martes, marzo 19, 2019

Duque hace trizas la realidad política y emula a Maduro.


Duque hace trizas la realidad política y emula a Maduro

Hernando Llano Ángel.

Durante su campaña presidencial, Iván Duque hizo celebre la expresión “Ni trizas, ni risas”, para referirse a su posición frente al Acuerdo de Paz entre el Estado y las Farc-Ep. Pero su proceder como presidente de la República nos está demostrando que pretende ir mucho más allá. Está intentando hacer trizas la realidad histórica, política y social de nuestro país. Y para ello, se está valiendo de la combinación más eficaz: la ignorancia, las pasiones y el fetichismo legal que embauca y deslumbra a millones de colombianos. Todo ello, adornado y ocultado tras una retórica plagada de eufemismos y un falso tono conciliador que ha polarizado la opinión. Intenta hacer trizas la realidad histórica, negando la existencia de un conflicto armado interno, invocando de nuevo la defensa de la democracia “más antigua y estable de latinoamérica”, apenas comparable a las exageraciones de Maduro en sus discursos sobre la “tradición republicana de Venezuela”, que condensa la Constitución Bolivariana.  

Duque, aprendiz de Maduro

Y lo está emulando rápidamente, desde la orilla opuesta de la ultraderecha, al desconocer la providencia de la Corte Constitucional sobre la ley estatutaria de la JEP, aduciendo melifluamente que no se trata de un choque de trenes sino de la defensa de la “unidad de los colombianos”.  Con semejantes argucias, el poder ejecutivo desconoce la máxima instancia del poder judicial, la Corte Constitucional, supuestamente en defensa de la democracia. Hace casi 34 años fue destruido el Palacio de Justicia y sacrificado, junto a otros magistrados y un número impreciso de desaparecidos, el presidente de la Corte Suprema de Justicia, Alfonso Reyes Echandía, también en defensa de la “democracia”.  Hoy todavía retumba, como un eco mortífero, la famosa expresión: “manteniendo la democracia, maestro”, del entonces Teniente Coronel Plazas Vega, hoy reivindicado y exaltado por el
Centro Democrático como un un héroe nacional.

Son circunstancias y hechos muy distintos, pero la semejanza política es preocupante, pues la hecatombe del Palacio de Justicia significó el fracaso sangriento del proceso de paz con el M-19. Ojalá las objeciones y los Actos Legislativos anunciados por Duque para modificar el Acuerdo de Paz del Teatro Colón no signifiquen su muerte prematura y una nueva orgía de sangre con el sacrificio de un número inimaginable de civiles y la exaltación de más “héroes nacionales”.  Ya las cifras de las Naciones Unidas son alarmantes, en el 2018 fueron asesinados 110 líderes y defensores de derechos humanos en 24 departamentos y el número de masacres aumentó en 164% respecto a 2017, al pasar de 11 a 29 casos. De otra parte, han sido asesinados 85 excombatientes de las Farc[1]. Un panorama de violencia política que, lamentablemente, corre paralelo al de Venezuela, develando así la inmadurez sangrienta de nuestra magnificada “democracia”, casi con la misma edad de la venezolana, nacida en 1958 con el pacto de “Punto Fijo”, pero exhibiendo la nuestra cifras mucho más escandalosas y vergonzosas de víctimas mortales, superiores a 220.000 y con cerca de 8 millones de desplazados internos. Sin duda, la mayor crisis humanitaria del continente americano,  producto de un atroz conflicto armado interno que hoy se obstina en negar el Centro Democrático.

Más allá de las trizas, la ignominiosa mentira

De allí la osadía y gravedad de la política de Duque, pues no se trata solo de hacer trizas la paz, sino de algo mucho más insólito y absurdo, se trata de negar la misma realidad política e histórica de nuestro degradado conflicto interno. Por eso la necesidad de tres nuevos Actos Legislativos para borrar de plano el Acuerdo de Paz, pues como no existió conflicto armado, mucho menos era necesario un Acuerdo de Paz. Lo que se pretende cobrar ahora en los estrados judiciales es la victoria militar que no se alcanzó en los campos de batalla y que, por el número de víctimas y atrocidades, debería avergonzarnos a todos los colombianos. De paso, tampoco hubo víctimas civiles a manos de agentes de la Fuerza Pública, como los miles de “falsos positivos”, consecuencia de la Directiva 029 del ministerio de defensa[2] en desarrollo de la política de “Seguridad democrática”, ideada por una “inteligencia superior”, según la expresión laudatoria de José Obdulio Gaviria, para referirse al expresidente Uribe Vélez. Tampoco hubo pactos como los de Ralito y Chivolo entre destacados dirigentes políticos, aupados y promovidos por Uribe, con los comandantes de los grupos paramilitares, como el de su primo Mario Uribe con Salvatore Mancuso[3], y mucho menos alianzas y prósperos negocios con numerosos hacendados, empresarios y hasta magistrados como Gustavo Malo Pinilla, protegido y apoyado por la senadora Paloma Valencia[4]. Por ello, cuando los comandantes Paramilitares empezaron a decir la verdad sobre todo lo anterior, entonces fueron extraditados como peligrosos narcotraficantes y difamadores de la integridad y la honorabilidad de los copartidarios de Uribe. Y hasta el día de hoy esa verdad permanece extraditada. En fin, puesto que nada de eso sucedió, o se recuerda, ni hubo conflicto armado interno, no tiene sentido una Jurisdicción Especial de Paz, menos una Comisión de la Verdad y ni hablar de ese embeleco de siglas: SIJVRNR, Sistema Integral de Justicia, Verdad, Reparación y no Repetición. ¿Para qué un director del Centro Nacional de Memoria Histórica si nada de eso existió?  Ya todos los colombianos de bien saben con absoluta certeza qué pasó y quiénes son los políticos impolutos, totalmente inocentes, así como los  empresarios exitosos y honestos –situados en el centro y sin ideologías de odio-- victimizados por una horda de narcoterroristas, “traficantes de derechos humanos”, políticos izquierdistas y jueces venales, simpatizantes del castrochavismo, auxiliadores y cómplices de dictaduras comunistas.

 Síganme los buenos ciudadanos

Tal es la realidad política que promueve con éxito ese joven cortes, con voz firme y hasta apellido aristocrático, tras el cual se oculta una intrincada maraña de intereses, ambiciones, prejuicios y odios, que teme sobre todo  que se develen las atroces verdades de su pasado inmediato y más lejano. Porque bien saben que quien gobierna el presente controla el pasado y escribe el futuro. Ese es el trasfondo de las objeciones y de los nuevos Actos Legislativos que presentará Duque al Congreso, todo ello acompañado de una puesta en escena tétrica que ya empezó, manipulando los sentimientos y exacerbando los odios, utilizando para ello la dignidad ultrajada de las víctimas más indefensas, la niñez abusada por el reclutamiento y la violencia sexual, en desarrollo del brutal combate entre las Farc y el Estado. De esta forma, estamos entrando en la fase más sórdida de la degradación ética, la instrumentalización política de las víctimas más frágiles, sometidas al escarnio del escándalo mediático, sin respeto alguno a su dignidad y dolor. Pero esa es una verdad electoralmente rentable y políticamente muy eficaz para deslegitimar totalmente al adversario. Pronto veremos un espectáculo repugnante, el concurso mediático entre la FARC y el CENTRO DEMOCRÁTICO, compitiendo y exhibiendo el número de víctimas que mutuamente se incriminan. Las redes sociales podrían colapsar de  víctimas, dolor, mentiras y odio sin límites.

Duque, fumigador y emprendedor

Y para completar semejante escenario de horror, se lo refuerza con la promoción de otra política que merece el aplauso y estímulo de la galería y del más grande y peligroso impostor político del mundo, Donald Trump: hay que fumigar con glifosato la portentosa biodiversidad de nuestros bosques y la precaria salud y vida de miles de campesinos marginados. Ya Fernando Londoño, desde su editorial del programa radial “La hora de la verdad”, clama: “Glifosato, pero a la lata (…) que llueva glifosato sobre los campos”. No importa que el glifosato cause graves daños a la salud de las campesinas embarazadas y que sus hijos nazcan con deformaciones, enfermedades y limitaciones insuperables. Esa violencia contra la niñez campesina se oculta bien, no causa escándalo y nadie es responsable, así sea una política estatal promovida desde la Presidencia. Poco le importa a Duque que corra el riesgo de causar un irreversible ecocidio, pues le asiste la encomiable intención de derrotar a los narcoterroristas, y menos si se suma a la lista infame de maltratadores y violadores de la salud, la dignidad y el futuro de la niñez campesina[5]. Tampoco parece importarle mucho las consecuencias del fracking,  pues se hará con mucho cuidado, para el bienestar de todos los colombianos. Sin duda, de buenas intenciones está empedrado el camino al infierno. Pero la mayoría de colombianos ya no soportamos más seguir viviendo en este celestial infierno, así no seamos tan virtuosos como quienes hoy  nos gobiernan y cuestionemos su obsesión por salvarnos de los narcoterroristas, violadores de niños y castrochavistas, sometiéndonos eternamente a las llamas de la guerra, las mentiras maniqueas de sus políticas de odio y su justicia revanchista, para de paso eludir cínicamente sus responsabilidades históricas ante miles de víctimas. Por todo lo anterior, hoy el nombre de la justicia es la verdad, la memoria y la dignidad de todas las víctimas: las del campo y la ciudad, las desplazadas y las exiliadas, las muy pobres y muy rica, las notables y sin nombre. Por eso la JEP, la Comisión de la Verdad y la Unidad de Búsqueda de los desaparecidos son un derecho y una responsabilidad de la mayoría de los colombianos, si queremos algún día vivir en paz y mirarnos de frente sin vergüenza y culpa alguna, al no haber aceptado por más tiempo ser cómplices pasivos o activos de tanta mentira, ignominia e impunidad. Sólo las verdades de las víctimas –por duras y atroces que sean-- y la plena asunción de responsabilidades por parte de todos sus victimarios –sin excepciones, justificaciones y subterfugios-- nos podrán reconciliar con nuestro pasado y tener un horizonte de convivencia pacífica, sin más vengadores irredentos, gracias a una justicia restauradora y reparadora, situada más allá del castigo y del ajuste de cuentas revanchista.