jueves, julio 18, 2013

El Catatumbo: Laboratorio de guerra, paz y... coherencia.

DE-LIBERACIÓN


El Catatumbo: laboratorio de guerra, paz… y coherencia

Publicado en www.razonpublica.com Domingo 30 de junio de 2013

Las protestas campesinas — y sobre todo su manejo torpe por parte del gobierno — muestran que ha llegado la hora de la coherencia entre las palabras y las acciones: hay que sincronizar el tiempo político con el tiempo social.

Hernando Llano Ángel *

Entre el cielo y el infierno

En un reciente comunicado, las FARC afirmaron que las conversaciones de paz discurrían entre el cielo y el infierno. Por la forma violenta como transcurren las protestas de los campesinos del Catatumbo — que han cobrado ya la vida de cuatro civiles y causado numerosos heridos entre la Fuerza Pública — el infierno queda en Colombia y el cielo queda en La Habana.

En parte, ello se debe a la perversa ambigüedad del lenguaje cuando refleja acuerdos entre fuerzas antagónicas, como el gobierno y las FARC, que polarizan en bandos irreconciliables a los grandes sectores de una sociedad. Entonces se incurre en eufemismos y en excesos retóricos como los del “Acuerdo General para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera”, como si fuera posible regular toda la compleja pluralidad y disparidad de intereses en una sociedad moderna mediante la eliminación de los conflictos, embarcándose en un maximalismo idílico y armonioso.

Los delegados de las FARC en ocasiones parecen pretender alcanzar el cielo con algunas de sus propuestas, como las de participación política, en la mesa de conversaciones en La Habana. Al igual que los delegados del gobierno, en sus respuestas negativas a dichas pretensiones, creen que en Colombia vivimos en el cielo de la democracia participativa y el Estado Social de Derecho, apenas enunciados en la Constitución de 1991.

Ambas partes deberían poner sus pies en la tierra y llamar las cosas por su nombre, para evitar que protestas sociales como las de los campesinos del Catatumbo se conviertan en un infierno.

Porque justamente dichas protestas contienen el almendrón de nuestro degradado conflicto: la disputa por la tierra, los cultivos de uso ilícito, la expoliación de los recursos minero–energéticos y la vigencia de los derechos sociales, económicos y culturales, cotidiana y secularmente desconocidos a la inmensa mayoría de los campesinos. Todos temas incluidos en la agenda en La Habana.

¿Un pueblo escéptico y maduro?

Entonces — en aras de alcanzar una meta verificable — resulta imperioso que tanto el gobierno como las FARC entiendan que su compromiso histórico es ante todo poner fin al conflicto armado, sin lo cual todo empeño por construir una paz estable y duradera está condenado al fracaso.

De otra manera, la búsqueda de la paz naufragará en el terreno cenagoso de una guerra mezquina donde todos los días caen más víctimas civiles, mientras los portavoces de las partes armadas civilizadamente se descalifican y deslegitiman ante la opinión pública nacional e internacional.

Por consiguiente, de lo que ahora se trata es de abolir el recurso a la violencia política —ya sea institucional, insurgente o para–institucional — para poder reconocer y tramitar los conflictos de origen social, económico, étnico o cultural por la única vía que puede contribuir a construir una paz estable y duradera: la resolución política y civil de los mismos.

Es decir, mediante la participación política, garantizando la vida y pluralidad de todos los intereses y de sus portadores, sin el temor a la persecución, desaparición o aniquilación, como lamentablemente está ocurriendo en El Catatumbo.

No se trata, entonces, de poner fin al conflicto, sino más bien de realizar su potencial para el cambio social creativo. Y para ello es condición sine qua non el tratamiento político–social y no militar–policivo de la protesta por parte del gobierno, así como el divorcio entre la acción armada de la guerrilla y la justa indignación de los campesinos.

Razón tenía el maestro Estanislao Zuleta cuando sentenció: “Sólo un pueblo escéptico sobre la fiesta de la guerra y maduro para el conflicto merece la paz”.

Es el tiempo político y social de la paz

El tiempo político de la paz está ahora determinado por la coherencia entre las palabras y las acciones. No se puede convenir en La Habana un acuerdo sobre la consolidación y la ampliación de las Zonas de Reserva Campesina (ZRC) y, al mismo tiempo, disparar contra los campesinos que las exigen en el Catatumbo.

Pero tampoco pueden las FARC abogar por las ZRC y seguir sembrando el campo con minas antipersonales, reclutando a los jóvenes campesinos y amenazando con extorsiones las inversiones en el campo.

Sin duda, a más compromisos rotos por parte del gobierno y promesas incumplidas con los diversos sectores sociales — ya sean cafeteros, transportadores, cacaoteros, estudiantes… — menos tiempo político para la paz y más combustible para la desesperanza, la ira y la violencia: es decir, tiempo para la guerra.

No sobra repetirlo: la mejor estrategia para sembrar la paz es la coherencia entre las palabras y las acciones por parte del gobierno y de las FARC. Por eso deberían comprometerse a dejar de utilizar la población civil como masa de maniobra:

• El gobierno con sus cálculos mezquinos para una eventual reelección, que saldría victoriosa si antes logra firmar el acuerdo del fin del conflicto; de aquí su premura en lograrlo antes de culminar este año.

• Y la FARC, apostando a la radicalización violenta de las protestas sociales, para demostrar su fortaleza política y militar.

Si ambas partes persisten en sus tácticas, es probable que ganen los partidarios de la guerra, que apuestan al fracaso de las conversaciones en La Habana. Una de las mejores formas de evitar lo anterior, es exigir desde nuestro poder ciudadano acciones concretas de voluntad y de coherencia política al gobierno y las FARC, que pasan por el respeto progresivo e incondicional de los derechos y la autonomía política de la población civil, acatando en forma incondicional e inmediata el Derecho Internacional Humanitario.

De allí la urgencia de convenir un plan de desminado del campo con las FARC, así como su compromiso de no escalar violentamente las protestas sociales. Pero también es preciso exigir al gobierno que atienda las reivindicaciones sociales en forma concertada y mediante políticas de largo aliento, no a través de subsidios transitorios con clara proyección e intención electoral.

Quizás así se vaya alcanzando la confianza para avanzar hacia el tercer punto de la agenda: el cese del fuego bilateral, el abandono de las armas y la violencia política por parte de las FARC.

El mayor desafío en esta hora es lograr una convergencia entre las conversaciones y eventuales acuerdos en La Habana con el tiempo político de las transformaciones exigidas por las reivindicaciones y protestas sociales, para así superar esa falsa dicotomía entre el cielo y el infierno y alcanzar nuestra humana convivencia en esta tierra, sin convertirla en un valle de lágrimas, como sigue sucediendo.



* Politólogo de la Universidad Javeriana de Bogotá, profesor asociado en la Javeriana de Cali, socio de la Fundación Foro por Colombia, Capítulo Valle del Cauca. Blog: calicantopinion.blogspot.com.



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¿La Constituyente de la paz o la Paz Constituyente?

DE-LIBERACIÓN


(Junio 23 de 2013)

¿LA CONSTITUYENTE DE LA PAZ O LA PAZ CONSTITUYENTE?

Hernando Llano Ángel.

Un fantasma recorre las calles de La Habana y está a punto de ahuyentar la obsesión por la paz que reinaba en las conversaciones entre el Gobierno y las FARC. Justo cuando ambas partes abordan el segundo punto sobre la participación política, se extravían en un confuso y laberíntico debate político-jurídico sobre el sentido y alcance de una Asamblea Nacional Constituyente. Probablemente ello se deba a la idea entre romántica y narcisista que conserva el gobierno de la Constituyente de 1990 y de la Carta del 91, frente a la imagen de frustración y engaño que tienen las FARC, pues el mismo 9 de diciembre en que elegíamos los delegatorios, era bombardeado el Secretariado en Casa Verde. El siguiente es el recuerdo de Pablo Catatumbo, en entrevista con Alfredo Molano:

“Nosotros estábamos preparados para la constituyente, y el gobierno de Gavira, sin oponerse públicamente a nuestra participación, barajaba sus cartas. Con una de ellas en el bolsillo llegaron altos funcionarios del Gobierno a conversar con Marulanda un mes antes de la elección de constituyentes; buscaban definir el número de constituyentes de la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar (CGSB), compuesta por ELN, EPL, FARC y M-19 en la asamblea constituyente. Conversaron con Marulanda y con Alfonso en muy buenos términos hasta que se trató el número de constituyentes de la Coordinadora. Días antes se habían reunido sus jefes Francisco Caraballo, el cura Manuel Pérez, Carlos Pizarro con Marulanda para definir nuestra participación. Las cifras eran muy distintas y la diferencia muy grande. Gaviria ofrecía cinco cupos y la Coordinadora pedía 20. Una vez puestos los números sobre la mesa, los delegados dijeron: “Los toman o los dejan”. Marulanda no contestó ni sí ni no, dijo solamente: “Necesitamos un tiempo para consultar con todos los miembros de la CGSB”. No hay tiempo, respondieron en forma perentoria los funcionarios, el helicóptero no puede volar después de las 5 de la tarde. Ustedes deben tomar la decisión ya. Marulanda no podía tomarla y les dijo: “Quédense esta noche aquí y mañana encontramos una solución”. Respondieron: No, no tenemos tiempo. Marulanda les ripostó: si no tienen una noche para conversar, ¿qué tiempo le van a dedicar a la paz? Así que el helicóptero salió aquella tarde sin una respuesta. Un mes después, el día de la elección de constituyentes, el Ejército bombardeó los campamentos del río Duda. Fue la llamada Toma de Casa Verde, que ni fue en Casa Verde ni fue toma; el coronel Alfonso Velázquez reconoció después en un escrito que el alto mando militar admitió que el operativo había sido un gran error militar. La realidad es simple y llana: No nos liquidaron, allá seguimos. Lo digo ahora: Los ultimátum no sirven con las Farc. Fue el momento en que más cerca hemos estado de un acuerdo de paz. Es obvio que si nosotros participamos en una constituyente y compartimos su redacción, de hecho, nos acogemos a ella sin reservas y queda sin fundamento el alzamiento armado. La insurgencia no puede seguir alzada en armas contra una Constitución que ha suscrito”.

“Ni tanto que queme al Santo, ni tan poco que no lo alumbre”.

En contraste con Catatumbo, De La Calle y Carrillo, protagonistas indudables en la concepción y parto de la Carta del 91, se comportan como padres orgullosos y defienden la legitimidad y cuasi perfección de la criatura, contra toda evidencia histórica. No hay que olvidar que dicha Constituyente es también hija de la violencia del narcoterrorismo de Pablo Escobar, que la catalizó desatando paradójicamente el proceso civilista de la 7 papeleta, más mediático que democrático, pues a la postre el índice participación ciudadana en la elección de los delegatorios apenas alcanzó el 25% del censo electoral de entonces. Y si realizamos un balance imparcial y consideramos el logro de sus objetivos históricos: la paz política, la democracia participativa, el fortalecimiento de la justicia y la construcción del Estado Social de derecho, su déficit es más que deplorable. La política en lugar de legitimarse se metamorfoseo en narco y parapolítica, convirtiendo la "democracia participativa" en una simbiosis entre el crimen, las elecciones y la corrupción administrativa, con capacidad para asaltar y hasta dirigir la nave del Estado en vastas regiones del país. La justicia está a punto de naufragar en la travesía del clientelismo, los privilegios salariales de las altas Cortes y un mar de impunidad agudizado por la crisis del sistema carcelario. Y sobre la existencia del Estado Social de derecho, habría que preguntarle a las cerca de 5.405.629 víctimas que se han registrado en la Unidad de Víctimas de la Fiscalía hasta qué punto ese pomposo Estado les garantiza sus derechos fundamentales. Bastaría con mirar de frente tal Estado de cosas inconstitucionales, como lo describe a menudo la Corte Constitucional en sus providencias, para despertar del embrujo del poder que se atribuye a las Constituyentes y a la promulgación de la más “democrática y progresista Constitución del continente”, como la denomina el coro gubernamental y sus barítonos De La Calle y Carrillo.

Gobierno y FARC, rehenes de la Constituyente.

Pero no. Todo parece indicar que tanto el Gobierno como las FARC están secuestrados por tan poderoso fetiche. El primero lo invoca para conservar intocable su espíritu “profundamente democrático”, que no pasa de ser un espectro frente a las dimensiones horripilantes de muestra crisis humanitaria. Y las segundas se aferran como naúfragos de sus excesos belicistas a la tabla de salvación de una Constituyente, con la ilusión de que entonces serán los protagonistas del pacto fundacional de la “Nueva Colombia”, con la amplia participación de un pueblo imaginario del cual se consideran su vanguardia y entonces promulgarán una auténtica Carta democrática en tránsito al socialismo. Tanto el Gobierno como las FARC parecen vivir en el reino perfecto de las ficciones políticas y continúan siendo víctimas de la más crónica y grave enfermedad que aqueja nuestra historia política: el fetichismo constitucional, magistralmente diagnosticado así por Miguel Samper en 1867 en su libro “La miseria en Bogotá”: “Al leer tantas Constituciones como las que se expiden en estas tierras, se nos ocurre que en vez de tantos libros consultados para elaborarlas, convendría empapelar los salones de las Cámaras con los cartelones en los que el Doctor Brandreth recomendaba sus píldoras con un aforismo tremendote: “Constitución es lo que constituye, y lo que constituye es la sangre”; sea la que se derrama a torrentes en la guerra, o la que queda en las venas de los señores que legislan, inficionada por los odios, la sed de venganza y la vanidad.” Después de casi dos siglos, ya va siendo hora de comprender que la metáfora médica del Doctor Brandreth no es el remedio más apropiado para la paz política, pues no se alcanzó durante el siglo XIX ni el XX, salvo breves interregnos, en gran parte debido la virulencia por proclamar nuevas y mejores constituciones. Porque, como bien lo demostró Hernando Valencia Villa, ellas no pasaron de ser “Cartas de Batalla”, incluso la mitificada carta del 91, que terminó siendo una tregua efímera con Pablo Escobar y una paz fragmentada que no incluyó a las FARC ni al ELN, entonces considerados por Gaviria y De La Calle monstruos políticos antediluvianos, heridos de muerte por los escombros de la caída del muro de Berlín. Pero para el resto de colombianos no fue el “fin de la historia”, sino más bien el comienzo de una interminable pesadilla marcada por la simbiosis entre la política y el crimen, tanto del lado institucional (la narcoparapolítica y la “seguridad democrática”) como del lado insurgente con sus espurias relaciones y nefastas coaliciones con el narcotráfico y el secuestro.

La paz se induce desde abajo, con sus pobladores y en sus regiones, no se deduce desde el centro y en las Constituyentes.

Así las cosas, habría que concluir que las constituyentes entre nosotros no engendran paz duradera, si acaso treguas parciales cuando no prolongadas y degradas guerras. Más bien suele acontecer lo contrario en la realidad. Es la paz la que constituye nuevos órdenes políticos de convivencia, como no cesan de demostrarlo en muchas regiones comunidades campesinas, indígenas y afros, los numerosos Premios Nacionales de Paz que encarnan epopeyas de civilidad y concordia. Los ejemplos abundan, incluso contra la voluntad vanguardista y militarista de las FARC y el ELN, sumada a la férula represiva del Estado, como son los casos de la Asociación de Trabajadores Campesinos del Carare; la Guardia Indígena del Cauca; la misma Comunidad de Paz de San José de Apartadó y el Programa de Desarrollo y Paz del Magdalena Medio, para sólo mencionar los ejemplos más conocidos, victimizados y estigmatizados. Y ello es así porque la paz política sólo será estable y duradera cuando se sustente en el poder de la civilidad y no de los protagonistas de la guerra. En ese poder que surge, como bien lo advirtió Hannah Arendt, “cuando las palabras y los actos no están separados. Cuando las palabras no se utilizan para velar intenciones sino para descubrir verdades y los actos no se realizan para violar y destruir, sino para establecer relaciones y nuevas realidades”. Y es esta dimensión y compromiso con el poder constituyente de nuevas realidades lo que ahora está ausente en La Habana, tanto en el Gobierno como en las FARC, que deberían empezar por el respeto irrestricto e incondicional de los civiles y sus derechos fundamentales, acatando su voluntad y anhelo de vivir ya en paz, sin tener que esperar una incierta y fantasmagórica nueva Constituyente. Porque de no hacerlo pronto, conviniendo una tregua bilateral internacionalmente supervisada y verificada, se perderá la fe en la paz y de nuevo resurgirán las ansias de guerra y venganza, aupadas por los que siempre ganan conservando sus privilegios en nombre de la “seguridad y la democracia”. Entonces se profundizará y prologará esta degradada guerra en nombre de la Constituyente de la paz.