DE HÉROES, HEROÍNAS,
VILLANOS Y GUERRAS PERDIDAS
(Junio 14 de 2020)
Hernando Llano Ángel
Tal
podría ser el título para una fábula, con moraleja incluida, de un ignoto país
cuyas coordenadas geopolíticas se difuminan entre una penumbrosa legalidad, periódicas
elecciones, crímenes sistemáticos y la impunidad institucionalizada. Y su historia
naufraga entre el olvido, la ficción, el odio y las mentiras. Donde sus gobernantes y la
mayoría de políticos --exceptuando los numerosos líderes sociales asesinados y
otros a punta de serlo--[1] se precian de su
intachable honorabilidad y sus virtudes pulquérrimas, aunque sus ejecutorias
sean incapaces de contener el crimen y la impunidad. En fin, un país de
contrastes vitales y mortales. De un lado, con riquezas naturales y una biodiversidad
portentosa y, del otro, con un Estado que exhibe las mayores cifras de personas
desplazadas, desaparecidas, asesinadas y secuestradas del continente americano,
en desarrollo de un conflicto armado interno y degradado que hoy profundiza y
consolida una de sus más mortíferas mutaciones: la politización del crimen y la
criminalización de la política.
Politización del
crimen y criminalización de la política
El
crimen está cada vez más politizado e institucionalizado, pues después de las
elecciones sabemos que sus aportes fueron decisorios en el triunfo de quienes
nos gobiernan. Algunas veces a través de la corrupción corporativa (Odebrecht,
Corficolombiana y la contratación ilegal) y, otras, mediante la financiación y
apoyo criminal de las campañas (Proceso 8.000; narcoparapolítica y hoy la ñeñepolítica).
Así se ha consolidado un complejo entramado electofáctico bajo la perfecta
coartada de un régimen democrático. De otra parte, asistimos a la criminalización
de la política con el asesinato continuo de quienes asumen el liderazgo de causas sociales
o son perfilados como potenciales enemigos –desde la inteligencia militar,
alfil del poder ejecutivo—como sucede con periodistas, magistrados y todo aquel
que se atreva a investigar y denunciar esa red intocable e impenetrable de
complicidades criminales que gobierna impunemente. Y, todo ello, sin dejar de
proclamar el presidente Duque cada noche, con muy buena dicción, orgullo y sin
el menor rubor que vivimos en una democracia plena y un Estado de derecho
ejemplar, amenazado por el coronavirus, y trate de ocultar que está corroído de
tiempo atrás por el narcovirus y la corrupción política. Por eso es el Estado
con el mayor número de condenas proferidas por la Corte Interamericana de Derechos
Humanos. Hasta septiembre de 2019 un total de 22 condenas por graves
violaciones a los derechos humanos, sin haber cumplido el Estado colombiano
parcial o totalmente 14 de ellas, según informe de la Comisión Colombiana de
Juristas[2]. Sin duda, un país habitado
por millones de personas tan extraviadas y ocupadas en el desafío cotidiano de
sobrevivir que, cuando se las convoca para refrendar un Acuerdo de Paz, olvidan
acercarse a las urnas y cerca del 63% de ellas deja su refrendación en manos de
una minoría que lo rechaza por imperfecto, pues considera que instaura una paz con impunidad y augura una
dictadura“castrochavista”.
El Olvido que somos
¡Cómo si no lleváramos viviendo más de 50 años
en una guerra con casi total impunidad! ¡Cómo si nos hubieran gobernado pulcros
estadistas que siempre garantizaron el derecho a la oposición y el eventual
triunfo de sus contendores! ¡Cómo si no hubieran existido las fechas fatídicas
del 9 de abril de 1948 y la cleptocrática del 19 de abril de 1970! ¡Cómo si no
hubieran convertido el Estado en un botín a repartir “miti-miti” por más de 16
años durante el Frente Nacional, que algunos glorifican como una valida fórmula
democrática! ¡Cómo si no hubieran consentido el exterminio de más de 3.000
miembros de un partido político legal! En fin, como si no llevaran gobernando
nuestro país en una alianza con el crimen y la ilegalidad, bajo el manto
impenetrable de una espuria legitimidad democrática, al punto que cuando Álvaro
Gómez Hurtado lo desveló y advirtió que había que tumbar ese régimen de complicidades
y no a Ernesto Samper Pizano, uno más de sus efímeros testaferros, fue
inmediatamente asesinado y quizá nunca conozcamos la identidad de sus verdugos.
Misión ahora encomendada por el presidente Duque a su Fiscal Francisco Barbosa, aunque
ambos estén políticamente impedidos al encontrarse enredados en el escándalo de
la Ñeñepolítica, de carácter muy parecido al proceso 8.000, pero con
dimensiones mucho más comprometedoras para el presidente Duque, pues invitó al
Ñeñe a su posesión presidencial y aparece con él en fotografías muy familiares.
Sin mencionar las grabaciones de las conversaciones del Ñeñe con María Claudia
Daza, cariñosamente conocida como “Cayita” (¿permanecerá calladita?), entonces asistente
del senador Álvaro Uribe en el Congreso, sobre la urgente necesidad de apoyar,
“por debajo de la mesa”, la campaña presidencial de Duque en la Guajira durante
la segunda vuelta electoral. Y esta madeja de las estrechas relaciones del Ñeñe
Hernández con la alta política llega hasta el trino luctuoso del senador Uribe,
deplorando que haya sido asesinado en Brasil[3]: “Causa mucho dolor el
asesinato de José Guillermo Hernández, finquero del Cesar, asesinado en un
atraco en el Brasil donde asistía a una feria ganadera”, difuminando así las
sindicaciones de sus relaciones con el narcotraficante Marquitos Figueroa de la
Guajira, aliado de Francisco Kiko Gómez[4]. Esta embrollada historia,
refundida por el Coronavirus, revela una vez más esa simbiosis tanática de la
política con el crimen, mucho más letal para la salud pública que la misma
pandemia. Simbiosis que ahora parece estar a punto de olvidarse, desplazada por
el escándalo familiar que involucra a la Vicepresidenta Martha Lucía Ramírez,
por haber ocultado durante 23 años su asistencia y solidaridad, legítimamente comprensible,
con su hermano menor, condenado en Estados Unidos por traficar con heroína[5].
En Colombia no hay
“delitos de sangre” ¡Pero sí muchos delitos sangrientos y sangrantes!
Entonces
se les recuerda a sus maniqueos impugnadores y opositores que, a viva voz piden
su renuncia como Vicepresidenta, que en Colombia no existen los delitos de
sangre. Y tienen toda la razón, Martha Lucía Ramírez no debe responder por un delito
cometido por su hermano, Bernardo Ramírez Blanco. Esa asistencia financiera, al
cancelar los 150.000 dólares impuestos por la justicia norteamericana, era lo
mínimo que debía hacer. Aunque no deja de ser censurable su calculado
ocultamiento público. Pero lo que olvidan estos airados impugnadores es que en
el 2002 Marta Lucia Ramírez se desempeñaba como ministra de defensa durante el
primer gobierno del presidente Uribe y en ese entonces sí se cometieron muchos
delitos sangrientos y todavía sangrantes, especialmente en la llamada Operación Orión[6] en la ciudad de Medellín,
bajo la dirección del general (r) Mario Montoya[7], quien se presentó ante la
JEP para aclarar su responsabilidad en los llamados “Falsos Positivos”, entre
otras muchas actuaciones “heroicas”. Valdría la pena, entonces, que la actual
Vicepresidenta tuviera al menos la honorabilidad de presentarse ante la JEP o
la Comisión de la Verdad, como lo ha hecho en varias ocasiones el expresidente
Samper Pizano[8],
pues le debe explicaciones a cientos de víctimas y a toda la sociedad
colombiana sobre sus omisiones y actuaciones frente al desarrollo de la
Operación Orión y su desempeño como ministra de defensa. Porque ya es hora de
por lo menos ir aclarando responsabilidades en esta confusa historia nacional
de héroes, heroínas, villanos y guerras perdidas. Ya es hora de ir conociendo
verdades y dejar de vivir en medio de tanta impostura sangrienta. De ir más
allá de las leyendas y versiones que nos hablan de héroes intocables, heroínas
sacrificadas al servicio público y de villanos irredimibles, que libran guerras
en las que todos perdemos, como la guerra contra las drogas. Porque esa guerra
jamás se va a ganar con asistencia de militares norteamericanos, ni cometiendo
ecocidio asperjando con glifosato nuestros bosques y menos tratando como
criminales a campesinos desarraigados, pues esa guerra se está librando en el
lugar equivocado. Esa guerra se gana o se pierde en la mente y en el campo de
la prevención, la educación y la legalidad, porque es allí donde se estimula el
consumo de los millones de consumidores y adictos o la codicia de miles de
emprendedores, como bien lo sabe la Vicepresidenta Ramírez con la caída de su
hermano Bernardo. Se empezará a ganar desde el día en que se regule legalmente,
en forma estricta, el consumo adulto de dichas sustancias, como la ganó Estados
Unidos contra el crimen y la corrupción mafiosa cuando derogó el
prohibicionismo del licor. Porque ese puritanismo fariseo, siempre presente en
las mentes de los “ciudadanos de bien”, inspirado en la visión maniquea de los “buenos”
contra los “malos”, lo que ha engendrado es el infierno de la “guerra contra
las drogas”. Así lo advirtió Milton Friedman[9], premio nobel de economía
en 1976, que algo sabía de ganancias y codicia: “si analizamos
la guerra contra las drogas desde un punto de vista estrictamente económico, el papel del gobierno es proteger el cartel de las drogas. Eso es
literalmente cierto"10, puesto que la prohibición aumenta exponencialmente su precio.
Moraleja
Entonces
la moraleja de esta larga e inconclusa historia sería: no sigamos creyendo en
héroes salvadores, heroínas sacrificadas y villanos absolutos. Asumamos el rol de una ciudadanía responsable y activa, pongamos fin a esta tramoya de mentiras
institucionales y a este tablao con tantos y tan honorables personajes delincuenciales,
a la diestra y la siniestra de nuestra historia, protagonistas impunes de
inefables e inolvidables pasajes criminales. Exijámosles, en un acto final de
esta tragicomedia, que nos cuenten de una vez por todas sus verdades y asuman
sus responsabilidades ante la JEP y la Comisión de la Verdad, que las digan
plenamente a toda la sociedad y a las millones de víctimas, sin dejarnos embaucar en sus farragosos parlamentos sobre la “seguridad democrática”, la “paz con legalidad”
o, desde la otra orilla, “la paz con justicia social”, la “Colombia humana” y
otras tantas e ingeniosas fórmulas pretendidamente legitimadoras de una
violencia “justa y patriótica” o “democrática y legal”. No más mentiras
fatales, ya es suficiente con las estadísticas de contagiados y fallecidos por
el Coronavirus que, según el gobierno, estamos a punto de contener. ¡Que viva
la nueva mortandad, perdón, normalidad!
[1]
442 líderes y lideresas asesinadas desde la firma del Acuerdo de Paz, según las
identidades publicadas por EL ESPECTADOR, en la primera página de su edición
del 14 de junio de 2020.
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