jueves, julio 18, 2013

¿La Constituyente de la paz o la Paz Constituyente?

DE-LIBERACIÓN


(Junio 23 de 2013)

¿LA CONSTITUYENTE DE LA PAZ O LA PAZ CONSTITUYENTE?

Hernando Llano Ángel.

Un fantasma recorre las calles de La Habana y está a punto de ahuyentar la obsesión por la paz que reinaba en las conversaciones entre el Gobierno y las FARC. Justo cuando ambas partes abordan el segundo punto sobre la participación política, se extravían en un confuso y laberíntico debate político-jurídico sobre el sentido y alcance de una Asamblea Nacional Constituyente. Probablemente ello se deba a la idea entre romántica y narcisista que conserva el gobierno de la Constituyente de 1990 y de la Carta del 91, frente a la imagen de frustración y engaño que tienen las FARC, pues el mismo 9 de diciembre en que elegíamos los delegatorios, era bombardeado el Secretariado en Casa Verde. El siguiente es el recuerdo de Pablo Catatumbo, en entrevista con Alfredo Molano:

“Nosotros estábamos preparados para la constituyente, y el gobierno de Gavira, sin oponerse públicamente a nuestra participación, barajaba sus cartas. Con una de ellas en el bolsillo llegaron altos funcionarios del Gobierno a conversar con Marulanda un mes antes de la elección de constituyentes; buscaban definir el número de constituyentes de la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar (CGSB), compuesta por ELN, EPL, FARC y M-19 en la asamblea constituyente. Conversaron con Marulanda y con Alfonso en muy buenos términos hasta que se trató el número de constituyentes de la Coordinadora. Días antes se habían reunido sus jefes Francisco Caraballo, el cura Manuel Pérez, Carlos Pizarro con Marulanda para definir nuestra participación. Las cifras eran muy distintas y la diferencia muy grande. Gaviria ofrecía cinco cupos y la Coordinadora pedía 20. Una vez puestos los números sobre la mesa, los delegados dijeron: “Los toman o los dejan”. Marulanda no contestó ni sí ni no, dijo solamente: “Necesitamos un tiempo para consultar con todos los miembros de la CGSB”. No hay tiempo, respondieron en forma perentoria los funcionarios, el helicóptero no puede volar después de las 5 de la tarde. Ustedes deben tomar la decisión ya. Marulanda no podía tomarla y les dijo: “Quédense esta noche aquí y mañana encontramos una solución”. Respondieron: No, no tenemos tiempo. Marulanda les ripostó: si no tienen una noche para conversar, ¿qué tiempo le van a dedicar a la paz? Así que el helicóptero salió aquella tarde sin una respuesta. Un mes después, el día de la elección de constituyentes, el Ejército bombardeó los campamentos del río Duda. Fue la llamada Toma de Casa Verde, que ni fue en Casa Verde ni fue toma; el coronel Alfonso Velázquez reconoció después en un escrito que el alto mando militar admitió que el operativo había sido un gran error militar. La realidad es simple y llana: No nos liquidaron, allá seguimos. Lo digo ahora: Los ultimátum no sirven con las Farc. Fue el momento en que más cerca hemos estado de un acuerdo de paz. Es obvio que si nosotros participamos en una constituyente y compartimos su redacción, de hecho, nos acogemos a ella sin reservas y queda sin fundamento el alzamiento armado. La insurgencia no puede seguir alzada en armas contra una Constitución que ha suscrito”.

“Ni tanto que queme al Santo, ni tan poco que no lo alumbre”.

En contraste con Catatumbo, De La Calle y Carrillo, protagonistas indudables en la concepción y parto de la Carta del 91, se comportan como padres orgullosos y defienden la legitimidad y cuasi perfección de la criatura, contra toda evidencia histórica. No hay que olvidar que dicha Constituyente es también hija de la violencia del narcoterrorismo de Pablo Escobar, que la catalizó desatando paradójicamente el proceso civilista de la 7 papeleta, más mediático que democrático, pues a la postre el índice participación ciudadana en la elección de los delegatorios apenas alcanzó el 25% del censo electoral de entonces. Y si realizamos un balance imparcial y consideramos el logro de sus objetivos históricos: la paz política, la democracia participativa, el fortalecimiento de la justicia y la construcción del Estado Social de derecho, su déficit es más que deplorable. La política en lugar de legitimarse se metamorfoseo en narco y parapolítica, convirtiendo la "democracia participativa" en una simbiosis entre el crimen, las elecciones y la corrupción administrativa, con capacidad para asaltar y hasta dirigir la nave del Estado en vastas regiones del país. La justicia está a punto de naufragar en la travesía del clientelismo, los privilegios salariales de las altas Cortes y un mar de impunidad agudizado por la crisis del sistema carcelario. Y sobre la existencia del Estado Social de derecho, habría que preguntarle a las cerca de 5.405.629 víctimas que se han registrado en la Unidad de Víctimas de la Fiscalía hasta qué punto ese pomposo Estado les garantiza sus derechos fundamentales. Bastaría con mirar de frente tal Estado de cosas inconstitucionales, como lo describe a menudo la Corte Constitucional en sus providencias, para despertar del embrujo del poder que se atribuye a las Constituyentes y a la promulgación de la más “democrática y progresista Constitución del continente”, como la denomina el coro gubernamental y sus barítonos De La Calle y Carrillo.

Gobierno y FARC, rehenes de la Constituyente.

Pero no. Todo parece indicar que tanto el Gobierno como las FARC están secuestrados por tan poderoso fetiche. El primero lo invoca para conservar intocable su espíritu “profundamente democrático”, que no pasa de ser un espectro frente a las dimensiones horripilantes de muestra crisis humanitaria. Y las segundas se aferran como naúfragos de sus excesos belicistas a la tabla de salvación de una Constituyente, con la ilusión de que entonces serán los protagonistas del pacto fundacional de la “Nueva Colombia”, con la amplia participación de un pueblo imaginario del cual se consideran su vanguardia y entonces promulgarán una auténtica Carta democrática en tránsito al socialismo. Tanto el Gobierno como las FARC parecen vivir en el reino perfecto de las ficciones políticas y continúan siendo víctimas de la más crónica y grave enfermedad que aqueja nuestra historia política: el fetichismo constitucional, magistralmente diagnosticado así por Miguel Samper en 1867 en su libro “La miseria en Bogotá”: “Al leer tantas Constituciones como las que se expiden en estas tierras, se nos ocurre que en vez de tantos libros consultados para elaborarlas, convendría empapelar los salones de las Cámaras con los cartelones en los que el Doctor Brandreth recomendaba sus píldoras con un aforismo tremendote: “Constitución es lo que constituye, y lo que constituye es la sangre”; sea la que se derrama a torrentes en la guerra, o la que queda en las venas de los señores que legislan, inficionada por los odios, la sed de venganza y la vanidad.” Después de casi dos siglos, ya va siendo hora de comprender que la metáfora médica del Doctor Brandreth no es el remedio más apropiado para la paz política, pues no se alcanzó durante el siglo XIX ni el XX, salvo breves interregnos, en gran parte debido la virulencia por proclamar nuevas y mejores constituciones. Porque, como bien lo demostró Hernando Valencia Villa, ellas no pasaron de ser “Cartas de Batalla”, incluso la mitificada carta del 91, que terminó siendo una tregua efímera con Pablo Escobar y una paz fragmentada que no incluyó a las FARC ni al ELN, entonces considerados por Gaviria y De La Calle monstruos políticos antediluvianos, heridos de muerte por los escombros de la caída del muro de Berlín. Pero para el resto de colombianos no fue el “fin de la historia”, sino más bien el comienzo de una interminable pesadilla marcada por la simbiosis entre la política y el crimen, tanto del lado institucional (la narcoparapolítica y la “seguridad democrática”) como del lado insurgente con sus espurias relaciones y nefastas coaliciones con el narcotráfico y el secuestro.

La paz se induce desde abajo, con sus pobladores y en sus regiones, no se deduce desde el centro y en las Constituyentes.

Así las cosas, habría que concluir que las constituyentes entre nosotros no engendran paz duradera, si acaso treguas parciales cuando no prolongadas y degradas guerras. Más bien suele acontecer lo contrario en la realidad. Es la paz la que constituye nuevos órdenes políticos de convivencia, como no cesan de demostrarlo en muchas regiones comunidades campesinas, indígenas y afros, los numerosos Premios Nacionales de Paz que encarnan epopeyas de civilidad y concordia. Los ejemplos abundan, incluso contra la voluntad vanguardista y militarista de las FARC y el ELN, sumada a la férula represiva del Estado, como son los casos de la Asociación de Trabajadores Campesinos del Carare; la Guardia Indígena del Cauca; la misma Comunidad de Paz de San José de Apartadó y el Programa de Desarrollo y Paz del Magdalena Medio, para sólo mencionar los ejemplos más conocidos, victimizados y estigmatizados. Y ello es así porque la paz política sólo será estable y duradera cuando se sustente en el poder de la civilidad y no de los protagonistas de la guerra. En ese poder que surge, como bien lo advirtió Hannah Arendt, “cuando las palabras y los actos no están separados. Cuando las palabras no se utilizan para velar intenciones sino para descubrir verdades y los actos no se realizan para violar y destruir, sino para establecer relaciones y nuevas realidades”. Y es esta dimensión y compromiso con el poder constituyente de nuevas realidades lo que ahora está ausente en La Habana, tanto en el Gobierno como en las FARC, que deberían empezar por el respeto irrestricto e incondicional de los civiles y sus derechos fundamentales, acatando su voluntad y anhelo de vivir ya en paz, sin tener que esperar una incierta y fantasmagórica nueva Constituyente. Porque de no hacerlo pronto, conviniendo una tregua bilateral internacionalmente supervisada y verificada, se perderá la fe en la paz y de nuevo resurgirán las ansias de guerra y venganza, aupadas por los que siempre ganan conservando sus privilegios en nombre de la “seguridad y la democracia”. Entonces se profundizará y prologará esta degradada guerra en nombre de la Constituyente de la paz.







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