domingo, abril 30, 2023

MÁS ALLÁ DE LA CRISIS MINISTERIAL

 

MÁS ALLÁ DE UNA CRISIS MINISTERIAL

Hernando Llano Ángel.

La renovación del gabinete presidencial con siete nuevos miembros es mucho más que una simple crisis ministerial. Se trata, nada menos, de la llegada a la nave del Estado de una tripulación de la más alta confianza del Ejecutivo para avanzar más rápido y con mayor determinación por la travesía histórica de mayor calado y riesgo en que se haya comprometido presidente alguno en casi un siglo.  Es la travesía gubernamental más incierta y peligrosa, pues se trata de desmontar una tramoya institucional cuya esencia es la simbiosis de la política con el crimen, la ilegalidad y la violencia, a favor de un statu quo socialmente excluyente y de privilegiados intocables. Ese establecimiento que el sentido común y un periodismo mediocre resume en un problema atrapatodo, la corrupción, que dice mucho y no precisa nada. Es una palabra sortilegio, convertida por todas las encuestas y sondeos de opinión en el chivo expiatorio de todos nuestros males, junto al narcotráfico. Una expresión gaseosa que nos exime reflexionar sobre quiénes son los mayores responsables de esa tramoya estatal que permanece inexpugnable. Incluso, los más listos, afirman que el narcotráfico es el causante de la máxima corrupción de la economía, la violencia política y la degradación moral, pero ignoran que más bien sucede todo lo contrario. Es la economía de mercado y los banqueros los que lavan, AVALan[1], purifican y legalizan esa próspera industria criminal auspiciada por el prohibicionismo y capitalizada por anónimos y exitosos empresarios. Esa tramoya institucional es promovida por la “clase política” más astuta, cínica y ambiciosa de todo el continente. Una “clase política” que, salvo contadas excepciones, es narcoadicta a la financiación de sus campañas y carreras electorales. Por eso se rasga las vestiduras cuando escucha hablar de sustituir el prohibicionismo de la “guerra contra las drogas” por la regulación estatal de su producción y consumo, que nada tiene que ver con la legalización y menos la legitimación del crimen. A esos fariseos de la moralidad y la honestidad política hay que recordarles que solo con la regulación legal de la producción, distribución y consumo del licor, logró Norteamérica combatir con éxito las mafias que con violencia y corrupción desafiaron y minaron ese Estado de derecho y lo convirtieron en una cacocracia[2], con exponentes políticos criminales tan destacados como Richard Nixon y el actual Donal Trump. Pero pasar del prohibicionismo fracasado de la “guerra contra las drogas” a la regulación de su producción, distribución y eventual consumo responsable, como sucede hoy con las bebidas alcohólicas, pondría en grave riesgo la existencia de gran parte de esa “clase política” nacional. Ella vive del periódico fetichismo electoral y de su prestidigitación partidista demagógica, acompañada de trucos como la mercadotecnia electoral y de una legión de mercaderes de votos, que han logrado fijar en la mente de millones de ingenuos ciudadanos que viven en la democracia “más estable y profunda de Latinoamérica”.

¿Una “democracia” genocida?

A tal punto ha penetrado esta falacia monumental en la percepción ciudadana, e incluso en la mayoría de mentes ilustradas, que todavía hoy son renuentes a reconocer que vivimos en la sociedad con los más altos índices de violencia política del continente, lo que ya es una negación flagrante de la democracia. La esencia política de la democracia es precisamente la regulación, contención y deslegitimación de la violencia, mediante el Estado de derecho, que impide su empleo generalizado como un recurso válido para la disputa o el ejercicio del poder gubernamental. Circunstancia ésta que no ha dejado de estar presente durante más de medio siglo en nuestra realidad. Según las cifras[3] del Informe Final de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad (CEV), en la disputa violenta por el poder estatal entre 1985 y 2016, “perdieron la vida 450.664 personas y si se tiene en cuenta el subregistro, la estimación del universo de homicidios puede llegar a 800.000 víctimas”. La desaparición forzada de personas por causa del conflicto armado entre 1985 y 2016 se calcula en 121.768 víctimas y si se tiene en cuenta el subregistro puede llegar a 210.000. Semejante universo de víctimas por causa del conflicto armado interno supera con creces las víctimas de todas las dictaduras del Cono Sur: Paraguay, Uruguay, Chile, Argentina y Brasil. Y el 90 por ciento de dichas víctimas fueron civiles. ¿Cómo se puede llamar democrático un régimen político con semejante victimización de su población civil, que se prolonga hasta el presente? ¿Qué tipo de democracia es aquella que sacrifica en forma consuetudinaria a su población civil y sus victimarios gobiernan impunemente en su nombre y supuesta defensa? De allí el sentido de la llamada política de Paz Total, pues solo con la desarticulación y sometimiento a la justicia de los cerca de “5 megacartales y 23 narcobandas[4] que están presentes en 31 departamentos, se podrá empezar a crear condiciones políticas, sociales y económicas para el funcionamiento de la democracia en todo el territorio nacional. Pero de una democracia real, capaz de garantizar la vida, seguridad y propiedad de todos los colombianos, especialmente de las mayorías que han sido excluidas de sus más fundamentales derechos.

¿A quiénes protege y sirve esta “democracia”?

El Informe Final de la CEV reporta que “entre 1985 y 2013 se registraron más de 537.503 familias que fueron despojadas de sus tierras o las tuvieron que abandonar a la fuerza (Encuesta Nacional de Víctimas de la Contraloría de 2013). Según la misma fuente, entre 1995 y 2004 fueron despojadas o abandonadas más de ocho millones de hectáreas de tierra. ¿Dónde estaban entonces los honorables senadores y representantes que hoy ponen el grito en el cielo porque supuestamente este gobierno atenta contra la propiedad privada y la seguridad jurídica? Para esos cientos de miles de campesinos pobres y minifundistas, de comunidades indígenas y negras sometidas a la violencia extrema de paramilitares y guerrillas, no existió Estado de derecho ni seguridad jurídica alguna. Lo cual demuestra que lo que hemos tenido es una “democracia” de expoliadores, celosa defensora de la propiedad privada de caballeros y señores de la guerra, de latifundistas rentistas y despojadores impunes, donde los límites de lo legal e ilegal se difuminan y confunden con la complicidad de notarios en vastas regiones del país. Esa es la tramoya que hoy invoca con cinismo el Estado de derecho y la defensa de la propiedad privada. Una propiedad que, según el artículo 58 de nuestra Constitución, “cuando de la aplicación de una ley expedida por motivos de utilidad pública o interés social, resultaren en conflicto los derechos de los particulares con la necesidad por ella reconocida, el interés privado deberá ceder al interés público o social”. Una propiedad que “es una función social que implica obligaciones. Como tal, le es inherente una función ecológica”. Además, “el Estado protegerá y promoverá las formas asociativas y solidarias de propiedad. Por motivos de utilidad pública o de interés social definidos por el legislador, podrá haber expropiación mediante sentencia judicial e indemnización previa. Esta se fijará consultando los intereses de la comunidad y el afectado”. Ya la actual ministra de agricultura, Jhenifer Mójica, señalo a Caracol[5]: “No necesitamos llegar a escenarios de la compra obligatoria, en este momento tenemos una sobreoferta de tierras que nos han llegado a través del canal de Fedegan a través de los canales directos del WhatsApp que se generó para recibir ofertas de compra en la agencia Nacional de Tierras. Estamos también ya explorando otras iniciativas del sector privado de la ruralidad que se están sumando cada vez más a que logremos satisfacer esta demanda histórica del campesinado”. Por todo lo anterior, lo que significa el cambio de gabinete no es otra cosa que lo anunciado por el presidente Gustavo Petro en recientes discursos, como el pronunciado en la OEA en Washington[6] y también en Zarzal[7] en la entrega de mil hectáreas a campesinos del Valle del Cauca, y es que estamos ante una transición histórica hacia una auténtica democracia. Una democracia ciudadana, telúrica y al servicio de las mayorías, no la genocida y ecocida que ha gobernado a favor de Caballeros y Señores de la guerra. Y lo que está por verse es si esa transición se hará por vía de reformas forzadas, apelando a procesos participativos reglamentados en la ley estatutaria 1757 de 2015[8], que contempla incluso la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente, o por la vía del pacto mediante reformas aprobadas en el Congreso. Todo dependerá de la correlación de fuerzas políticas entre los partidos, los congresistas y el Ejecutivo, pero también de la conciencia ciudadana para definir la vía y el alcance de esa democracia, donde por fin el “País Nacional” y el País Político” se reconcilien y no transiten por vías antagónicas, como lo alertaba Gaitán el 20 de abril de 1946: “En Colombia hay dos países: el país político, que piensa en sus empleos, en su mecánica y en su poder y el país nacional que piensa en su trabajo, en su salud, en su cultura, desatendidos por el país político. El país político tiene rutas distintas a las del país nacional. ¡Tremendo drama en la historia de un pueblo!”. Transcurridos 77 años ya es hora de superar este drama, de lo contrario continuaremos viviendo en esta monstruosa tragicomedia mal llamada democracia, cuyo verdadero nombre es régimen político electofáctico regentado por un Estado cacocrático.

 

 



martes, abril 11, 2023

LA RESURRECCIÓN POLÍTICA DE LAS VÍCTIMAS

 

LA RESURRECIÓN POLÍTICA DE LAS VÍCTIMAS

https://blogs.elespectador.com/actualidad/calicanto/la-resurrecion-politica-las-victimas

“El mal sufrido debe inscribirse en la memoria colectiva, pero para dar una nueva oportunidad al porvenir” Tzvetan Todorov.

Hernando Llano Ángel

Las víctimas del odio, la intolerancia y el fanatismo, sea este último de origen religioso, político, étnico, o de género, nunca mueren. Ellas siempre resucitan y viven en la memoria y los recuerdos de sus descendientes, sus seres queridos y amigos de toda la vida. No recordarlas y revivir con sensibilidad sus identidades y luchas, nos convertiría en cómplices de sus verdugos. Recordarlas, como aconseja Todorov, “para dar una nueva oportunidad al porvenir”, no para naufragar en el dolor por su ausencia y mucho menos quedar atrapados en el odio o la venganza hacia sus verdugos. También sobreviven en las epopeyas de sus pueblos, que transmiten de generación en generación las gestas y sufrimientos de quienes fueron asesinados y vejados por ser ejemplos y testimonios de vida, verdad, justicia y humanidad, como lo padeció hace más de dos mil años Jesús de Nazaret. Crucificado, en parte, por afirmar que su reino no era de este mundo (Juan 18:36)[1], ese mundo del imperio romano, con todo su poder y violencia, que desde entonces han emulado todos los demás imperios hasta el presente, solo que con mayor ignominia, terror y mentiras. Basta un vistazo a la decadencia del actual imperio hollywoodense con Trump, ese esperpéntico protagonista de la codicia, la lascivia, el racismo, la misoginia y la mentira, y, del otro lado, ver el cinismo y la criminalidad de Putin en la ocupación genocida a Ucrania, que denomina “operación especial”[2]. Ambos son criminales y fantoches del poder a quienes aplauden hoy multitudes de seguidores nacionalistas que los vitorean, como antaño lo hicieron los fanáticos judíos que crucificaron a Jesús de Nazaret. Por eso los que mueren son ellos, esos victimarios imperiales, cuya crueldad y fariseísmo siempre es recordada por sus criminales, vergonzosas e inolvidables hazañas contra la humanidad, por su negación obstinada de la verdad y la justicia. Dichos victimarios suelen reinar y triunfar en su tiempo, pero son condenados al infierno de la ignominia por toda la eternidad. De alguna forma, su gloria efímera es una vergüenza irredimible, son evocados y siempre recordados como verdugos implacables en los archivos de la historia y la memoria de la humanidad. Aunque no faltan seguidores revisionistas que sibilina y periódicamente tratan de reivindicar y negar sus identidades criminales, de santificarlos en el altar de la mentira como supuestos salvadores de la nación, la democracia y hasta la revolución. Pero fracasan rotundamente, porque hoy sus víctimas están más vivas que nunca, ya ellas no están sepultadas en el pasado, se encuentran presentes en la memoria de sus descendientes sobrevivientes; en los museos que albergan sus identidades como el Museo de la Historia del Holocausto, Yad Vashem[3], en las Comisiones de la Verdad[4] y sus informes finales[5]; y en los tribunales que los emplazan y condenan, como la Jurisdicción Especial de Paz (JEP)[6]. Vivimos la resurrección política, histórica y humanitaria de las víctimas sacrificadas. Millones de ellas sacrificadas supuestamente en el altar de la defensa de la democracia o en la instauración de la justicia social y el triunfo de la revolución, cuyos victimarios suelen ser denominados héroes de la patria desde la extrema derecha, o comandantes míticos desde una izquierda radical y revolucionaria, extraviada en maniguas doctrinarias. Una resurrección que cobra vida con las verdades y confesiones de sus victimarios, que les restituye a sus víctimas la dignidad arrebatada y mancillada, ya que es imposible reparar lo irreversible, su aniquilación, desaparición y hasta el brutal desmembramiento de sus cuerpos, arrojados a la corriente profunda y mortal de nuestros ríos o sepultados en miles de fosas comunes, como lo demuestra la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas[7], cuyo tenebroso universo ronda la cifra de 104.602 víctimas espectrales. Pero esos victimarios no pueden eliminar y menos desaparecer el espíritu de todas sus víctimas, con sus verdades irrefutables y sus ejemplos vitales de resistencia contra la violencia y las mentiras de sus victimarios y cómplices encubridores. Poco importa la identidad oficial, rebelde o mercenaria de los mismos, pues cada día están más expuestos a las evidencias irrefutables de los hechos y los testimonios de sus cómplices y víctimas sobrevivientes, que conocemos gracias a los informes de la JEP, en casos como los miles de secuestros de las Farc-Ep[8] y los llamados “falsos positivos”[9] de miembros de la Fuerza Pública. Lo más insólito es que ante tal cúmulo de confesiones y evidencias, los máximos responsables institucionales del Estado colombiano de tanta ignominia no sean capaces de reconocerla y seguir el ejemplo de la cúpula del secretariado de las Farc-Ep, que al menos asumió la responsabilidad de sus crímenes de lesa humanidad y de guerra y se encuentran a la espera de las penas propias[10] de la justicia transicional y restaurativa que les imponga la JEP. Por esa negativa de los líderes políticos y expresidentes del Estado colombiano con sus máximos comandantes operacionales de la fuerza pública a reconocer sus responsabilidades en casos escabrosos como el holocausto del Palacio de Justicia y la masacre de la Unión Patriótica, sin olvidar la complicidad asesina de miembros de la Fuerza Pública con las Autodefensas Unidas de Colombia, los “Pepes”, los “falsos positivos”, la “operación Orión”[11] en la comuna 13 de Medellín  y muchos casos más, es que la Corte Interamericana de Derechos Humanos ha condenado en más de 14 ocasiones al Estado colombiano hasta 2019. Su más reciente condena al comienzo de este año fue por el exterminio de la Unión Patriótica[12], en la que el Tribunal Interamericano asegura que el Estado colombiano “fue responsable directo de más de 6.000 víctimas de esta formación de izquierda, desde 1984 y por más de 20 años”. Por eso es más que insólita esa renuencia de expresidentes, exministros y exministras a reconocer sus responsabilidades gubernamentales, institucionales y personales en los casos anteriores, pues todos ellos y ellas se reclaman creyentes y hasta fervientes católicos, pero se lavan sus manos y conciencias como Poncio Pilato, crucificando a millones de colombianos en nombre de razones de Estado. Así lo hizo el fallecido y piadoso Belisario Betancur ante el demencial asalto del Palacio de Justicia por parte del M-19, y su posterior destrucción e incineración, por la aún más demencial y desmesurada operación de la Fuerza Pública, que todavía la versión oficial denomina retoma y el entonces coronel Alfonso Plazas Vega[13] llamó “mantener la democracia”. Curioso Estado de derecho que pregona la separación de las ramas del poder público, pero promueve la decapitación de la cúpula de la rama judicial y sus más ilustres magistrados de la Corte Suprema de Justicia, Consejo de Estado y auxiliares. Un “Estado de derecho” y una “democracia” incapaz de detener la vorágine asesina que cada día cobra la vida de más líderes sociales y de derechos humanos[14], la mayoría de ellas a manos de organizaciones criminales que se reclaman “revolucionarias”, pero en la realidad son liberticidas y asesinas, signos políticos distintivos de lo más reaccionario, autoritario y antidemocrático que pueda uno imaginar y existir. Lo más inadmisible e inaceptable es que el ELN levante las banderas de la paz y la participación ciudadana, sin dejar de intimidar, disparar contra los líderes sociales y confinar a sus comunidades. ¿Será capaz el ELN de reflexionar sobre lo absurdo que es seguir crucificando un pueblo, al que dice representar, en nombre de su paz liberticida?



martes, abril 04, 2023

NO HAY PAZ NI FUTURO SIN VERDADES NI DEMOCRACIA

 

NO HAY PAZ NI FUTURO SIN VERDADES NI DEMOCRACIA

https://blogs.elespectador.com/actualidad/calicanto/no-paz-futuro-sin-verdades-democracia

Hernando Llano Ángel

Todo parece indicar que la “Paz con legalidad” del expresidente Iván Duque y la “Paz Total” del presidente Gustavo Petro, no obstante obedecer a concepciones políticas e ideológicas incompatibles, tienen en común su letalidad e incapacidad para garantizar la seguridad, la vida y tranquilidad de los colombianos. En desarrollo de la “Paz con legalidad”, entre 2018 y 2022, se consolidó la presencia de Grupos Armados Organizados y la intimidación violenta de la población en cerca del 37% del territorio nacional, según la investigación “Plomo es lo que hay”[1] de la fundación Paz y Reconciliación. El Clan del Golfo, extendió su presencia en 241 municipios; el ELN en 183; las disidencias de las Farc al mando de Gentil Duarte en 119 y la “Segunda Marquetalia” de Iván Márquez en 61 municipios. Por otra parte, las masacres entre 2019 y 2020, aumentaron en más del 300 por ciento. En el 2019 se perpetraron 16 masacres, en el 2021, 72 y en su último año 25, en tres años de la “Paz con legalidad” se cometieron 113 masacres, que Duque insistía en denominar “homicidios colectivos”[2], eufemismo mucho más cínico que el  de “cerco humanitario”[3] del actual ministro del interior Alfonso Prada. Y el número de líderes, lideresas y defensores de derechos humanos asesinados alcanzó la vergonzosa cifra de 957 y de 261 firmantes del Acuerdo de Paz, según detallada relación de Indepaz[4]. Pero en la errática aplicación de la llamada “Paz Total”, los resultados en cuanto al número víctimas de la violencia política en estos 8 meses es similar a la de la “Paz con legalidad”. Según el recuento cotidiano realizado por Indepaz hasta el 31 de marzo, ya van 35 líderes, lideresas y defensores de derechos humanos asesinados[5] y 5 excombatientes firmantes de la paz. Más allá de las respectivas y nobles intenciones de ambas políticas de paz, sin eufemismos, hay que reconocer que sus resultados son letales y frustrantes. Quizá ello obedezca a la incapacidad de ambas políticas de paz de reconocer una verdad de a puño: no puede haber paz, ni legal y mucho menos total, en una sociedad donde la criminalidad se fusiona y difumina en todas sus actividades, empezando por la política, continuando con la economía, la vida cultural y la cotidianidad de todos sus habitantes. El dinero es la savia del narcotráfico y de todas las economías que prosperan en ese inconmensurable umbral penumbroso entre lo legal ilegal en que vivimos los colombianos. Dinero que circula a torrentes por la economía nacional y global. Al respecto, no es que el narcotráfico sea un delito conexo con la política y la rebelión, sino más bien que es una actividad anexa e inmersa en la política desde siempre. Así lo reconoció el expresidente Alfonso López Michelsen en la campaña presidencial de 1982, que perdió frente a Belisario Betancur, en el libro “Palabras Pendientes: Conversaciones con Enrique Santos Calderón”. Dicha confesión precisa ser citada en extenso, para comprender sus posteriores y más escandalosas consecuencias, el proceso 8.000 y la narcoparapolítica, que se reeditan en cada campaña electoral, como la de Duque con la ñeñepolítica[6] y ahora con el supuesto enriquecimiento ilícito de Nicolás Petro[7]. Entonces, el expresidente López Michelsen, le contó a Enrique Santos Calderón sobre la financiación de su campaña y la de Belisario: “Se había realizado la convención de Medellín, que me había proclamado candidato para las elecciones presidenciales de 1982, y el jefe de nuestra campaña era Ernesto Samper. Estábamos en la capital de Antioquia y por la noche llegaron el senador Federico Estrada Vélez y Santiago Londoño a decirme que había un grupo de copartidarios que quería saludarme. Yo estaba de prisa, entré un momento y ni siquiera me senté. Les di la mano a unos tipos que no conocía. Después, en el curso de los episodios, descubrí que eran los Ochoa, Pablo Escobar y, probablemente Carlos Lehder y Rodríguez Gacha. Estuve un rato con ellos y después me salí. Samper se quedó en la reunión con Santiago Londoño, a quien le dieron un cheque por veintitrés o veinticinco millones de pesos, no recuerdo bien, cheque que no ingresó a la campaña sino al directorio liberal de Antioquia. Posteriormente, cuando terminaron las elecciones, en las que participaron como candidatos, además de mi persona, Belisario Betancur y Luis Carlos Galán, se nombró una comisión investigadora sobre el ingreso de los llamados dineros calientes a las campañas, comisión que absolvió de culpa a los tres grupos. Lo cual no resultaba muy afortunado, porque se examinaron las cuentas de Bogotá y, por ejemplo, las de Belisario funcionaban en Antioquia. Su tesorero era Diego Londoño, que después trabajó como gerente del metro de Medellín, y que tenía relaciones muy cercanas con Pablo Escobar”. En cuanto a su dimensión social y cultural, el exprocurador Carlos Jiménez Gómez, en 1987, realizó el diagnóstico más certero y brillante sobre el significado del narcotráfico, hoy plenamente vigente: “Ya el problema del narcotráfico no es un negocio de dos o tres capos, sino un ingrediente normal y masivo de la economía y la vida colombiana; ya no se trata de romper una moral o una ilegalidad sino algo más profundo: un estilo de vida, y un patrón cultural como el de la economía informal […] Sus negocios crecen, su base social se ensancha y multiplica, sus medios de acción se diversifican y desinhiben más todos los días”. Por último, en el terreno económico, es la investigación de la Universidad de los Andes y sus Centros de Estudio sobre Seguridad y Drogas y el de Estudios sobre Desarrollo Económico (CEDE y CESED), en su Documento número 44[8] de noviembre de 2019, el que nos revela la ubicua y masiva presencia del narcotráfico. Estima que “el PIB de la cocaína alcanzaría un 1,88% del PIB total en 2018, más de dos veces el PIB de un sector emblemático como el café, que representa un 0,8% del PIB. Dicha cifra es igualmente preocupante comparada con la del período 2011-14, cuando en promedio solo representó un 0,6% del PIB, y en términos y nominales alcanzó en 2018 unos $18 billones”. Estas cifras revelan que se puede distinguir analíticamente la economía ilegal de la legal, pero en la vida real y en la economía de mercado, a través del lavado de activos realizada por Bancos como el Occidente[9] del prestigioso grupo AVAL y de inversiones cuantiosas en finca raíz, esa diferencia se difumina, nos afecta y “contamina” a todos, excepto al Fiscal Barbosa que maliciosamente acusa a este gobierno de pretender legalizar la cocaína. Más bien es lo contrario, la única forma de poner fin a ese poder criminal, corruptor y devastador del narcotráfico, incluso incrustado en la Fiscalía con la narcoalianza de Ana Catalina Noguera[10], es regulando la producción de la hoja de coca, pues como bien lo advirtió Milton Friedman[11], que algo sabia de economía, es que “si analizamos la guerra contra las drogas desde un punto de vista estrictamente económico, el papel del gobierno es proteger el cartel de las drogas. Eso es literalmente cierto», pues sus ganancias siderales dependen de la prohibición. Por eso, ojalá el contrato de asesoría del gobierno con la afamada economista Mariana Mazzucato[12] contemple la necesidad de alianzas productivas del Estado con los emprendimientos popular que transforman y agregan valor a la hoja de coca, como los realizados por la comunidad indígena Nasa con su aromática  de Coca y Menta, Coca-Nasa[13] y Coca-Pola[14].  Solo reconociendo estas verdades, podremos avanzar por la difícil manigua de la Paz Democrática, que garantizaría la vida de miles de líderes sociales, frenaría el desplazamiento forzado de millones de compatriotas y el confinamiento violento[15] de comunidades campesinas, indígenas y negras, porque sin Paz Política, Social y Ambiental no hay democracia y menos futuro. Desconocer lo anterior y continuar ufanándonos de vivir en la democracia más antigua y estable de Sudamérica es ser cómplices de este degradado conflicto armado interméstico[16] que, como lo demostró el Informe Final de la Comisión de la Verdad[17], nos ha dejado una estela de víctimas mortales cercana al medio millón, siendo el 90% civiles y más de 9 millones de víctimas[18], incluyendo 8.412.309 personas desplazadas forzosamente de sus terruños.