domingo, abril 25, 2021

Una Constitución virtual y nominal

 

UNA CONSTITUCIÓN VIRTUAL Y NOMINAL

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Hernando Llano Ángel

Desde luego que lo virtual y nominal son reales, pero no de una manera vital. Así lo comprobamos todos los días cuando nos vemos y conversamos a través de internet. Nos alegramos y hasta lograrnos reconciliarnos con la vida, pero todo es efímero, distante y frustrante. Somos imágenes etéreas, casi fantasmagóricas, sin cuerpos, condenados al exilio de nuestros propios sentidos, sin podernos palpar y abrazar. Algo peor sucede cuando dejamos que la vida se nos esfume, atrapados en redes sociales, plagadas de mentiras, prejuicios y odios, en un universo donde el espíritu y la realidad son desplazados por la pornografía y el absurdo.

Una Constitución virtual y virtuosa

Algo semejante nos sucede en Colombia con la Constitución del 91, pues al consultarla y leerla nos sentimos reconciliados y hasta orgullosos por el reconocimiento de nuestra dignidad y derechos. Por ese listado de virtudes y valores que contiene su magnífico Preámbulo y con el cual nos identificamos plenamente, cuyo fin es “fortalecer la unidad de la Nación, la vida, la convivencia, el trabajo, la justicia, la igualdad, el conocimiento, la libertad y la paz, dentro de un marco jurídico, democrático y participativo que garantice un orden político, económico y social justo, y comprometido a impulsar la integración de la comunidad latinoamericana”. Sin duda, admiramos esa capacidad de los delegatarios para enunciar y plasmar en menos de seis meses lo que no hemos sido capaces de realizar, como ciudadanos y colombianos, en más de dos siglos de vida política nacional. Ni siquiera hemos sido capaces de vivir políticamente en paz, sin odiarnos y aniquilarnos, esgrimiendo razones y valores para matar al adversario con la mejor buena conciencia. Recientemente, incluso, invocando la “seguridad democrática” y la misma Constitución y, desde hace más de medio siglo, en nombre de la rebelión y de la justicia social. Pero en ambas circunstancias contra la convivencia y la paz política, esencia de la democracia, esa esquiva realidad al alcance de nuestras mentes y manos si efectivamente cumpliéramos el artículo 22 de la Carta: “La paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”. Ya casi olvidamos, precisamente, que el mayor logro de la Constitución del 91 fue haber integrado a la vida política nacional un número significativo de organizaciones rebeldes, como el M-19, gran parte del EPL, la guerrilla indígena del Quintín Lame, el PRT y en 1994 la Corriente de Renovación Socialista, además de la entrega de Pablo Escobar con esa tregua efímera pero vital que desactivó el narcoterrorismo. Así como también olvidamos que el mayor fracaso y error político, incapaz todavía de reconocerlo el expresidente Cesar Gaviria, fue el bombardeo al Secretariado de las Farc-Ep, en Casa Verde, el 9 de diciembre de 1990. Una acción bélica (con bombardeo, balas y tumbas) el día en que elegimos (con pocos votos y en urnas) los delegatarios a la Constituyente. Bombardeo que prolongó, según Pablo Catatumbo,[1]la desmovilización de las Farc-Ep hasta el Acuerdo de Paz del Teatro Colón[2], el 12 de noviembre de 2016, dejando un lastre de víctimas mortales imprecisables y de millones de desplazados todavía irredentos. Esta es la realidad mortal que contrasta con la virtual y virtuosa de la Constitución, resaltada por delegatorios como Antonio Navarro, María Teresa Garcés, Gustavo Zafra, Rosemberg Pabón y el taita Lorenzo Muelas, en un evento virtual conmemorativo de sus 30 años, realizado por la Universidad del Valle[3]. Una Constitución que, por lo tanto, es más nominal que normativa, pues en lo fundamental no rige en la realidad política, ni regula la economía y la vida social conforme a los principios del Estado Social de Derecho que proclama desde su artículo primero “la prevalencia del interés general” sobre el particular. Mucho menos rige en materia de impuestos donde nos impele como ciudadanos en el artículo 95 numeral 9 a “contribuir al financiamiento de los gastos e inversiones del Estado dentro de conceptos de justicia y equidad”. Conceptos que el actual proyecto de reforma tributaria del presidente Duque no aplica al no contemplar gravámenes proporcionales al sector financiero y a las mayores fortunas personales. Para ellos no rigen los imperativos de justicia y equidad, solo las exenciones y ventajas para sus inversiones, mientras grava el trabajo y carga con más IVA a la clase media. Y, en el extremo del cinismo político y retórico, llama a dicha reforma tributaria una “reforma social y solidaria para la sostenibilidad”, mientras derrocha el gasto gubernamental en cuñas publicitarias sobre una supuesta “transformación social sostenible”. De continuar por esta senda de mentiras vamos a desembocar en una “transformación social sangrienta” incontenible, como la que estamos viviendo cotidianamente con el aumento de las masacres, el asesinato de niños, de líderes sociales y de miembros del partido de Los Comunes. Hasta el pasado viernes 23 de abril se habían cometido 30 masacres durante este sangriento 2021, según el registro riguroso de INDEPAZ[4], que dejan 102 víctimas. En Quibdó[5] fueron brutalmente asesinados tres niños y hasta el marte 20 de abril habían sido asesinados 51 líderes sociales[6]. En cuanto a los firmantes del Acuerdo de Paz y miembros del partido Los Comunes ya son 21 los asesinados. Y esta macabra contabilidad aumenta con el número de miembros de la Fuerza Pública que han perdido la vida en cumplimiento de sus funciones, como los patrulleros de la Policía en Puerto Rico, Caquetá, Ana Beatriz López y Juan David Vela.[7] Este es el resultado de la política presidencial de “Paz con legalidad”, que según las anteriores cuentas debería denominarse “Paz con letalidad”. Una política tan fracasada y nefasta como la de “Prevención y Acción” contra la pandemia, que cada día aumenta el número de contagios y víctimas mortales, en proporción directa a la lentitud de la vacunación. Ya estamos en el tercer lugar en Latinoamérica por número de fallecimientos, con 70.446, y de quintos por casos de contagio, con 251 por 100 mil habitantes[8].

De una Constitución Nominal a una realidad política vital

Para contener esta deriva necropolítica, la Corte Constitucional en defensa de la Constitución ha proferido sentencias contra lo que ha llamado un “estado de cosas inconstitucional”, como la sentencia de tutela 025[9] en busca de garantizar los derechos fundamentales a más de 9 millones de desplazados forzosos como consecuencia del conflicto armado interno. Sin duda, tendremos que recorrer este camino de verdades, para pasar de una Constitución Nominal y Virtual a una Constitución Normativa y Vital. Porque bien vale la pena recordar el artículo 16 de la Asamblea Nacional francesa del 26 de agosto de 1789: “Toda sociedad en la cual la garantía de estos derechos no está asegurada ni determinada la separación de poderes, no tiene Constitución”. Y pese a los esfuerzos de la Corte Constitucional y de millones de colombianos, entre los que destacan los líderes sociales, el extenso tejido de organizaciones civiles promotoras y defensoras de los Derechos Humanos, Movimientos Sociales LGBTI abanderados de la diversidad sexual, redes feministas defensoras de su autonomía y derecho al aborto, sumadas a organizaciones populares como las comunidades indígenas del Cauca con el CRIC y la Guardia Indígena, todavía no ha sido posible contener y desarticular los poderes de facto criminales y también los institucionales, que atentan contra la plena vigencia de la Constitución. Es así como hoy el CRIC y la Guardia Indígena están enfrentando valerosamente los narcopoderes[10] que invaden su territorio y convierten la Mama Coca a una mortal mercancía. Para derrotar esos narcopoderes, que solo prosperan con la incompetencia y la complicidad de miembros de agencias estatales, por fin se abre paso en el Congreso una iniciativa legal para el pleno control estatal del cultivo de coca.

Por la regulación estatal y vital de la coca

Iniciativa promovida por los senadores Iván Marulanda y el líder indígena Feliciano Valencia[11]. Sin duda, cuando nuestro Estado tenga la capacidad de regular toda la cadena, desde el cultivo, pasando por la transformación hasta la venta de derivados de la hoja de Coca, la criminalidad corruptora del narcotráfico, que incluso estuvo presente en el origen de la Constitución del 91, será desarticulada con su poder tanático, financiador y corruptor de nuestra vida política, social, económica y cultural. No olvidemos que su presencia ha sido y continúa siendo determinante en la degradación y corrupción de la política institucional, con escándalos como el proceso 8.000, la narcoparapolítica y hoy la ñeñepolítica[12]. Ni hablar de su efecto, todavía más criminal y deletéreo, en la continuidad del conflicto armado interno, con la existencia de ejércitos de narcotraficantes, como las llamadas “Autodefensas Gaitanistas de Colombia”[13], comandadas por el huidizo Otoniel, y la persistencia de la “Nueva Marquetalia” de Márquez y Santrich, las disidencias de Gentil Duarte y la federación de frentes del ELN. Por eso nada más urgente y vital que avanzar en la consolidación de un Frente Político y Social que respalde dicha iniciativa, hasta ganar un consenso nacional tan amplio que permita plantear ante la ONUDC[14] y su organismo fiscalizador de sustancias estupefacientes, la JIFE, el fin de la criminal política del prohibicionismo. Esta debería ser una bandera nacional, en lugar de continuar esparciendo el ecocida glifosato sobre los bosques tropicales, atentando contra la vida, salud y dignidad de campesinos, comunidades indígenas y negras. Un Frente Político y Social que emplace a Biden y demás jefes de Estado, tan comprometidos ahora en salvar el planeta, para que apoyen la regulación estatal de la coca, así como se está haciendo con extensos cultivos de marihuana con fines medicinales. Y ningún sector social con más autoridad moral y sufrimiento acumulado para liderar dicho Frente que las comunidades indígenas del Cauca, como lo demostró la lideresa asesinada, Sandra Liliana Peña[15], gobernadora del resguardo La Laguna-Siberia. Hoy las comunidades indígenas del Cauca nos dan lecciones de coherencia y coraje a todos, pero especialmente a este gobierno mitómano y pusilánime. Son la más clara expresión de un poder civil contra la ilegalidad, el crimen y la corrupción que viene creciendo lentamente desde la séptima papeleta y que se nutre con un mayor pluralismo político y el surgimiento de nuevos liderazgos que ganan las alcaldías en nuestras principales capitales. Quizás así, nuestra Constitución del 91 pronto deje de ser esa hoja de papel, como llamaba Ferdinand Lasalle a las cartas políticas en el siglo XIX, y comience a regir plenamente en todo el territorio nacional sobre los poderes de facto criminales que amenazan y aniquilan la convivencia política y social. Regulación y contención que, obviamente, corresponde a las leyes que  reglamentan la Constitución y a las autoridades que las hacen efectivas, como se pretende en este caso con el proyecto de los senadores Marulanda y Valencia, para que la coca no sea –como nunca lo ha sido— “la mata que mata” sino la que da vida[16]. De esta forma sería arrebatada del control de las manos criminales de los narcos y de la complicidad e ineficiencia de otras muchas manos de políticos maniqueos y de oficiales venales, que defienden a ultranza el prohibicionismo y la guerra contra las drogas, pues provee recursos para campañas políticas y la corrupción. Sin duda, dicho proyecto de ley permitirá que la Carta del 91 transite desde lo nominal y virtual del deber ser a la regulación real y vital del mundo social y político. Que sus principios y artículos no se queden solo en el mundo virtuoso del derecho constitucional e ingresen con eficacia al mundo de la contienda política, donde se define todo en esta tierra, desde cómo vivimos hasta cómo morimos, incluso si pagamos o no impuestos por nuestros funerales, como lo incluye la reforma tributaria de Duque.  



De mitos constituyentes y mitomanías constitucionales

 

De mitos constituyentes y mitomanías constitucionales

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Hernando Llano Ángel

Se puede afirmar que el poder constituyente es el mito fundante de la democracia y de la modernidad política. Proclamar al pueblo, esa entidad fantástica, fantasmagórica y mutable, como el soberano de la vida política y social es un mito poderoso. Un mito del que todos nos sentimos y consideramos parte y por eso no ponemos en cuestión. Lo asumimos, parafraseando a Thomas Jefferson, como una verdad evidente e indiscutible. Un dogma teológico-político del que nadie puede dudar. Y quien ose ponerlo en cuestión inmediatamente es un hereje, cuando no un peligroso monárquico o, peor aún, un reaccionario ultramontano. Curiosamente, desde los más radicales demócratas hasta los más recalcitrantes líderes totalitarios, apelan al pueblo y se erigen en sus voceros auténticos para así legitimar su dominio. Hay un deslumbramiento mítico con la supuesta voluntad del pueblo. Incluso el presidente Iván Duque proclama su regresivo proyecto de reforma tributaria apelando al pueblo, a sus necesidades insatisfechas y su angustia pandémica, llamándola “Transformación Social Sostenible”. Eufemismo que no logra ocultar que vivimos en una “Terrible Sociedad Saqueada” por voraces apetitos como los del sector financiero, con ganancias el año pasado de más de 24 billones[1] de pesos y proporcionalmente con la menor carga tributaria de toda la sociedad. Una voluntad popular en cuyo origen siempre se pueden encontrar desde minorías iluminadas, tecnócratas asépticos, pasando por elites reaccionarias hasta vanguardias revolucionarias, quienes son precisamente los que definen esa voluntad y le dan forma e identidad al mismo pueblo. Por eso fórmulas políticas esencialmente antidemocráticas, como la del Frente Nacional, se legitimaron como expresión de la voluntad popular a través de plebiscito del 1 de diciembre de 1957. Algo semejante aconteció con el poder constituyente de la séptima papeleta, la misma Asamblea Nacional Constituyente y la Carta del 91, que hasta la fecha son presentadas como la quinta esencia del constituyente primario y de la más avanzada y progresista democracia existente en Suramérica. El primero, es un mito que la realidad histórica desmiente y la segunda, lamentablemente, es una mitomanía que la violencia del presente niega todos los días.

EL MITO DE LA SÉPTIMA PAPELETA

Para empezar, el poder constituyente de la séptima papeleta, como lo recordé en el artículo de la semana pasada[2], fue el producto de la violencia narcoterrorista de Pablo Escobar y de la alquimia constitucional de Manuel José Cepeda Espinosa y Fernando Carrillo Flórez. La primera referencia a dicho mecanismo extraconstitucional se encuentra en un Memorando de 1988 que escribió Cepeda, como puede leerse en la crónica de la revista semana titulada “Los Yuppies constituyentes”[3]. A partir del liderazgo, la persistencia, el liderazgo y el reconocimiento de Carrillo entre sus estudiantes de derecho de las Universidades Javeriana, del Rosario y los Andes, así como del apoyo brindado por la gran prensa, ello culminó exitosamente con la votación a favor de la Asamblea Constituyente el 11 de marzo[4]. Y ya bajo la presidencia de Cesar Gaviria, el 9 de diciembre de 1990, asistimos a un mito que se transforma y se convierte en la mitomanía del poder constituyente del pueblo colombiano, pues ese día en que elegimos a los delegatarios para la Asamblea, apenas participamos el 30 por ciento de los ciudadanos habilitados para votar y la abstención fue del 70%[5].  Lo anterior, más allá de las explicaciones plausibles de tan alta abstención --primera votación con tarjetón; sin incentivos clientelistas; en contra de los políticos profesionales de un Congreso clausurado y desacreditado y convocados a las urnas con el único propósito de fundar un nuevo Estado en una Carta Constitucional que no ofrecía puestos ni prebendas, sino principios democráticos, derechos y garantías para todos los colombianos— terminó siendo la expresión de un enorme déficit de legitimidad ciudadana de la nueva Carta Política. El 70% de los ciudadanos y ciudadanas colombianas no comprendieron la importancia de votar por quienes definirían en la Constitución el presente y futuro de sus vidas, de sus derechos y garantías. Y a lo anterior hay que sumar que ese mismo día se bombardeó la sede del Secretariado de las Farc-Ep, que también terminó siendo un fracaso militar y el comienzo de una “guerra integral” que todavía no concluye, pues la abstención cercana al 63% por ciento de los ciudadanos en el plebiscito sobre el Acuerdo de Paz del 2 de octubre de 2016[6], demostraría que la mayoría de colombianos no comprendieron su importancia y les ganó la desconfianza y el pesimismo. Ni lo avalaron votando por el SÍ, pero tampoco lo rechazaron con el NO en las urnas. Así las cosas, pareciera que en Colombia la fábula y la mitomanía nos gobiernan, aunque la mayoría no crea en ellas. Por eso el presidente Duque con absoluta convicción y derroche de retórica presenta una reforma tributaria profundamente regresiva con el nombre de “Transformación social sostenible”, cuando ella es todo lo contrario. Igual sucedió con el consenso constituyente de 1991 que solo existe en la mente de los delegatarios, más no en la realidad política, que es donde realmente importa. Quizá por ello la violencia política no cesa, pues la matriz de la ilegalidad y el crimen continúa inextricablemente asociada con la política, como lo comprobamos desde el proceso 8.000, el Caguán, la parapolítica, la yidis política, Odebrecht y la Ñeñe política[7], ya casi totalmente olvidada. Y el principal consenso que se alcanzó en la Constitución del 91 para la vida y la seguridad de los colombianos no fue propiamente resultado de la deliberación y el acuerdo, sino de la impotencia y del miedo: la eliminación de la extradición de colombianos, consagrado en el artículo 35, ya derogado. Desde entonces, y más ahora con la pandemia del coronavirus, pareciera que el triunfante “Bienvenidos al futuro” de Gaviria se nos ha convertido en la pesadilla del “Regreso al Pasado”: aumentan los desplazamientos forzosos, los asesinatos de líderes sociales, de reincorporados de las Farc-Ep, los desaparecidos en Buenaventura y de nuevo caerá la lluvia letal del glifosato sobre los bosques tropicales. Con la única certeza que ello contribuirá a elevar el precio de la cocaína y el menosprecio de la vida y la salud de campesinos, indígenas y comunidades negras, así como la destrucción de nuevos valiosos ecosistemas que serán arrasados para cultivar más coca en regiones todavía más distantes e inaccesibles que las actuales. Sin duda, la pandemia que nos está aniquilando es más la de la necropolítica que la del coronavirus. Necropolítica que ahora se expresa en MAS-IVA en lugar de la vacunación masiva tan promocionada por el presidente Duque en su show vespertino de “Prevención y Acción”, que seguramente se disputará con el programa de Chávez “Aló Presidente”, el premio histórico a mejor programa de ficción y humor político del continente. En el 2022 tendremos la oportunidad y la responsabilidad de elegir entre la necropolítica o una nueva política de vida, que solo será realidad con la participación más amplia y consciente de todos y todas, sin delegar nuestra voluntad y acción ciudadana en supuestos líderes iluminados y redentores del pueblo colombiano. Ya no es posible seguir viviendo del cuento, pues la realidad es cada día más mortal.

martes, abril 13, 2021

La Matriz política-criminal de la Constitución de 1991

 

La matriz política-criminal de la Constitución de 1991

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Hernando Llano Ángel.

Es célebre la anécdota atribuida a Zhou Enlai sobre la revolución francesa y su impacto en la historia política de occidente, cuando en 1971 durante la vistita del presidente norteamericano Richard Nixon a la China, respondió: “Es demasiado pronto para valorarla”. Pero todo parece indicar que su respuesta estaba referida a los acontecimientos de mayo del 68 en Francia, acontecidos apenas 4 años atrás. De esta forma la respuesta del canciller chino entró a formar parte de la antología de aforismos políticos apócrifos y afortunados[1]. Pero los 30 años que cumplirá nuestra Constitución el próximo 4 de julio no son demasiado breves para valorarla, teniendo en cuenta los objetivos que se proponía y la situación política y de orden público que actualmente vivimos y padecemos. Para que el anterior juicio tenga algún sentido, lo primero que voy a explicitar son los criterios que tendré en cuenta para su evaluación. Y dichos criterios, considero, deben extraerse precisamente de la convulsa matriz política y criminal que la engendró y que la Carta del 91 se propuso superar para hacer posible la paz política y la seguridad, como presupuestos imprescindibles de la convivencia nacional y del desarrollo económico y social en beneficio de la mayoría de colombianos.  Lo anterior es la esencia política de cualquier Constitución moderna, más si se precia de ser democrática, como lo hace la nuestra desde el Preámbulo: “Con el fin de fortalecer la unidad de la Nación y asegurar a sus integrantes la vida, la convivencia, el trabajo, la justicia, la igualdad, el conocimiento, la libertad y la paz, dentro de un marco jurídico, democrático y participativo que garantice un orden político, económico y social justo, y comprometido a impulsar la integración de la comunidad latinoamericana”. Aunque lo anterior no pase de ser una solemne declaración nominal, pues en la vida real su capacidad normativa es casi nula. Sin que ello signifique que la Constitución sea la responsable de semejante impotencia, sino fundamentalmente los actores políticos y gubernamentales que no la acatan (más bien la atacan) ni promueven su cumplimiento y de los ciudadanos que pasivamente los toleran, eligen y reeligen indefinidamente.

La matriz política-criminal

La matriz política-criminal que engendró la Constitución estuvo signada por el narcoterrorismo de los llamados Extraditables que conformaron una alianza con destacados dirigentes políticos nacionales[2], numerosos miembros de la Fuerza Pública[3], del DAS[4] y otros organismos de inteligencia militar, que perpetraron en línea tres magnicidios de candidatos presidenciales que amenazaban --desde distintas vertientes sociales e ideológicas-- un Statu Quo, sostenido desde entonces, más por redes de complicidades criminales que por compromisos, doctrinas o proyectos políticos con respaldo ciudadano y en beneficio de intereses generales. Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo y Carlos Pizarro, cada uno desde su orilla, fueron considerados por ese Statu Quo una amenaza para la continuidad de esa simbiosis tanática de la política con el crimen, que con matices se prolonga hasta nuestros días. Basta leer esta reveladora carta de José Ever Rueda Silva, el hombre de la pancarta,[5] uno de los sicarios de Galán, escrita a su madre, donde revela complicidades como las siguientes: "Nuestro enlace principal, ordenado por 'El Mexicano' y Henry Pérez, era el teniente Flórez, quien dirigía la red de inteligencia del B-2 de la Decimotercera Brigada, así que operábamos con carné de esa brigada. Por eso tuvimos éxito en la muerte del doctor Galán, del doctor Teófilo Forero y Antequera, la bomba de 'El Espectador' y la muerte del hijo de Víctor Carranza". Y para matar a Luis Carlos Galán y no ir a fracasar: "Todo consistía en que Jaime se infiltrara junto a la tarima con su carné del B-2 y con la ayuda de los dos escoltas torcidos del doctor Galán. Todos debíamos usar un sombreo blanco. Mi misión era meterme junto a ellos y tenía que tener una pancarta para disimular y al mismo tiempo con una pistola haría tiros después de que Jaime le disparara al doctor Galán. Esto con el ánimo de crear pánico y que la gente corriera para así poder escapar. Los Chávez, Enrique y Orlando se instalarían en la entrada de Soacha para hacer hostigamiento, el sargento Herrera, que trabajaba con Flórez en la Brigada, nos recogía a los Chávez, a Piña y a mí, para no tener problema, aunque todos portábamos carné del B-2. El combo de Poca Pena también se instalaría a la entrada de Soacha, con eso, si no se lograba matar al doctor, ellos le dispararían un 'rocket' al carro en que sacarían al doctor Galán. Y los otros muchachos se instalaron dentro de una volqueta para entrar a rematar, todos con armas largas. Mi hermano nos decía: tómense un aguardiente, pero no se emborrachen que ya casi llega el paciente. Eran como las 6 y media de la tarde. Así lo matamos". José Ever Rueda Silva fue asesinado en la cárcel Modelo, un mes después de haber escrito dicha carta. La misma suerte corrieron todos los demás sicarios, liderados por Jaime Eduardo Rocha, como se puede leer en la crónica de la revista SEMANA del 14 de agosto de 2004.

La alquimia de la 7 papeleta y el estado de sitio de Barco.

Dicha matriz política-criminal fue transformada por la 7 papeleta que promovió el movimiento estudiantil “Todavía podemos salvar a Colombia”, bajo el liderazgo de dos jóvenes juristas: Manuel José Cepeda, entonces asesor para asuntos constitucionales del presidente Virgilio Barco Vargas, y su amigo, el profesor Fernando Carrillo Flórez, quienes fungieron como alquimistas del cambio por la vía extraconstitucional de la séptima papeleta. Papeleta que fue depositada por los ciudadanos en las elecciones del 11 de marzo, atendiendo el llamado del presidente Barco: “Mañana los ciudadanos también tendrán la posibilidad de depositar en la urna de votación lo que se ha denominado la “Séptima papeleta”. En ella se formula una petición para que la Constitución sea reformada por una Asamblea Constituyente amplia, abierta, y representativa de todos los sectores nacionales”[6]. Es así, como el 11 de marzo de 1990 se contabilizan extraoficialmente cerca de 2.235.493 votos a favor de su convocatoria. Ante semejante hecho político, se genera una dinámica de compromisos entre los precandidatos a la Presidencia de la República que rápidamente los lleva a suscribir un acuerdo para solicitar al presidente Barco la convocatoria oficial de una Asamblea Constitucional. Pero en forma simultánea a este renacer democrático, la escalada de violencia de origen narcoterrorista se agudizaba, pues el 22 de marzo era asesinado el candidato presidencial de la Unión Patriótica, Bernardo Jaramillo Ossa y el 26 de abril el candidato del recién desmovilizado M-19, Carlos Pizarro Leongómez, magnicidios que llevaron al presidente Barco a proferir el Decreto 927 del 3 de mayo de 1990, “POR EL CUAL SE DICTAN MEDIDAS TENDIENTES AL RESTABLECIMIENTO DEL ORDEN PÚBLICO”, y con fundamento en el Decreto 1038 de 1984 que declaró turbado el orden público y en Estado de Sitio todo el territorio nacional, decretó: Artículo 1- Mientras subsista turbado el orden público y en Estado de Sitio todo el territorio nacional, la organización electoral procederá a adoptar las medidas conducentes a contabilizar los votos que se produzcan en la fecha de las elecciones presidenciales de 1990, en torno a la posibilidad de integrar una Asamblea Constitucional. Artículo 2- La tarjeta electoral que contabilizará la organización electoral, contendrá el siguiente texto: ¿Para fortalecer la democracia participativa, vota la convocatoria de una Asamblea Constitucional con representación de las fuerzas sociales, políticas y regionales de la Nación, integrada democrática y popularmente para reformar la Constitución Política de Colombia? Sí -  No”[7]. La Corte Suprema de Justicia, mediante sentencia número 54 del 25 de mayo de 1990, declara constitucional el Decreto 927, y en el acápite V sobre CONSIDERACIONES DE LA CORTE, fundamenta su decisión en el principio de que: “El juicio constitucional debe consultar la realidad social a la que se pretende aplicar una norma: […] Es entonces evidente que hay una clara relación de conexidad entre el decreto que se revisa y los motivos que determinaron la declaratoria del Estado de Sitio. Es más, el no acceder a este clamor del pueblo, será sin ninguna duda un factor de mayor desestabilización del orden público. Es que como dijo Bobbio: “La vida política se desarrolla a través de conflictos jamás definitivamente resueltos, cuya resolución se consigue mediante acuerdos momentáneos, treguas y esos tratados de paz más duraderos que son las Constituciones[8]. Con lo cual, quedó abierto el camino al presidente Cesar Gaviria para la convocatoria de la Asamblea Nacional Constituyente. Pero, paradójicamente, esa Asamblea, terminaría haciendo una tregua momentánea con los Extraditables de Pablo Escobar, quien coronó su máximo objetivo en el artículo 35: “Se prohíbe la extradición de colombianos por nacimiento”. De esta forma, los Extraditables doblegaron a un Estado y un gobierno incapaz de contener su furor terrorista. Para lograrlo, Gaviria terminó aceptando los términos de la reclusión del capo en su Catedral[9], que no fueron otros que su licencia para continuar delinquiendo desde ese santuario de impunidad. De alguna manera, el narcotráfico se politizó con la utilización incontenible de todas las formas de lucha, pues también en la Asamblea Nacional Constituyente tuvo sus delegados y voceros autorizados, patrocinados especialmente por los Rodríguez, como se conocería posteriormente durante el proceso 8.000. Irónicamente, el narcotráfico terminaría constitucionalizado, mientras el presidente Gaviria iniciaba el 9 de diciembre de 1990, día de las elecciones de los delegatarios, con el bombardeo al Secretariado de las Farc en la Uribe, la que posteriormente denominaría la “guerra integral” contra la narcoguerrilla de las Farc. Así las cosas, la Asamblea Nacional Constituyente, en lugar de expedir un “tratado de paz más duradero”, se limitó a realizar una tregua momentánea con el narcoterrorismo de Pablo Escobar, mientras el ejecutivo declaraba una “guerra integral” contra un nuevo enemigo, la narcoguerrilla. Conclusión inesperada: se politizó el narcotráfico y se narcotizó la guerrilla, proceso que se ha profundizado y degradado hasta nuestros días. Un resultado político, militar, social y económicamente totalmente contrario al que perseguía la convocatoria de la Asamblea Nacional Constituyente. ¿Cómo sucedió semejante paradoja político criminal? Es algo que precisa, por lo menos, un par de entregas más, para intentar comprender el presente que vivimos, muy parecido al de hace 30 años, como lo describió el expresidente Gaviria en su prólogo al libro de Humberto de la Calle, “Contra todas las apuestas”, para explicar la convocatoria de la Asamblea Constituyente: “El principal motivo fue la violencia y la sensación de impotencia del Ejecutivo y del poder Judicial, temas que a la gente la asustan y preocupan más que el desprestigio del Congreso”[10].

 



[6]  Cepeda, M. (1993). Introducción a la Constitución de 1991. Bogotá, Colombia: Presidencia de la República, Imprenta Nacional, p. 225.

[7] Echeverri, C. (1993). Conflicto social y constituyente. Medellín, Colombia: Biblioteca Jurídica DIKE, p. 70

[8] Echeverri, C. (1993). Conflicto social y constituyente. Medellín, Colombia: Biblioteca Jurídica DIKE, p. 111 112

[10] De la Calle, H. (2004). Contra todas las apuestas. Historia íntima de la Constituyente de 1991. Bogotá, Colombia: Planeta Colombia, p. 20.

 

domingo, abril 04, 2021

¿Una historia de magnicidios interminables e ilegalidades condonables?

 

¿UNA HISTORIA POLÍTICA DE MAGNICIDIOS INTERMINABLES E ILEGALIDADES CONDONABLES?

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Hernando Llano Ángel

No es necesario remontarse a la noche septembrina[1] y el frustrado atentado contra la vida del libertador Simón Bolívar para verificar la estrecha relación que durante toda nuestra historia republicana ha existido entre la política, el crimen y la ilegalidad. Una historia escrita a muchas manos entre criminales impunes y políticos venales. Políticos más habituados a enterrar a sus adversarios en las tumbas que a ganarles en las urnas. En verdad, un hilo sangriento de magnicidios recorre nuestros hitos políticos desde el pasado remoto con Antonio José de Sucre, Rafael Uribe Uribe, Jorge Eliécer Gaitán, hasta el pasado reciente con Jaime Pardo Leal, Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo, Carlos Pizarro y Álvaro Gómez, para solo rendir tributo a los políticamente más significativos, en un calendario cuyos días no alcanzan para dar cabida a los millones de víctimas anónimas que rememoraremos el próximo 9 de abril. También nuestras coyunturas históricas culminan y comienzan con guerras civiles. El siglo XIX terminó con la guerra de los mil días[2] y el XX comenzó con su agonía. Con razón, entonces, se acuñó el siguiente refrán: “Colombia es una tierra de cosas singulares, hacen la guerra los civiles y dan la paz los militares”. Civiles que magistralmente combinaron todas las formas de lucha y los excesos abominables del odio. Así aconteció a mediados del siglo pasado, durante la Violencia, hasta el “golpe de opinión” de Gustavo Rojas Pinilla, que permitió alcanzar una frágil y escurridiza paz política entre civiles conservadores y liberales. Una paz sellada con el pacto de caballeros del Frente Nacional[3] promovido y firmado por el liberal Alberto Lleras Camargo y el conservador Laureano Gómez Castro, para repartirse miti-miti el Estado y la vida política del país durante 16 años. Tanta milimétrica política y burocrática terminó engendrando, en la cuna de la guerra fría, a las FARC y el ELN, discípulos aventajados en la combinación de todas las formas de lucha y sus excesos criminales, legados por las guerras civiles del siglo XIX y la Violencia entre conservadores y liberales.

La vigencia y urgencia de la paz política

Pero de ese pacto de caballeros del Frente Nacional, sellado con total impunidad, ya que sus protagonistas nunca rindieron cuentas antes los cientos de miles de víctimas generadas por su sectarismo atávico, vale la pena destacar algunos apartes, pues el pacto conserva absoluta vigencia. Especialmente si intercalamos en él algunas expresiones, como la de ciudadanos y ciudadanas colombianas, a continuación de partidos tradicionales, veamos: “Ninguno de los dos partidos tradicionales de Colombia (ahora diríamos ningún ciudadano y ciudadana colombiana) acepta que el delito pueda ser utilizado para su incremento o preponderanciaNecesitamos los colombianos, ante todo, una política de paz, mejor aún, una política que produzca la paz… Contra los violentos, contra los delincuentes, contra los aprovechadores del sectarismo, contra los traficantes de la muerte, que se están ocultando bajo las banderas de partido (hoy se ocultan mejor bajo la política, la legalidad y las economías ilícitas)… Mientras esa paz no exista, mientras haya violencia organizada o esporádica, mientras haya quienes deriven provecho de dar muerte y amedrentar a sus compatriotas o quienes hayan convertido en regular un modo de vivir belicoso y salvaje, los demás problemas colombianos no tendrán solución, comenzando por los económicos, que se afectan esencialmente por la incertidumbre e inseguridad”[4]. Es claro que este diagnóstico, lamentablemente, continúa vigente, aunque ya los actores violentos no sean los dos partidos históricos, sino una constelación de poderes de facto que se nutren de economías ilegales y de alianzas estratégicas con agentes de la Fuerza Pública, políticos corruptos y protagonistas estelares de la política institucional. Es este entramado donde se amalgama lo legal con lo ilegal y lo legítimo con lo ilegítimo lo que ha criminalizado la política, cuyas más recientes expresiones son el proceso 8.000, la narcoparapolítica, el paramilitarismo, la narcoguerrilla y los “falsos positivos” de la “seguridad democrática”. Todo lo anterior tiene como telón de fondo, más no es su origen, la poderosa economía del narcotráfico y su efecto cristalizador en la descomposición acelerada de nuestra sociedad y del régimen político. Un régimen que llamaba a tumbar Álvaro Gómez Hurtado[5], caracterizándolo como una tramoya de complicidades criminales, hoy cada día más evidentes con escándalos como los de Agro Ingreso Seguro, Reficar y Odebrecht, sin dejar de mencionar la “ñeñe política”[6], ya totalmente condonada por el diligente y superdotado Fiscal General de la Nación, Francisco Barbosa[7].

Criminalización de la política, judicialización de la política y politización de la justicia

En esta triada dinámica y cambiante de la relación entre política, crimen e ilegalidad, olvidamos con frecuencia que la Constitución Política de 1991 --sin demeritar su contenido axiológico progresista y profundamente democrático-- es también hija espuria del narcoterrorismo de Pablo Escobar, pues el magnicidio de Luis Carlos Galán catalizó la séptima papeleta y ésta la Asamblea Nacional Constituyente. Y así Escobar logró coronar su máxima aspiración política en el artículo 35 de la Constitución, la prohibición de la “extradición de colombianos por nacimiento”. De allí, que el narcotráfico no sea tanto un delito conexo con la política, sino más bien un delito anexo a la política desde que Nixon declaró la “guerra contra las drogas” con fines esencialmente políticos, como se puede leer en esta entrevista concedida por su asesor Ehrlichman[8] al periodista Dan Baum. El artículo 35 fue posteriormente reformado, cuando el gobierno de Samper encarceló a los Rodríguez y el Congreso restableció la extradición. Pero esta narcotización de la política ya había hecho metástasis en el proceso 8.000[9] y conllevó la inevitable judicialización de la política. De manera que no tiene sentido hablar de politización de la justicia en el proceso 8.000, pues primero se criminalizó la política, como luego se repitió con la narcoparapolítica y los “falsos positivos”. Bajo el gobierno de Álvaro Uribe Vélez y la ley 975 de 2005, las revelaciones de los comandantes paramilitares sobre sus relaciones con numerosos políticos de diversos partidos de la coalición gubernamental y su promoción en los territorios bajo su control militar, terminó demostrándonos que la política se había criminalizado a tal extremo que más de 60 congresistas pasaron de sus curules a la cárcel, como puede verificarse en la siguiente investigación del portal Verdad Abierta.com[10]. Una verdadera genialidad la de estos políticos, pues diseñaron un nuevo régimen político, el penitenciario semiparlamentario. Fueron entonces recluidos en pabellones especiales para políticos criminales, condenados por concierto para delinquir agravado y constreñimiento de electores, pero continuaron ganando elecciones por interpuesta persona o en “cuerpo ajeno”[11]. A esta criminalización de la política, siguió algo todavía más grave e insólito, como fue el cambio de un articulito de la Constitución, que le costó varios años de cárcel a los ministros del interior y de salud, Sabas Pretelt[12] y Diego Palacio[13] por el delito de cohecho. Pero esto no afectaría para nada la legitimidad del triunfo electoral de Álvaro Uribe Vélez en el 2006, puesto que obtuvo el respaldo de 7.397.835 votos. En otras palabras, dicha votación condonó la ilegalidad mediante la cual se reformó la Constitución de 1991, aunque entonces la abstención hubiese sido la mayoría con cerca del 55% del censo electoral. Podría, entonces, hablarse de un crimen de lesa constitucionalidad que ha quedado en total impunidad, pues Uribe alcanzó la presidencia con solo el 28% del censo electoral[14] del 2006 que era de 26.731.700 cédulas vigentes. Razón tenía Edmund Burke cuando sentenció: “Los políticos corruptos son elegidos por ciudadanos honestos que no votan”.

Ciudadanía como juez de última instancia

Y esta larga historia, para demostrar que ningún sistema judicial puede hacer lo que nos corresponde exclusivamente a todos los ciudadanos mediante el ejercicio responsable y consciente de nuestro voto: depurar la política del crimen, la ilegalidad y los “delincuentes de bien”.  No corresponde a la justicia sustituir el juicio ciudadano expresado en las urnas. Esto, a propósito de la investigación en curso de la Fiscalía General de la Nación en contra de Sergio Fajardo[15], más allá de las complejidades penales que entraña una imputación tan insólita, derivada de sus funciones como gobernador de Antioquia, avalada además por el ministerio de Hacienda, por comprometer las finanzas de su Departamento mediante dicho empréstito. Si de ello se derivó un grave detrimento para las finanzas de Antioquia, debemos ser los ciudadanos quienes lo castiguemos en las urnas por su error, pero no le corresponde a la justicia hacerlo, puesto que al parecer no incurrió en delito alguno, sino en una incompetencia administrativa lamentable, todavía más tratándose de un profesor universitario y doctor en matemáticas. Es la ciudadanía en las urnas quien debe emitir un juicio definitivo e inapelable, no el sistema judicial. Igual sucede con el expresidente Uribe, quien probablemente salga airoso en la investigación penal, pero quizá su partido y sus candidatos en el 2022 sean condenados por la ciudadanía. Existen demasiados hechos y evidencias públicas innegables sobre graves delitos durante su gobernación en Antioquia[16] y su gestión presidencial entre 2002 y 2010, así como numerosos funcionarios[17] de su entorno y absoluta confianza han sido condenados por delitos contra la administración pública, violaciones a los derechos humanos y crímenes internacionales que políticamente lo hacen responsable, pues no solo los nombró sino que los respaldó y los continúa defendiendo, como en el caso de los altos oficiales y numerosos miembros de la Fuerza Pública presuntamente responsables de miles de “falsos positivos”, para quienes exige una jurisdicción especial, diferente a la JEP. No lo olvidemos, somos los ciudadanos con nuestra conciencia y voto los jueces de última instancia. No deleguemos en la justicia ordinara, como tampoco en la JEP, nuestra propia responsabilidad sobre quienes deben representarnos y gobernarnos, si queremos de verdad vivir algún día en una democracia de la que no se avergüencen nuestros hijos y nietos. Una democracia donde puedan disfrutar plenamente, con todos los colombianos y residentes en nuestro país, sus derechos y responsabilidades, sin condonar en las urnas ilegalidades y elegir impunemente a tantos “delincuentes de bien” que gobiernan en beneficio propio y de minorías plutocráticas. Minorías que ganan y aumentan sus fortunas, avalando[18] sus candidatos a la presidencia. En memoria de Gaitán, Pardo, Galán, Jaramillo, Pizarro, Gómez y las innumerables víctimas de la violencia política insurgente[19] y contrainsurgente, como la aniquilación de la Unión Patriótica[20], démonos una oportunidad como “país nacional” y derrotemos en el 2022 a este putrefacto “país político”. Ya es hora de empezar a tumbar este régimen de complicidades criminales, sin incurrir en ilusiones populistas y excesos revanchistas, que prolongarían más esta historia interminable de magnicidios e ilegalidades condonables.

 



[4] Vargas, A. (1996). Política y armas al inicio del frente nacional. Bogotá, Colombia: Editorial Universidad Nacional de Colombia.