domingo, junio 28, 2020

Era de transición o de trascendencia?




Hernando Llano Ángel

Transición parece ser una palabra mágica, dotada de clarividencia para comprender estos días que corren en forma vertiginosa y fúnebre. Una especie de palabra sortilegio que, supuestamente, nos revelará un cambio positivo de era, donde superaremos las angustias y problemas que actualmente nos agobian. Quizá por ello toda la humanidad está a la espera de la vacuna contra el sars-cov2, para volver a la “normalidad”. En medio de la ansiedad personal por la claustrofobia de las cuarentenas interminables y la crisis económica mundial, la transición que hoy más se añora es volver al pasado. La obsesión es volver a vivir como antes y recobrar rápidamente las tasas de crecimiento económico. Pero ya va siendo hora de reconocer que no tendremos futuro si persistimos en vivir como ayer. Tenemos que rechazar la transición como regreso a esta normalidad mortal e inicua y asumirla, por el contrario, como una oportunidad para trascender nuestro estilo de vida actual. Liberarnos progresivamente de la era antropocéntrica con su consumismo depredador y mercadocéntrico para adentrarnos en una era cosmocéntrica y ecologista, donde la sostenibilidad de la vida y la dignidad humana predominen sobre la ganancia y la codicia.

La vida se subasta en el mercado

Las patéticas escenas de hordas de consumidores, el pasado 19 de junio, que no dudaron en poner en juego sus vidas por ahorrarse el IVA y empeñar sus ingresos con las tasas agiotistas que cobra el sector financiero, es la más deplorable demostración de la pérdida del sentido de humanidad. Así como la decisión gubernamental de facilitar de tajo la movilidad ciudadana, levantando la restricción de las cédulas para las compras electrónicas, demuestra que su sentido de la libertad y la salud humana no van más allá de las ganancias del mercado y la codicia de la banca. Y, lo más grave, es que tal es la tendencia mundial, con ciertos matices y limitaciones. En las civilizadas y avanzadas naciones septentrionales del “primer mundo”, ya vemos sus playas atestadas de turistas, disfrutando quizá el último verano de sus vidas. Estados Unidos de Norteamérica, con su orgullo de ser la primera economía mundial, también exhibe en esta pandemia el mayor número de contagiados y de víctimas mortales en el planeta. Trump convirtió la pandemia en un pandemónium. Igual Brasil, la economía más grande de América Latina, emula con sus cifras al cementerio del norte. No por casualidad sus presidentes, el exitoso hombre de negocios Donald Trump y el autoritario capitán Jair Bolsonaro, idolatran el mercado y sus ganancias. Para ellos no hay dilema alguno entre salud y economía, pues la vida se subasta en el mercado. Como tampoco existe dilema entre el poder y la vida, para gobernantes como Daniel Ortega y Nicolás Maduro, a quienes poco importa la salud y la libertad de sus pueblos, con tal de afianzarse en sus cargos.

No más cuentos chinos

En fin, todo parece indicar que desde la China, Estados Unidos, la Unión Europea y demás economías de consumidores insaciables, piensan que bastará con la invención de la vacuna para que la vida vuelva a ser normal y recobremos de nuevo nuestro control del planeta. En tal caso, nuestra mayor irresponsabilidad sería consentir que la vida de todos y el planeta continúen en manos de depredadores incansables y de emprendedores de hecatombes. Nada sería más equivocado que continuar viviendo en la ilusión de ser los amos de la creación.

Parafraseando con ironía a Friedrich Von Hayek, hoy la fatal arrogancia es la idolatría del mercado y su parafernalia de promoción más eficaz: la informática, la telemática y la inteligencia artificial. Pensar que nuestros más graves problemas existenciales serán resueltos por la nanotecnología, la bioseguridad de una vacuna, la telemática y la robótica, renunciando a nuestra responsabilidad personal y colectiva, es simplemente claudicar de nuestra condición humana. Pero, sobre todo, esa normalidad recobrada será más letal si renunciamos a nuestra condición de ciudadanos y ciudadanas y seguimos delegando nuestras vidas en ciertos gobernantes que no pasan de ser testaferros del mercado, la banca y la criminalidad.

humana y trascendental política

Porque si algo nos ha demostrado la pandemia es que como humanidad solo podremos salvarnos cuando recobremos de nuevo el valor de lo público y, especialmente, que la salud pública no es un botín para el lucro privado y menos para la corrupción e incompetencia de ambiciosos y “ejemplares” funcionarios. En pocas palabras, que si no somos capaces de resignificar la política como la dimensión más vital y trascendental en estos momentos para la humanidad, continuaremos en manos de mercaderes disfrazados de estadistas que confunden los valores y los derechos con los precios y los subsidios. En manos de farsantes que han degradado el foro político en el lodazal del mercado. Para recobrar esta dimensión terrenal e inmanente, pero sobre todo vital y trascendente de la política, debemos asumirnos primero como ciudadanos del mundo antes que como consumidores del mundo. Aprender de culturas milenarias, como nuestros pueblos originarios, que hoy son aniquilados y diezmados por la voracidad de ganaderos, agroempresarios legales e ilegales y consorcios mineros, auspiciados por presidentes y burocracias que han sellado una alianza mortal en nombre del desarrollo, la globalización y la “democracia”. Que deforestan nuestros bosques, los fumigan con glifosato y los desertizan en nombre de la “guerra contra las drogas”, convirtiendo la planta sagrada de Mama Coca en una “mata que mata”. Cuando lo que la ha convertido en una pesadilla interminable, generadora de crímenes inimaginables, no ha sido nada distinto que la estrategia prohibicionista, que eleva a precios siderales la cocaína, como sucedía en el pasado con la “maldita” marihuana, ahora trasmutada en bendita planta medicinal, gracias precisamente a la alquimia política de su legalización y el emprendimiento de la industria farmacéutica. Algo similar puede suceder con la coca, una planta con mayores y más portentosos atributos medicinales, alimenticios y bioquímicos que la marihuana. Pero una mezcla mortal de ambición y dominación política, intervención militar norteamericana, ignorancia, gobernantes sumisos y oportunistas, maniqueísmo y prejuicios morales, permite que la ambición desmesurada de unos pocos narcoempresarios y de un sistema económico narcoadicto continúe devastando la naturaleza y aniquilando a sus más leales protectores, campesinos y líderes sociales. Porque aquí también la transición del ecocidio y del “genocidio” de indígenas y campesinos hacia la protección de los ecosistemas y sus  inclaudicables defensores, pasa precisamente por trascender la criminal “guerra contra las drogas” mediante la transformación y la utilización de la coca en sus múltiples usos medicinales y alimenticios, como milenariamente la han aplicado y valorado los pueblos originarios. Sin duda, este tiempo aciago de pandemia, también nos está enseñando que una forma de trascender es volver al origen, retornar a lo esencial, al cuidado de nuestros bienes vitales y comunes. Reconocernos como seres del universo y no el centro del universo. Releer Laudato si en lugar de correr desaforadamente a los centros comerciales los próximos días sin IVA, si en verdad queremos conservarnos vivos y trascender esa deplorable condición de consumidores y depredadores del planeta.

domingo, junio 14, 2020

De héroes, heroínas, villanos y guerras perdidas.



DE HÉROES, HEROÍNAS, VILLANOS Y GUERRAS PERDIDAS
(Junio 14 de 2020)
Hernando Llano Ángel

Tal podría ser el título para una fábula, con moraleja incluida, de un ignoto país cuyas coordenadas geopolíticas se difuminan entre una penumbrosa legalidad, periódicas elecciones, crímenes sistemáticos y la impunidad institucionalizada. Y su historia naufraga entre el olvido, la ficción, el odio y las mentiras. Donde sus gobernantes y la mayoría de políticos --exceptuando los numerosos líderes sociales asesinados y otros a punta de serlo--[1] se precian de su intachable honorabilidad y sus virtudes pulquérrimas, aunque sus ejecutorias sean incapaces de contener el crimen y la impunidad. En fin, un país de contrastes vitales y mortales. De un lado, con riquezas naturales y una biodiversidad portentosa y, del otro, con un Estado que exhibe las mayores cifras de personas desplazadas, desaparecidas, asesinadas y secuestradas del continente americano, en desarrollo de un conflicto armado interno y degradado que hoy profundiza y consolida una de sus más mortíferas mutaciones: la politización del crimen y la criminalización de la política.

Politización del crimen y criminalización de la política

El crimen está cada vez más politizado e institucionalizado, pues después de las elecciones sabemos que sus aportes fueron decisorios en el triunfo de quienes nos gobiernan. Algunas veces a través de la corrupción corporativa (Odebrecht, Corficolombiana y la contratación ilegal) y, otras, mediante la financiación y apoyo criminal de las campañas (Proceso 8.000; narcoparapolítica y hoy la ñeñepolítica). Así se ha consolidado un complejo entramado electofáctico bajo la perfecta coartada de un régimen democrático. De otra parte, asistimos a la criminalización de la política con el asesinato continuo de  quienes asumen el liderazgo de causas sociales o son perfilados como potenciales enemigos –desde la inteligencia militar, alfil del poder ejecutivo—como sucede con periodistas, magistrados y todo aquel que se atreva a investigar y denunciar esa red intocable e impenetrable de complicidades criminales que gobierna impunemente. Y, todo ello, sin dejar de proclamar el presidente Duque cada noche, con muy buena dicción, orgullo y sin el menor rubor que vivimos en una democracia plena y un Estado de derecho ejemplar, amenazado por el coronavirus, y trate de ocultar que está corroído de tiempo atrás por el narcovirus y la corrupción política. Por eso es el Estado con el mayor número de condenas proferidas por la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Hasta septiembre de 2019 un total de 22 condenas por graves violaciones a los derechos humanos, sin haber cumplido el Estado colombiano parcial o totalmente 14 de ellas, según informe de la Comisión Colombiana de Juristas[2]. Sin duda, un país habitado por millones de personas tan extraviadas y ocupadas en el desafío cotidiano de sobrevivir que, cuando se las convoca para refrendar un Acuerdo de Paz, olvidan acercarse a las urnas y cerca del 63% de ellas deja su refrendación en manos de una minoría que lo rechaza por imperfecto, pues considera que  instaura una paz con impunidad y augura una dictadura“castrochavista”.

El Olvido que somos

¡Cómo si no lleváramos viviendo más de 50 años en una guerra con casi total impunidad! ¡Cómo si nos hubieran gobernado pulcros estadistas que siempre garantizaron el derecho a la oposición y el eventual triunfo de sus contendores! ¡Cómo si no hubieran existido las fechas fatídicas del 9 de abril de 1948 y la cleptocrática del 19 de abril de 1970! ¡Cómo si no hubieran convertido el Estado en un botín a repartir “miti-miti” por más de 16 años durante el Frente Nacional, que algunos glorifican como una valida fórmula democrática! ¡Cómo si no hubieran consentido el exterminio de más de 3.000 miembros de un partido político legal! En fin, como si no llevaran gobernando nuestro país en una alianza con el crimen y la ilegalidad, bajo el manto impenetrable de una espuria legitimidad democrática, al punto que cuando Álvaro Gómez Hurtado lo desveló y advirtió que había que tumbar ese régimen de complicidades y no a Ernesto Samper Pizano, uno más de sus efímeros testaferros, fue inmediatamente asesinado y quizá nunca conozcamos la identidad de sus verdugos. Misión ahora encomendada por el presidente Duque a su Fiscal Francisco Barbosa, aunque ambos estén políticamente impedidos al encontrarse enredados en el escándalo de la Ñeñepolítica, de carácter muy parecido al proceso 8.000, pero con dimensiones mucho más comprometedoras para el presidente Duque, pues invitó al Ñeñe a su posesión presidencial y aparece con él en fotografías muy familiares. Sin mencionar las grabaciones de las conversaciones del Ñeñe con María Claudia Daza, cariñosamente conocida como “Cayita” (¿permanecerá calladita?), entonces asistente del senador Álvaro Uribe en el Congreso, sobre la urgente necesidad de apoyar, “por debajo de la mesa”, la campaña presidencial de Duque en la Guajira durante la segunda vuelta electoral. Y esta madeja de las estrechas relaciones del Ñeñe Hernández con la alta política llega hasta el trino luctuoso del senador Uribe, deplorando que haya sido asesinado en Brasil[3]: “Causa mucho dolor el asesinato de José Guillermo Hernández, finquero del Cesar, asesinado en un atraco en el Brasil donde asistía a una feria ganadera”, difuminando así las sindicaciones de sus relaciones con el narcotraficante Marquitos Figueroa de la Guajira, aliado de Francisco Kiko Gómez[4]. Esta embrollada historia, refundida por el Coronavirus, revela una vez más esa simbiosis tanática de la política con el crimen, mucho más letal para la salud pública que la misma pandemia. Simbiosis que ahora parece estar a punto de olvidarse, desplazada por el escándalo familiar que involucra a la Vicepresidenta Martha Lucía Ramírez, por haber ocultado durante 23 años su asistencia y solidaridad, legítimamente comprensible, con su hermano menor, condenado en Estados Unidos por traficar con heroína[5].

En Colombia no hay “delitos de sangre” ¡Pero sí muchos delitos sangrientos y sangrantes!

Entonces se les recuerda a sus maniqueos impugnadores y opositores que, a viva voz piden su renuncia como Vicepresidenta, que en Colombia no existen los delitos de sangre. Y tienen toda la razón, Martha Lucía Ramírez no debe responder por un delito cometido por su hermano, Bernardo Ramírez Blanco. Esa asistencia financiera, al cancelar los 150.000 dólares impuestos por la justicia norteamericana, era lo mínimo que debía hacer. Aunque no deja de ser censurable su calculado ocultamiento público. Pero lo que olvidan estos airados impugnadores es que en el 2002 Marta Lucia Ramírez se desempeñaba como ministra de defensa durante el primer gobierno del presidente Uribe y en ese entonces sí se cometieron muchos delitos sangrientos y todavía sangrantes, especialmente en la llamada Operación Orión[6] en la ciudad de Medellín, bajo la dirección del general (r) Mario Montoya[7], quien se presentó ante la JEP para aclarar su responsabilidad en los llamados “Falsos Positivos”, entre otras muchas actuaciones “heroicas”. Valdría la pena, entonces, que la actual Vicepresidenta tuviera al menos la honorabilidad de presentarse ante la JEP o la Comisión de la Verdad, como lo ha hecho en varias ocasiones el expresidente Samper Pizano[8], pues le debe explicaciones a cientos de víctimas y a toda la sociedad colombiana sobre sus omisiones y actuaciones frente al desarrollo de la Operación Orión y su desempeño como ministra de defensa. Porque ya es hora de por lo menos ir aclarando responsabilidades en esta confusa historia nacional de héroes, heroínas, villanos y guerras perdidas. Ya es hora de ir conociendo verdades y dejar de vivir en medio de tanta impostura sangrienta. De ir más allá de las leyendas y versiones que nos hablan de héroes intocables, heroínas sacrificadas al servicio público y de villanos irredimibles, que libran guerras en las que todos perdemos, como la guerra contra las drogas. Porque esa guerra jamás se va a ganar con asistencia de militares norteamericanos, ni cometiendo ecocidio asperjando con glifosato nuestros bosques y menos tratando como criminales a campesinos desarraigados, pues esa guerra se está librando en el lugar equivocado. Esa guerra se gana o se pierde en la mente y en el campo de la prevención, la educación y la legalidad, porque es allí donde se estimula el consumo de los millones de consumidores y adictos o la codicia de miles de emprendedores, como bien lo sabe la Vicepresidenta Ramírez con la caída de su hermano Bernardo. Se empezará a ganar desde el día en que se regule legalmente, en forma estricta, el consumo adulto de dichas sustancias, como la ganó Estados Unidos contra el crimen y la corrupción mafiosa cuando derogó el prohibicionismo del licor. Porque ese puritanismo fariseo, siempre presente en las mentes de los “ciudadanos de bien”, inspirado en la visión maniquea de los “buenos” contra los “malos”, lo que ha engendrado es el infierno de la “guerra contra las drogas”. Así lo advirtió Milton Friedman[9], premio nobel de economía en 1976, que algo sabía de ganancias y codicia: “si analizamos la guerra contra las drogas desde un punto de vista estrictamente económico, el papel del gobierno es proteger el cartel de las drogas. Eso es literalmente cierto"10, puesto que la prohibición aumenta exponencialmente su precio.

Moraleja

Entonces la moraleja de esta larga e inconclusa historia sería: no sigamos creyendo en héroes salvadores, heroínas sacrificadas y villanos absolutos. Asumamos el rol de una ciudadanía responsable y activa, pongamos fin a esta tramoya de mentiras institucionales y a este tablao con tantos y tan honorables personajes delincuenciales, a la diestra y la siniestra de nuestra historia, protagonistas impunes de inefables e inolvidables pasajes criminales. Exijámosles, en un acto final de esta tragicomedia, que nos cuenten de una vez por todas sus verdades y asuman sus responsabilidades ante la JEP y la Comisión de la Verdad, que las digan plenamente a toda la sociedad y a las millones de víctimas, sin dejarnos embaucar en sus farragosos parlamentos sobre la “seguridad democrática”, la “paz con legalidad” o, desde la otra orilla, “la paz con justicia social”,  la “Colombia humana” y otras tantas e ingeniosas fórmulas pretendidamente legitimadoras de una violencia “justa y patriótica” o “democrática y legal”. No más mentiras fatales, ya es suficiente con las estadísticas de contagiados y fallecidos por el Coronavirus que, según el gobierno, estamos a punto de contener. ¡Que viva la nueva mortandad, perdón, normalidad!



[1] 442 líderes y lideresas asesinadas desde la firma del Acuerdo de Paz, según las identidades publicadas por EL ESPECTADOR, en la primera página de su edición del 14 de junio de 2020.
[10] El Malpensante, (2000, septiembre 16 a octubre 31) No. 25, p 20