De mitos constituyentes y mitomanías constitucionales
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Hernando Llano
Ángel
Se puede afirmar que el poder
constituyente es el mito fundante de la democracia y de la modernidad política.
Proclamar al pueblo, esa entidad fantástica, fantasmagórica y mutable, como el
soberano de la vida política y social es un mito poderoso. Un mito del que
todos nos sentimos y consideramos parte y por eso no ponemos en cuestión. Lo
asumimos, parafraseando a Thomas Jefferson, como una verdad evidente e
indiscutible. Un dogma teológico-político del que nadie puede dudar. Y quien
ose ponerlo en cuestión inmediatamente es un hereje, cuando no un peligroso
monárquico o, peor aún, un reaccionario ultramontano. Curiosamente, desde los
más radicales demócratas hasta los más recalcitrantes líderes totalitarios,
apelan al pueblo y se erigen en sus voceros auténticos para así legitimar su
dominio. Hay un deslumbramiento mítico con la supuesta voluntad del pueblo. Incluso
el presidente Iván Duque proclama su regresivo proyecto de reforma tributaria
apelando al pueblo, a sus necesidades insatisfechas y su angustia pandémica,
llamándola “Transformación Social Sostenible”. Eufemismo que no logra
ocultar que vivimos en una “Terrible Sociedad Saqueada” por
voraces apetitos como los del sector financiero, con ganancias el año pasado de
más de 24 billones[1]
de pesos y proporcionalmente con la menor carga tributaria de toda la sociedad.
Una voluntad popular en cuyo origen siempre se pueden encontrar desde minorías
iluminadas, tecnócratas asépticos, pasando por elites reaccionarias hasta
vanguardias revolucionarias, quienes son precisamente los que definen esa
voluntad y le dan forma e identidad al mismo pueblo. Por eso fórmulas políticas
esencialmente antidemocráticas, como la del Frente Nacional, se legitimaron
como expresión de la voluntad popular a través de plebiscito del 1 de diciembre
de 1957. Algo semejante aconteció con el poder constituyente de la séptima
papeleta, la misma Asamblea Nacional Constituyente y la Carta del 91, que hasta
la fecha son presentadas como la quinta esencia del constituyente primario y de
la más avanzada y progresista democracia existente en Suramérica. El primero,
es un mito que la realidad histórica desmiente y la segunda, lamentablemente,
es una mitomanía que la violencia del presente niega todos los días.
EL MITO DE LA SÉPTIMA PAPELETA
Para empezar, el poder
constituyente de la séptima papeleta, como lo recordé en el artículo de la
semana pasada[2],
fue el producto de la violencia narcoterrorista de Pablo Escobar y de la
alquimia constitucional de Manuel José Cepeda Espinosa y Fernando Carrillo
Flórez. La primera referencia a dicho mecanismo extraconstitucional se
encuentra en un Memorando de 1988 que escribió Cepeda, como puede leerse en la
crónica de la revista semana titulada “Los Yuppies constituyentes”[3]. A
partir del liderazgo, la persistencia, el liderazgo y el reconocimiento de
Carrillo entre sus estudiantes de derecho de las Universidades Javeriana, del
Rosario y los Andes, así como del apoyo brindado por la gran prensa, ello
culminó exitosamente con la votación a favor de la Asamblea Constituyente el 11
de marzo[4]. Y
ya bajo la presidencia de Cesar Gaviria, el 9 de diciembre de 1990, asistimos a
un mito que se transforma y se convierte en la mitomanía del poder
constituyente del pueblo colombiano, pues ese día en que elegimos a los
delegatarios para la Asamblea, apenas participamos el 30 por ciento de los
ciudadanos habilitados para votar y la abstención fue del 70%[5]. Lo anterior, más allá de las explicaciones
plausibles de tan alta abstención --primera votación con tarjetón; sin
incentivos clientelistas; en contra de los políticos profesionales de un
Congreso clausurado y desacreditado y convocados a las urnas con el único
propósito de fundar un nuevo Estado en una Carta Constitucional que no ofrecía
puestos ni prebendas, sino principios democráticos, derechos y garantías para
todos los colombianos— terminó siendo la expresión de un enorme déficit de
legitimidad ciudadana de la nueva Carta Política. El 70% de los ciudadanos y
ciudadanas colombianas no comprendieron la importancia de votar por quienes
definirían en la Constitución el presente y futuro de sus vidas, de sus derechos
y garantías. Y a lo anterior hay que sumar que ese mismo día se bombardeó la
sede del Secretariado de las Farc-Ep, que también terminó siendo un fracaso
militar y el comienzo de una “guerra integral” que todavía no concluye, pues la
abstención cercana al 63% por ciento de los ciudadanos en el plebiscito sobre
el Acuerdo de Paz del 2 de octubre de 2016[6], demostraría
que la mayoría de colombianos no comprendieron su importancia y les ganó la
desconfianza y el pesimismo. Ni lo avalaron votando por el SÍ, pero tampoco lo
rechazaron con el NO en las urnas. Así las cosas, pareciera que en Colombia la
fábula y la mitomanía nos gobiernan, aunque la mayoría no crea en ellas. Por
eso el presidente Duque con absoluta convicción y derroche de retórica presenta
una reforma tributaria profundamente regresiva con el nombre de “Transformación
social sostenible”, cuando ella es todo lo contrario. Igual sucedió con
el consenso constituyente de 1991 que solo existe en la mente de los
delegatarios, más no en la realidad política, que es donde realmente importa. Quizá
por ello la violencia política no cesa, pues la matriz de la ilegalidad y el
crimen continúa inextricablemente asociada con la política, como lo comprobamos
desde el proceso 8.000, el Caguán, la parapolítica, la yidis política,
Odebrecht y la Ñeñe política[7],
ya casi totalmente olvidada. Y el principal consenso que se alcanzó en la
Constitución del 91 para la vida y la seguridad de los colombianos no fue
propiamente resultado de la deliberación y el acuerdo, sino de la impotencia y
del miedo: la eliminación de la extradición de colombianos, consagrado en el
artículo 35, ya derogado. Desde entonces, y más ahora con la pandemia del
coronavirus, pareciera que el triunfante “Bienvenidos al futuro” de Gaviria
se nos ha convertido en la pesadilla del “Regreso al Pasado”: aumentan los
desplazamientos forzosos, los asesinatos de líderes sociales, de reincorporados
de las Farc-Ep, los desaparecidos en Buenaventura y de nuevo caerá la lluvia
letal del glifosato sobre los bosques tropicales. Con la única certeza que ello
contribuirá a elevar el precio de la cocaína y el menosprecio de la vida y la
salud de campesinos, indígenas y comunidades negras, así como la destrucción de
nuevos valiosos ecosistemas que serán arrasados para cultivar más coca en
regiones todavía más distantes e inaccesibles que las actuales. Sin duda, la
pandemia que nos está aniquilando es más la de la necropolítica que la del
coronavirus. Necropolítica que ahora se expresa en MAS-IVA en lugar de la
vacunación masiva tan promocionada por el presidente Duque en su show
vespertino de “Prevención y Acción”, que seguramente se disputará con el
programa de Chávez “Aló Presidente”, el premio histórico a mejor programa de
ficción y humor político del continente. En el 2022 tendremos la oportunidad y
la responsabilidad de elegir entre la necropolítica o una nueva política de
vida, que solo será realidad con la participación más amplia y consciente de
todos y todas, sin delegar nuestra voluntad y acción ciudadana en supuestos
líderes iluminados y redentores del pueblo colombiano. Ya no es posible seguir
viviendo del cuento, pues la realidad es cada día más mortal.
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