lunes, julio 27, 2020

Una coyuntura histórica de verdades



UNA COYUNTURA HISTÓRICA DE VERDADES


Hernando Llano Ángel.

Asumo el riesgo de la repetición obsesiva y de ser tediosamente monotemático. Pero parece que estamos lejos de comprender el momento histórico que vivimos. Quizá porque somos arrastrados por el vértigo de una realidad inverosímil, donde alternan los escándalos políticos con las catástrofes sociales, al punto que olvidamos rápidamente lo que acontece. Más ahora que la realidad virtual está desplazando y casi suplantando a la realidad existencial. Al extremo que hace posible la instalación ficticia del Congreso de la República. Un Congreso virtual que termina siendo presidido por un senador, Aturo Char Chaljub, poco virtuoso. Un Congreso virtual dirigido bajo la voz cantante de Char que, según lo denunciado por la prófuga Aida Merlano, está incurso en subastas electorales[1]. Un presidente del Congreso que pronto deberá entonar ante la Corte Suprema de Justicia un parlamento exculpatorio sobre sus faenas electorales. Como lucidamente lo expresará, hace ya siete lustros, el entonces Procurador General, Carlos Jiménez Gómez, “Colombia es un país de 24 horas”. Así olvidamos lo que pasó ayer y conservamos algo de cordura para sumirnos hoy en la realidad paralela y claustrofóbica que nos impone el Covid-19. Una realidad que es para miles de personas una pesadilla familiar al ser despreciadas o fustigadas por su condición dependiente y vulnerable de ancianos, mujeres y niños[2].

Sanos contras apestados

Pero muchos nos creemos a salvo porque logramos, gracias a nuestros privilegios y seguridad económica, permanecer sanos e incontaminados, refugiados en la calidez afectiva de nuestros hogares. No somos conscientes que la vida se nos está reduciendo a una lucha implacable e imperceptible de sanos contra apestados. Una lucha que incluso logra lo inimaginable, distanciarnos familiar e íntimamente, pues  tememos contagiar a quienes más amamos o, peor aún, ser víctimas mortales de su amor. Pareciera que el temible fantasma de la lucha de clases hubiese sido derrotado y estuviera en retirada por el asedio del Covid 19. Nadie imaginó que la biología terminará siendo una enemiga más poderosa que la misma lucha de clases, pues le ha propinado las mayores pérdidas y derrotas al autocomplaciente e invencible mercado capitalista. Aquel que hace apenas tres décadas proclamaba victorioso el “fin de la historia”,  parece que hoy está asistiendo al fin de su propia historia de iniquidades y mentiras. Hasta tener que apelar, como lo hace la Unión Europea y en nuestro medio destacados académicos e intelectuales ante la CEPAL, a la solidaridad social y no a la ganancia insaciable del capital. Aquel que ayer despreciaba y fustigaba el Estado, mientras exaltaba el mercado --cuanto más libre mejor para la humanidad-- hoy recurre al apoyo y la protección desesperada de ese Estado como tabla de salvación para la humanidad y su injusta prosperidad. Al extremo que empresarios exitosos e inescrupulosos como Trump, han forjado su capital y triunfo político contra el mercado global, promoviendo al máximo el chovinismo de America First contra el mundo entero. Por todo ello, no deja de ser una ironía fatal y para algunos incluso una prueba de la conspiración comunista contra el mundo libre, que el Covid-19 haya surgido en una de las ciudades chinas más industrializadas y conectadas con el mercado global, como Wuhan.

La fatal dicotomía mental

Esa fatal ironía, le permite hoy a Trump y sus seguidores reducir la vida y la política a una nueva cruzada del mundo libre contra el comunismo chino. Comunismo que en la realidad es una competencia tecnológica que desafía a Estados Unidos (el miedo a Huawei) y estimula un consumismo capitalista desaforado, promovido por el partido comunista a través del control férreo del Estado. Todos los entusiastas seguidores de Trump no tienen en su cabeza más espacio que para pensar dicotómicamente. Así, reducen la vida a dos categorías: “America First” contra China o incluso el resto del mundo (pues ya Trump se apresuró a acaparar millones de dosis de la futura vacuna contra el Covid-19). También reducen la existencia humana y su rica diversidad a dos sexos, hombre o mujer, o incluso a un combate misógino del hombre contra la mujer. La disputa política nacional a dos partidos: republicanos contra demócratas y, en su máxima expresión global de codicia y depredación, pretenden someter el planeta a la disyuntiva de capitalismo o muerte, pues niegan la crisis climática y promueven a toda costa el predominio de la energía fósil sobre las fuentes de energías renovables y alternativas. Lo peor de este reduccionismo mental dicotómico es que resulta más contagioso que el mismo Covid-19 y se difumina por todas las latitudes. Entre nosotros, tenemos muchas manifestaciones de ese pobre y destructivo universo dicotómico. Pero una que parece estar haciéndonos profundo daño es la polarización política entre los partidarios del uribismo y sus adversarios, que toma expresiones tan deplorables como la de dividir falsamente el país entre “paracos” y “mamertos”. Más allá de la pugnacidad visible en los medios de comunicación, es sobre todo en las redes sociales donde adquiere mayor virulencia, alcanzado niveles inimaginables de odio y desprecio, sustentados en la propagación de falsas dicotomías como la de buenos contra malos, belicistas contra pacifistas, demócratas contra terroristas, hasta llegar a la confrontación insalvable de “petrista, mamerto” contra “uribista, paraco”. Allí muere toda posibilidad de diálogo e interacción y con ella también la  de convivir como ciudadanía en una nación democrática, pluralista y con paz política, donde se puedan contar las cabezas civilizadamente en elecciones sin fraude en lugar de cortarlas y desaparecerlas en fosas comunes y cauces de ríos[3].

La JEP y la Comisión de la Verdad

En estos días esa dicotomía parece estar empecinada contra la JEP, deslegitimándola como una institución supuestamente cómplice de los crímenes cometidos por las Farc, y también contra la Comisión de la Verdad, como refugio de izquierdistas afines con la lucha armada. La raíz de esta campaña, más allá de los réditos electorales que buscan quienes la promueven, se encuentra en la incapacidad de reconocer que estamos viviendo una coyuntura histórica de verdades. Coyuntura histórica, porque ella conlleva la posibilidad de que por fin depuremos la política de las armas, pero también de sus relaciones espurias con el crimen y la corrupción, que se han convertido en las dinámicas determinantes para alcanzar la presidencia de la República desde el magnicidio de Galán hasta nuestros días[4].

Y coyuntura de verdades, porque debemos tener la entereza de no aceptar que la violencia y el crimen legitimen nunca más ningún proyecto político, sea bajo las banderas de la “seguridad democrática” o la “justicia social”. Por eso causa tanto repudio e indignación los subterfugios y las coartadas de los excomandantes de las Farc para justificar o legitimar crímenes como el reclutamiento forzoso de menores, la violencia sexual entre sus filas y los secuestros sistemáticos, bajo eufemismos como retenciones, prisioneros de guerra y reglamentos guerrilleros. Así como resulta absolutamente inadmisible llamar “falsos positivos” a los asesinatos y las ejecuciones extrajudiciales cometidas por miembros de la Fuerza Pública en desarrollo de la directiva 029 de 2005[5] del ministerio de defensa, punta de lanza de la mal llamada “seguridad democrática”. Ante semejante atrocidades se enfrentan la JEP y la Comisión de la Verdad. Atrocidades que dejaron tantas víctimas y donde hay de por medio tantos victimarios, determinadores y cómplices, como funcionarios y empresarios, que es imposible tener una justicia plena, inquisitiva y punitiva, capaz de identificar y condenar a todos los culpables. Lo que se precisa es una justicia de verdades y reparaciones, donde los principales victimarios, desde los rebeldes hasta los institucionales, con sus numerosos cómplices y beneficiarios oportunistas, reconozcan plenamente sus responsabilidades ante las víctimas y estén dispuestos a repararlas simbólica y materialmente, sin el cinismo y la indolencia de tratar de justificar o legitimar sus incontables crímenes. Porque la magnitud, profundidad y duración del conflicto armado que todavía persiste, causando más dolor y víctimas, nos sitúa a todos, pero especialmente a la JEP y la Comisión de la Verdad, frente a una encrucijada insalvable para la justicia ordinaria, expresada así por Hannah Arendt ante los crímenes del nazismo: “Es muy significativo, elemento estructural en la esfera de los asuntos públicos, que los hombres sean incapaces de perdonar lo que no pueden castigar e incapaces de castigar lo que ha resultado ser imperdonable”.[6] Para resolver esa encrucijada, así sea parcialmente, existen la JEP, la Comisión de la verdad y la Unidad de Búsqueda de personas dadas por desaparecidas. Por todo lo anterior, es que estamos viviendo una coyuntura histórica de verdades. Una coyuntura más dolorosa y profunda que la del Covid-19, donde está en juego la salud y la vida de todos y todas en tanto sociedad, nación y Estado, que precisa hoy más que nunca de las verdades, la corrección y la no repetición de horrores por parte de quienes han tenido y tienen todavía el poder y la responsabilidad para evitarlo. Contra tan letal virus histórico, el del odio, la violencia política y la iniquidad de nada sirve lavarse las manos, sino tener plena conciencia de lo ocurrido y rectificar. Bien lo sentenció José Saramago: “Somos la memoria que tenemos y las responsabilidades que asumimos”. Si no lo hacemos ahora, seguiremos transmitiendo de generación en generación el virus que engendra victimarios impunes y víctimas irredentas, en una sociedad enferma y vergonzosa que no puede llamarse democrática y mucho menos proclamar nacional e internacionalmente una paz con legalidad.



[4] Como el mismo César Gaviria lo reconoció, fue presidente porque sobrevivió al narcoterrorismo de Pablo Escobar; Samper por los generosos auxilios del narcotráfico; Pastrana por intercambiar la zona de distensión del Caguán por votos en la segunda vuelta contra Serpa; Uribe gracias al miedo generado por las Farc y el apoyo del paramilitarismo en vasta regiones del país; luego (2006-2010) cambiando ilícitamente un articulito de la Constitución y Santos junto a Duque, uno por repudio a la guerra y su daño a los negocios y el otro por miedo a la paz y las responsabilidades institucionales en el conflicto armado, contando ambos con apoyos por debajo de la mesa de Odebrecht y el Ñeñe Hernández.
[6] Arendt, Hannah, (1983)  La Condición  Humana. Barcelona, Edit. Paidós, p.260.

lunes, julio 20, 2020

El letal virus del maniqueísmo político


EL LETAL VIRUS DEL MANIQUEÍSMO POLÍTICO


Hernando Llano Ángel

A los colombianos nos está matando un virus más letal y contagioso que el SARS-CoV2. Es el virus del maniqueísmo político y todos estamos expuestos a él. Su peligrosidad deriva de su origen y forma de transmisión, que parece inextinguible pues se reproduce con cada nueva generación. Su origen, obviamente, no es biológico, sino de carácter histórico y religioso, pues se atribuye al príncipe persa Manes (215-276 D.C), cuya doctrina “admite dos principios creadores del mundo, el del bien y el del mal”. Principios que se tornan destructores al trasladarse al mundo político y dividir la humanidad entre buenos y malos, que mutuamente se eliminan con la mejor buena conciencia, pues cada bando reclama ser el único poseedor de la verdad, la justicia  y el bien.

El maniqueísmo político

Al mutar esta doctrina religiosa y moralista en ideologías, doctrinas y partidos políticos, quedamos divididos en dos bandos irreconciliables, que toman históricamente las más diversas banderías: patriotas contra realistas; liberales contra conservadores; progresistas contra reaccionarios; demócratas contra comunistas, derecha contra izquierda. Y al ser el campo político siempre contingente, disputado y dinámico, cada bando reclamará para sí ser la encarnación del bien y le atribuirá al adversario la responsabilidad de todo el mal. Emerge así la semilla del fanatismo que, como bien lo expresará  Amos Oz, “siempre brota al adoptar una actitud de superioridad moral que impide llegar a un acuerdo”. Entonces la política se degrada y se convierte en un campo de batalla mortal, donde ya no es posible ningún acuerdo, pues el bien no puede conciliar con el mal y el autoproclamado demócrata no puede conversar con el estigmatizado terrorista o guerrillero. La política deja de ser un foro de discusión y debate donde se refutan y mueren las ideas, para convertirse en un campo feroz de aniquilación donde caen derrotados los portadores de estas, en aras de la paz y la legalidad. Por eso la insuperable definición mínima de democracia, atribuida a James Bryce, según la cual es aquella “forma de gobierno que permite contar cabezas en lugar de cortarlas”, entre nosotros se ha trocado cruelmente en lo contrario y hoy tenemos una forma de gobierno que permite cortar cabezas sin poder contarlas. Aún es materia de discusión el número de víctimas de La Violencia como resultado de las firmes convicciones morales y las creencias políticas de conservadores y liberales, defendidas por cada bando como superiores. Ni hablar del debate actual sobre el número de víctimas en masacres, asesinatos selectivos, “falsos positivos”, violencia sexual, secuestrados, desaparecidos y desplazados, que nos ha dejado este conflicto armado y que no cesa, como el coronavirus, de propiciar más víctimas cada día. Y esa discutible y macabra contabilidad parece estar condenada al fracaso, no tanto porque sea casi imposible discernir cuáles crímenes estuvieron motivados políticamente o fueron cometidos por la codicia de las economías ilícitas y la ambición de las lícitas, sino especialmente porque hay quienes pretende descalificar todo esfuerzo por esclarecer lo sucedido a cargo de la Comisión de la Verdad y la Jurisdicción Especial de Paz (JEP).

La ineludible y dolorosa búsqueda de verdades

Una ineludible y dolorosa búsqueda de verdades que nuestra sociedad nunca ha tenido el valor de asumir, emplazando a sus principales protagonistas y antagonistas para que todos escuchemos y conozcamos sus versiones de tantas violencias y atrocidades. Pero, especialmente, contando con la memoria, las voces y sufrimientos de las innumerables víctimas a quienes como sociedad debemos la verdad, pues sin ella jamás habrá justicia y reparación. Mucho menos podríamos nosotros seguir viviendo sin sentir la vergüenza de haberlas condenado al olvido y la injusticia, siendo casi cómplices de tanta ignominia. Estamos llegando a la hora de las verdades, la hora de conocer todas las atrocidades, sin temor a revelar la identidad de quienes las hayan ordenado, consentido o cometido, sean de izquierda o derecha, rebeldes o gobernantes, más allá del juicio maniqueo sobre el bien y el mal o las buenas o malas intenciones con que las hayan cometido. En algunos casos, incluso, en nombre de la democracia, la seguridad, la tradición, la familia y la propiedad. En otros, promoviendo la revolución, la justicia o la igualdad. Y, quizá, en la mayoría de los casos, en nombre de pasiones prosaicas, como la codicia propia de las economías ilegales o la de los intereses muy legales de las ganancias insaciables de los mercaderes y exitosos emprendedores. En fin, que crezca la curva del consumo sin IVA y las ganancias del mercado, mientras el contagio del Covid aplana y sepulta la de las pérdidas irreparables.

Verdades más allá del bien y del mal

Por eso es tan desafortunado el trino del exministro de defensa, Juan Carlos Pinzón, al referirse a la Comisión de la Verdad y afirmar que “la mayoría de comisionados registran afinidad ideológica o nexos con grupos armados”. Así como lo fue la campaña sistemática por las redes sociales para desacreditar a la JEP, en un principio estigmatizada porque sus magistrados eran promotores y defensores de derechos humanos. Sindicación tan absurda para deslegitimar a que quienes defienden la vida y la dignidad humana tildándolos de izquierdistas o “mamertos”, como sería la de tachar de derechistas o “paracos” a  quienes promueven la seguridad pública contra la criminalidad. Obviamente una sociedad que se deja dividir y polarizar en esos dos bandos por líderes “furibundos” o “iluminados”, difícilmente puede comprender que la esencia del Acuerdo de Paz era y sigue siendo la consolidación de un Estado de derecho democrático. De un Estado legítimo, capaz de garantizar la vida, la dignidad y la seguridad de todos, más allá de ese juicio maniqueo que nos divide entre buenos y malos colombianos, unos defensores de la paz y otros promotores de la guerra. Por eso el Acuerdo de Paz requiere muchas verdades más allá del bien y del mal. De allí que el desafío de la Comisión de la Verdad sea inmenso y no pueda ser deslegitimada por trinos destemplados inspirados en prejuicios personales o intereses electorales. Su mayor desafío es entregarnos una versión de nuestra historia y del terrible conflicto armado que nos permita superar esa “federación de odios” que somos, según la lucida expresión de Belisario Betancur, para empezar a forjar una nación de ciudadanos y ciudadanas donde la política sea una actividad generadora de democracia y supere su actual deleznable condición de celestina de la ilegalidad, el crimen y la iniquidad.

Una verdad reconciliadora

Una verdad capaz de reconciliarnos porque expresará todas las voces, desde la de los victimarios y las víctimas sin excepción alguna; porque expresará desde los motivos del odio de los ofensores hasta el sufrimiento infinito de los ofendidos; desde la vergüenza de los victimarios hasta la rabia y el dolor de las víctimas. Pero, sobre todo, porque será una verdad que nos revelará todas las imposturas y mentiras que no estamos dispuestos a volver aceptar y mucho menos legitimar. Como la de continuar viviendo en un Estado incapaz de impedir el asesinato de quienes luchan por una democracia auténtica, donde el goce de los derechos humanos sea una realidad social vital y no solo letra muerta en una Constitución nominal. Una verdad que nos comprometa a todos con un orden político, social y económico donde jamás vuelvan a existir condiciones para el surgimiento de nuevas víctimas y victimarios y donde los contrarios políticos se reconozcan como adversarios y no como enemigos que se descalifican furiosamente como “mamertos” o “paracos”. En fin, una verdad que nos permita  vivir  una democracia ciudadana y social, antes que de partidos políticos y clientelas, con igualdad de oportunidades para todos y todas, sin necesidad de líderes providenciales, o de incontables héroes uniformados para defenderla y mucho menos de nuevas generaciones de rebeldes y comandantes para promoverla o de vengadores civiles y paramilitares para sepultarla, jamás refundarla.                          

martes, julio 14, 2020

De poderes e instituciones pandémicas.



DE PODERES E INSTITUCIONES PANDÉMICAS


Hernando Llano Ángel

La reciente declaración del Arzobispo de Cali, Darío de Jesús Monsalve, referida a la incapacidad del actual gobierno de contener el asesinato de líderes sociales y desmovilizados de las FARC, tildándola como una “una venganza genocida” contra el Acuerdo de Paz, ha suscitado gran controversia. Más allá de la descalificación del Nuncio Apostólico, señalando que no cabe la expresión de genocidio, puesto que “tiene en el Derecho Internacional un significado preciso que "no permite sea usado a la ligera", hay que reconocer que al Arzobispo Monsalve le asiste toda la razón jurídica y la verdad vital.

¿Un Nuncio estalinista?

La razón jurídica, puesto que lamentablemente el Nuncio Apostólico en su comunicado se apoya en la Convención de la ONU de 1948 que, bajo la presión de la Unión Soviética estalinista, excluyó del genocidio las matanzas cometidas por motivos “políticos y de otra clase”, para circunscribirlo exclusivamente a los crímenes «cometidos con la intención de destruir, totalmente o en parte, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso» pero no «político o de otro tipo», como se decía en la resolución de 1946”. Por ello, los estudiosos e investigadores posteriores sobre el carácter del genocidio han ampliado dicha definición a las matanzas cometidas por motivos de orden político, ideológico y económico[1], perpetradas por algún Estado, grupos políticos u organizaciones de diversa índole. Entre estas, caben lamentablemente las cometidas contra líderes sociales, excombatientes de la Farc y comunidades indígenas y negras, que hoy tienen una dimensión pandémica.

La verdad vital e histórica

También le asiste al Arzobispo Monsalve la verdad vital, no solo por condenar el elevado número de líderes y desmovilizados de las Farc asesinados, cuya cifra imposible de precisar[2] revela una contabilidad macabra más grave y aguda que la del Covid-19, ya que los líderes son víctimas de organizaciones criminales y de autores intelectuales que el Gobierno debería identificar y desmantelar, si realmente actuará como un auténtico Estado de Derecho. Que las cifras de asesinatos de líderes sociales oscilen entre 37, según el gobierno, o 100 según Indepaz, demuestra la  incompetencia fatal del actual gobierno frente a la implementación del Acuerdo de Paz. Cifra de víctimas que al aumentar día tras día, como las que cobra el Covid-19, podemos decir que estamos frente a un poder y unas instituciones pandémicas, ensañadas históricamente contra los líderes del pueblo y sus miembros más excluidos y explotados: indígenas, campesinos y comunidades negras. La escabrosa cifra oficial de 118 investigaciones en curso contra miembros del Ejército por abuso y violencia sexual contra menores de edad[3], es otra insignia de ignominia que se suma a la de los “falsos positivos”, perpetuando así un patrón histórico victimizante entre civiles y militares responsables de ese tanático funcionamiento de nuestras instituciones. Un patrón institucional que, salvo contadas excepciones coyunturales, puede válidamente llamarse tanático, pues en lugar de promover las libertades públicas y proteger los derechos humanos, recorta las primeras y no impide la violación generalizada de los segundos. Valga como ejemplo el consuetudinario y casi permanente estado de sitio, bajo cuyas arbitrariedades cívico-militares fuimos gobernados durante la segunda mitad del siglo pasado. Y ni hablar de lo acontecido después de la Constitución del 91, pues si bien dejó de existir constitucionalmente el estado de sitio, en  la realidad se instauró de facto un Estado permanente de impunidad y un régimen político sincrético. Un régimen político cuya matriz dinamizadora es la tenebrosa alianza de la política con el crimen, que alcanza sus más claras expresiones en el poder presidencial bajo coyunturas como el proceso 8.000, la narcoparapolítica y hoy, con su más reciente y exitosa mutación, la ñeñepolítica, camuflada y soterrada bajo el coronavirus, pues éste cotidianamente causa más víctimas que las generadas por la pandemia institucional que nos gobierna.

La República agónica

Al parecer en unos meses dispondremos de las vacunas y los antídotos contra el coronavirus. Entonces tendremos que afrontar como ciudadanía el mayor desafío de nuestra generación,  derrotar la pandemia del poder y las instituciones tanáticas que nos han diezmado y degradado históricamente. Esto solo será posible si rechazamos categórica y mayoritariamente todos los candidatos y partidos que ocultan sus relaciones con el crimen y la ilegalidad, bajo pretextos o coartadas como la defensa de las instituciones y la “democracia” contra el “castrochavismo” o la instauración de un supuesto Estado popular y benefactor que repartirá justicia sin dificultades y nuestro compromiso ciudadano con la generación de riqueza y equidad. Y este es un desafío mucho mayor que derrotar el coronavirus, pues para superarlo no contaremos con vacuna ni salvadores providenciales, más allá de nuestra responsabilidad ciudadana y colectiva para recobrar el sentido de la política, la salud y la vida de una República que hoy se encuentra agónica, asediada por la impostura y mentira que la gobiernan. Una tarea que sin duda demandará el esfuerzo de muchas generaciones y no admite líderes demagógicos y populistas o tecnócratas asépticos e iluminados, pues lo que requiere es el surgimiento de nuevos liderazgos políticos, sociales y empresariales. Mucho menos precisa de electores devotos y fanáticos, imbuidos de fe que repudian la política o, más grave aún, de masas desesperadas en las subastas electorales, dispuestas a enajenar su conciencia a cambio de pocos pesos y precarios subsidios para continuar viviendo miserablemente.

Emplazados por la Verdad y la Reconciliación

Lo que más requerimos ahora, junto a las nuevas generaciones, es poder  recobrar una memoria lucida que nos devele muchas verdades y al mismo tiempo nos revele un horizonte donde sea posible la reconciliación y la equidad.  Y para ello contamos con instituciones como la Comisión de la Verdad y la Jurisdicción Especial de Paz (JEP). A la primera deberían concurrir, como ya lo han venido haciendo algunos funcionarios públicos, junto a excomandantes de la guerrilla y grupos paramilitares, todos los expresidentes y máximos responsables de políticas públicas, para que nos podamos formarnos un juicio objetivo sobre sus decisiones y actuaciones. Solo así podremos empezar a superar el maniqueísmo polarizante que nos divide falsamente entre buenos y malos colombianos, enfrentados a muerte en el campo minado de un pasado y un presente que nos avergüenza a todos. Solo conociendo todas las verdades, desde la de los victimarios y ofensores, pasando por la de los testigos hasta la de las víctimas y ofendidos, podremos algún día liberarnos del odio y la venganza que perpetúan generacional e indefinidamente este conflicto degradado y la iniquidad de su violencia. De allí que precisemos de una justicia más allá de la condena o la absolución, pues en un conflicto armado tan prolongado y desgarrador como el nuestro, más que inocentes impolutos o culpables o absolutos, lo que existen son diversos grados de responsabilidad, según los cargos desempeñados, las órdenes impartidas y las acciones ejecutadas por sus protagonistas y seguidores Se necesita una justicia de verdades, responsabilidades y reparaciones, que es precisamente la misión encomendada a la JEP. De las verdades de guerrilleros y miembros de la Fuerza Pública para que asuman plenamente sus responsabilidades, sin justificaciones e inadmisibles legitimidades. Pero también las verdades y responsabilidades de sus terceros, auxiliadores y simpatizantes civiles. Quizás así podremos empezar un lento y prolongado proceso de reconciliación política nacional, que nos permitirá día a día construir una sociedad donde ya no habrá más lugar para odios mortales entre “buenos y malos” ciudadanos o “demócratas y terroristas”, como tampoco discriminaciones sociales fundadas en clases; abolengos familiares con cuestionados pergaminos; colores de piel o creencias religiosas fundamentalistas que condenen al infierno del desprecio y el maltrato a las identidades diversas y plurales, inherentes a nuestra compleja condición humana.



lunes, julio 06, 2020

Apocalypse Now?



 ¿Apocalypse Now?
Hernando Llano Ángel
Bajo la amenaza del coronavirus, científicamente identificado como SARS-CoV-2, parece que los cuatro potros y jinetes del Apocalipsis galopan desbocados sobre la humanidad: la violencia (guerra), el hambre (inequidad), la peste (coronavirus) y la muerte (iniquidad). Más allá de las múltiples y  contradictorias interpretaciones sobre el significado de los jinetes y los potros, todas coinciden en el destino fatal e irremediable que el libro bíblico predice para gran parte de la humanidad[1]. De allí que el adjetivo apocalíptico sea hoy tan utilizado. Pero ante tan ineluctable pesimismo hay buenas noticias, al menos contra la peste y muerte del coronavirus, pues ya varias compañías farmacéuticas están probando con éxito una vacuna. Así lo informa el consorcio formado por la estadounidense Pfizer y la alemana Biontech[2]. También en China se avanza con buenos resultados en la prueba de la vacuna en personal de su ejército[3]. Aunque la OMS es cauta sobre su pronta aparición en el mercado y su inminente aplicación para prevenir la rápida propagación del coronavirus[4], todo parece indicar que a principios del 2021 ello puede suceder. Quizá no tanto para contener la pandemia, como para impedir que la economía mundial colapse y la recesión y el hambre causen más víctimas mortales que el mismo SARS-CoV-2. Pero mientras ello acontece en otras latitudes, en nuestro terruño los jinetes del apocalipsis galopan desde hace siglos en forma devastadora e incontenible. Como sucede con el coronavirus, los jinetes no afectan y aniquilan por igual a toda la población. Su violencia, inequidad, pestilencia y mortandad se empecina contra ciertas poblaciones, mientras otras apenas son afectadas y una selecta minoría permanece inmune, gracias a sus recursos de poder y riqueza. Nada más distante de la realidad que afirmar cínicamente que el coronavirus nos afecta a todos por igual.
La pandemia del colonialismo europeo
La verdad es que el coronavirus se ensaña contra aquellas poblaciones sobre las cuales, desde muchos siglos atrás, la pandemia del colonialismo ha descargado violenta o sutilmente toda su carga “civilizadora”. La expoliación y el genocidio de los conquistadores contra los pueblos indígenas; la crueldad y criminalidad del mercantilismo esclavista contra la población negra; el nacionalismo y la xenofobia contra los inmigrantes y las minorías y en nuestros días la monstruosa violencia machista contra niñas[5] y mujeres[6]. A tal punto que en nuestro país desde el 23 de marzo hasta el 24 de julio, según Medicina Legal, se han perpetrado 167 feminicidios, siendo el Valle del Cauca con 21 el departamento con mayor número.  Semejantes violencias directas, estructurales y culturales, vienen acumulándose desde hace más de quinientos años contra los pueblos aborígenes de América, cuando los cultos europeos no solo los diezmaron a punta de espada y cruz, sino también con sus enfermedades endémicas y el despojo violento de sus riquezas, además de intentar vanamente convertirlos a la idolatría de sus divinidades paganas: el mercado y la codicia, hoy bajo los embates del invisible y hasta ahora invencible coronavirus. Contra todo ello, continúan resistiendo las comunidades campesinas e indígenas, pero muchas de ellas están a punto de desaparecer por la acción combinada del coronavirus, la violencia de grupos armados ilegales y hasta la agresión criminal, amparada y camuflada en uniformes de miembros de la Fuerza Pública.
¿Un Ejército protector o exterminador?

La pregunta no es retórica y va mucho más allá del cruce airado de mensajes entre el expresidente Ernesto Samper y el Comandante del Ejército, general  Eduardo Zapateiro[7]. Dicho cruce revela no solo el problema de fondo de la formación ética de la tropa, sino sus imaginarios y concepciones sobre la población indígena y campesina, estimulada por la doctrina contrainsurgente de la guerra fría, que siempre la estigmatizó como auxiliadora y cómplice de la guerrilla y la subversión. De allí, la expresión de “quitarle el agua al pez”[8], que parece tener hoy continuación en la estrategia de la “guerra contra las drogas” y la presencia inconsulta e inconstitucional del contingente de soldados norteamericanos para asesorar al Ejército colombiano en ese apocalipsis interminable. Por eso en nuestros campos vuelven los enfrentamientos mortales entre miembros del ejército y campesinos cocaleros, que inmediatamente son condenados como cómplices y auxiliadores del narcotráfico y la guerrilla, siendo así doble y hasta triplemente victimizados. También vuelven las mutilaciones y muertes de soldados y policías por las minas antipersona. En ese campo de operaciones bélicas los campesinos son convertidos de facto en “objetivos militares” y no en sujetos de políticas sociales, despojándolos de su condición de ciudadanos y ciudadanas, criminalizándolos y condenándolos a toda suerte de violencias, entre las cuales son frecuentes las violaciones y las agresiones sexuales. Así las cosas, la mayor responsabilidad de ese ejercicio institucional y profesional de la violencia es de los mandatarios civiles, presidentes y ministros de defensas, que históricamente siempre se han lavado las manos, realizando operaciones periódicas de depuración y cirugías estéticas en el cuerpo institucional de la Fuerza Pública, cuando ya no pueden ocultar más los cuerpos de las víctimas y estos aparecen en fosas comunes. Basta recordar el apocalipsis de los “falsos positivos”, cuyo número es tan elevado que, según el informe “Muertes ilegítimamente presentadas como bajas en combate por agentes del Estado”, que la Fiscalía General le entregó a la JEP en agosto de 2018, ascienden a 2.248,​ pero se estima que la cifra podría llegar a 10.000 casos. Y todo ello, fue consecuencia de la aplicación de la Directiva 029 de 2005[9], en desarrollo de la denominada “seguridad democrática”, cuyos máximos responsables políticos son el expresidente Álvaro Uribe Vélez y el exministro de defensa Camilo Ospina, quienes todavía no han tenido el decoro ético de concurrir a la Comisión de la Verdad a presentar sus versiones sobre lo acontecido. Menos ante la JEP, considerada por ellos una “justicia de impunidad” por ser resultado del Acuerdo de Paz con las Farc sobre un conflicto armado que aún no reconocen, pero que hasta la fecha es reputada como una institución valida de justicia transicional y restaurativa por la Corte Penal Internacional, las Naciones Unidas y la Unión Europea, que la respaldan y defienden en todos los foros internacionales.

La ineludible presión  

Ahora lo único que parece estar cambiando es que ante las documentadas denuncias e informes de periodistas valientes y críticos sobre los desmanes de miembros de la Fuerza Pública, la fiscalización internacional y los pronunciamientos de algunos demócratas del Congreso norteamericano, el ministro de defensa, Carlos Holmes Trujillo y el Comandante Zapateiro, no han tenido otra opción que “depurar las filas de elementos indeseables”, denominando esa tardía y contemporizadora acción “bastón de mando”, aunque más parezca un bastión de impunidad[10]. A propósito, han sido retirados 31 militares por actos de violencia sexual, pero aún continúan en las filas 71 que son investigados. La pregunta obvia es ¿Cuándo el Ejército y la Fuerza Pública retomarán su función constitucional y legal de instituciones protectoras y dejarán de ser exterminadoras, como ha sucedido con tanta frecuencia, contra la población campesina, indígena, negra y citadina informal que más precisa de su legitimidad, fuerza y derecho?
Y la respuesta obvia es: cuando dejemos de tolerarlo, justificarlo y hasta legitimarlo, superando nuestra indolencia cómplice frente a la iniquidad del racismo, la exclusión clasista y la violencia machista, protestando públicamente contra dichas aberraciones indignantes.
Pero, sobre todo, cuando dejemos de elegir gobernantes y congresistas que tras una frondosa y falsa retórica democrática perpetúan impunemente esa simbiosis entre el crimen y la política. Una simbiosis tanática que viene desde la noche de los tiempos, pero que tiene hitos muy reveladores, como la llamada “policía chulavita”, el famoso “golpe de opinión” de Rojas Pinilla, la renuncia forzada del general Alberto Ruíz Novoa, exigida por el entonces presidente Guillermo León Valencia, el sangriento apocalipsis del Palacio de Justicia, hasta las metamorfosis del paramilitarismo, el “Plan Colombia”, la leyenda heroica del Plan Patriota y la Operación Orión, entre muchas otras. Pero esos  hitos de nuestro apocalipsis institucional precisan otras entregas para no abusar del tiempo y la generosidad de todos, así nos encontremos en cuarentenas indefinidas.

[8] “Durante el conflicto armado el Ejército se inspiró en el conocido concepto maoísta que dice “la guerrilla, apoyada por el pueblo, se desenvuelve dentro de éste como pez en el agua”, y puso en práctica la estrategia de “quitar el agua al pez”, es decir, destruir las comunidades que pudieran apoyar a la guerrilla para debilitarla y vencerla. Tomado de www.alainet.org.