orden político, económico y social justo, y comprometido a impulsar la integración de la comunidad latinoamericana, decreta, sanciona y promulga la siguiente: Constitución Política de Colombia”.