¿Bastón de mando o bastión de impunidad?
Hernando Llano Ángel.
Bastón de mando es el nombre de
la operación de contrainteligencia del Ejército nacional para depurar de sus
filas a los principales responsables de actuaciones ilegales. Y por los
resultados hasta la fecha divulgados, más valdría que la denominaran “bastión
de impunidad” por la gravedad de los actos ilícitos revelados y la fina red de
complicidades que entraña. Según la revista Semana en su edición número 1985,
del 17 al 24 de mayo de 2020[1],
dicha operación de contrainteligencia abarcó cerca de “20 misiones de trabajo,
las cuales suman cinco gigas de información que contienen 57.538 documentos,
contratos, vídeos y entrevistas”. Entre dichas operaciones, se destaca la
denominada Harel, que compromete gravemente a un general “que se retiró hace
poco y habría colaborado con las Farc y las disidencias a cambio de dinero”,
señala Semana. También informa sobre la operación Grandara, que “descubrió una
estructura que direccionaba contratos y se quedaba con recursos destinados a
construcciones militares”. La operación Falange, donde “aparecen involucrados
dos generales y varios uniformados por una serie de irregularidades en varios
contratos”, al igual que en las operaciones Alfil e Isidoro, sobre corrupción
administrativa. Y, para coronar la gravedad de ilícitos, la operación Gavilán,
que “investigaba la venta de armas y salvoconductos a narcos en la Cuarta Brigada
de Medellín y estuvo guardada en la Fiscalía durante más de un año”. Más allá
de la depuración de altos oficiales, mandos medios y suboficiales que han sido
retirados, lo realmente importante es desentrañar a los máximos responsables,
bien por acción u omisión en el control y la supervisión de esa tropa de delincuentes
uniformados, si en verdad se quiere transformar y reformar el Ejército, para
que éste funcione como una institución legal y no como un poder de facto
criminal.
De lo contrario, esta sería una operación más de cosmética del poder
civil, quirúrgicamente dirigida por el ministro de defensa, Carlos Holmes
Trujillo, para adecentar y ocultar ese horrible rostro de criminalidad, por lo
general impune. Algo similar a la profilaxis adelantada por Juan Manuel Santos,
entonces ministro de defensa del presidente Uribe, para evitar que los miles de
“falsos positivos” continuarán cometiéndose
con la anuencia del poder civil en cumplimiento de la Directiva 029[2]
del anterior ministro de defensa, Camilo Ospina, y como punta de lanza de la
eufemística “seguridad democrática”, diseñada por la “inteligencia superior”
del máximo comandante constitucional de las Fuerzas Armadas y jefe de Estado,
Álvaro Uribe Vélez.
¿Bastón de mando o Bastión de impunidad?
Porque tal es el trasfondo
político e institucional de todos los escándalos en los que periódicamente aparecen implicados altos mandos militares y
que, por arte de astucia política y procrastinación leguleya, nunca implica a
los civiles, siendo ellos sus superiores jerárquicos, cuando no culmina en la impunidad con el deceso de
sus protagonistas. Quizá ello tenga origen en la famosa expresión del ilustre
jurista liberal, Darío Echandía, que llamó “golpe de opinión” y no militar a la
llegada del general Gustavo Rojas Pinilla a la Presidencia de la República en
1953. Desde entonces, y luego con el inmarcesible discurso de Alberto Lleras
Camargo en el Teatro Patria en 1958[3],
en la antesala de asumir como primer presidente del Frente Nacional, se han venido
consolidando dos grandes mitos que ocultan una larga historia de crímenes
impunes. El primero, es el de la acendrada e incuestionable civilidad de
nuestros militares y, el segundo, la imperturbable e ininterrumpida
institucionalidad democrática de nuestro Estado. Tales mitos probablemente sean revelados por
la JEP, la Comisión de la Verdad y la
Unidad de Búsqueda de personas dadas por Desaparecidas, como las dos más grandes
y criminales mitomanías de nuestra vida política contemporánea. Bajo el ropaje
de dichas mitomanías se cubren impunemente hasta hoy civiles y militares. De
allí su enorme interés en desacreditar el trabajo de la JEP y la reducción
ostensible de los presupuestos para la Comisión de la Verdad y la invisibilidad
a la que tienen condenada la Unidad de Búsqueda de personas dadas por
desaparecidas. Para no hablar del intento de revisar lo sucedido en las últimas
décadas del conflicto armado interno, empezando incluso por cuestionar su
existencia, desde el Centro Nacional de Memoria Histórica. Más peligrosa que la
pandemia del coronavirus Sars-CoV2 es continuar viviendo con la mentira como
fundamento institucional y la impunidad como bastión de gobernabilidad. Conocemos
el número de víctimas mortales que cada día nos causa la pandemia, pero
ignoramos el número de víctimas impunes que nos deja este régimen corrupto y
putrefacto, que bien oculta su rostro,
como los bandidos, con el tapabocas de la “democracia más antigua y estable de
América Latina”. Pero también la más profunda en masacres, incontables
secuestros, desaparecidos y fosas comunes. A tal punto que durante el primer
cuatrimestre de este año el asesinato de líderes sociales ha aumentado un 53%
en relación con 2019[4].
Siendo esta última una letalidad criminal mucho más fácil de combatir y especialmente
de identificar que el mismo Sars-Cov2, puesto que la vacuna es el Estado de
derecho, pero los encargados de aplicarla son incompetentes o cómplices de la
matanza por omisión.
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