EL LETAL VIRUS DEL
MANIQUEÍSMO POLÍTICO
Hernando Llano Ángel
A
los colombianos nos está matando un virus más letal y contagioso que el SARS-CoV2.
Es el virus del maniqueísmo político y todos estamos expuestos a él. Su
peligrosidad deriva de su origen y forma de transmisión, que parece
inextinguible pues se reproduce con cada nueva generación. Su origen,
obviamente, no es biológico, sino de carácter histórico y religioso, pues se
atribuye al príncipe persa Manes (215-276 D.C), cuya doctrina “admite dos principios
creadores del mundo, el del bien y el del mal”. Principios que se tornan
destructores al trasladarse al mundo político y dividir la humanidad entre
buenos y malos, que mutuamente se eliminan con la mejor buena conciencia, pues
cada bando reclama ser el único poseedor de la verdad, la justicia y el bien.
El maniqueísmo
político
Al
mutar esta doctrina religiosa y moralista en ideologías, doctrinas y partidos
políticos, quedamos divididos en dos bandos irreconciliables, que toman
históricamente las más diversas banderías: patriotas contra realistas;
liberales contra conservadores; progresistas contra reaccionarios; demócratas
contra comunistas, derecha contra izquierda. Y al ser el campo político siempre
contingente, disputado y dinámico, cada bando reclamará para sí ser la
encarnación del bien y le atribuirá al adversario la responsabilidad de todo el
mal. Emerge así la semilla del fanatismo que, como bien lo expresará Amos Oz, “siempre brota al adoptar una actitud
de superioridad moral que impide llegar a un acuerdo”. Entonces la política se
degrada y se convierte en un campo de batalla mortal, donde ya no es posible
ningún acuerdo, pues el bien no puede conciliar con el mal y el autoproclamado demócrata
no puede conversar con el estigmatizado terrorista o guerrillero. La política deja
de ser un foro de discusión y debate donde se refutan y mueren las ideas, para
convertirse en un campo feroz de aniquilación donde caen derrotados los
portadores de estas, en aras de la paz y la legalidad. Por eso la insuperable
definición mínima de democracia, atribuida a James Bryce, según la cual es
aquella “forma de gobierno que permite contar cabezas en lugar de cortarlas”, entre
nosotros se ha trocado cruelmente en lo contrario y hoy tenemos una forma de
gobierno que permite cortar cabezas sin poder contarlas. Aún es materia de
discusión el número de víctimas de La Violencia como resultado de las firmes
convicciones morales y las creencias políticas de conservadores y liberales,
defendidas por cada bando como superiores. Ni hablar del debate actual sobre el
número de víctimas en masacres, asesinatos selectivos, “falsos positivos”,
violencia sexual, secuestrados, desaparecidos y desplazados, que nos ha dejado
este conflicto armado y que no cesa, como el coronavirus, de propiciar más
víctimas cada día. Y esa discutible y macabra contabilidad parece estar
condenada al fracaso, no tanto porque sea casi imposible discernir cuáles
crímenes estuvieron motivados políticamente o fueron cometidos por la codicia
de las economías ilícitas y la ambición de las lícitas, sino especialmente porque
hay quienes pretende descalificar todo esfuerzo por esclarecer lo sucedido a
cargo de la Comisión de la Verdad y la Jurisdicción Especial de Paz (JEP).
La ineludible y
dolorosa búsqueda de verdades
Una
ineludible y dolorosa búsqueda de verdades que nuestra sociedad nunca ha tenido
el valor de asumir, emplazando a sus principales protagonistas y antagonistas
para que todos escuchemos y conozcamos sus versiones de tantas violencias y
atrocidades. Pero, especialmente, contando con la memoria, las voces y
sufrimientos de las innumerables víctimas a quienes como sociedad debemos la
verdad, pues sin ella jamás habrá justicia y reparación. Mucho menos podríamos
nosotros seguir viviendo sin sentir la vergüenza de haberlas condenado al
olvido y la injusticia, siendo casi cómplices de tanta ignominia. Estamos
llegando a la hora de las verdades, la hora de conocer todas las atrocidades,
sin temor a revelar la identidad de quienes las hayan ordenado, consentido o
cometido, sean de izquierda o derecha, rebeldes o gobernantes, más allá del
juicio maniqueo sobre el bien y el mal o las buenas o malas intenciones con que
las hayan cometido. En algunos casos, incluso, en nombre de la democracia, la
seguridad, la tradición, la familia y la propiedad. En otros, promoviendo la
revolución, la justicia o la igualdad. Y, quizá, en la mayoría de los casos, en
nombre de pasiones prosaicas, como la codicia propia de las economías ilegales
o la de los intereses muy legales de las ganancias insaciables de los
mercaderes y exitosos emprendedores. En fin, que crezca la curva del consumo
sin IVA y las ganancias del mercado, mientras el contagio del Covid aplana y
sepulta la de las pérdidas irreparables.
Verdades más allá del
bien y del mal
Por
eso es tan desafortunado el trino del exministro de defensa, Juan Carlos
Pinzón, al referirse a la Comisión de la Verdad y afirmar que “la mayoría de
comisionados registran afinidad ideológica o nexos con grupos armados”. Así
como lo fue la campaña sistemática por las redes sociales para desacreditar a
la JEP, en un principio estigmatizada porque sus magistrados eran promotores y
defensores de derechos humanos. Sindicación tan absurda para deslegitimar a que
quienes defienden la vida y la dignidad humana tildándolos de izquierdistas o
“mamertos”, como sería la de tachar de derechistas o “paracos” a quienes promueven la seguridad pública contra
la criminalidad. Obviamente una sociedad que se deja dividir y polarizar en esos
dos bandos por líderes “furibundos” o “iluminados”, difícilmente puede
comprender que la esencia del Acuerdo de Paz era y sigue siendo la
consolidación de un Estado de derecho democrático. De un Estado legítimo, capaz
de garantizar la vida, la dignidad y la seguridad de todos, más allá de ese
juicio maniqueo que nos divide entre buenos y malos colombianos, unos defensores
de la paz y otros promotores de la guerra. Por eso el Acuerdo de Paz requiere
muchas verdades más allá del bien y del mal. De allí que el desafío de la
Comisión de la Verdad sea inmenso y no pueda ser deslegitimada por trinos destemplados
inspirados en prejuicios personales o intereses electorales. Su mayor desafío
es entregarnos una versión de nuestra historia y del terrible conflicto armado
que nos permita superar esa “federación de odios” que somos, según la lucida expresión
de Belisario Betancur, para empezar a forjar una nación de ciudadanos y
ciudadanas donde la política sea una actividad generadora de democracia y
supere su actual deleznable condición de celestina de la ilegalidad, el crimen
y la iniquidad.
Una verdad
reconciliadora
Una verdad capaz de
reconciliarnos porque expresará todas las voces, desde la de los victimarios y
las víctimas sin excepción alguna; porque expresará desde los motivos del odio
de los ofensores hasta el sufrimiento infinito de los ofendidos; desde la
vergüenza de los victimarios hasta la rabia y el dolor de las víctimas. Pero,
sobre todo, porque será una verdad que nos revelará todas las imposturas y
mentiras que no estamos dispuestos a volver aceptar y mucho menos legitimar.
Como la de continuar viviendo en un Estado incapaz de impedir el asesinato de
quienes luchan por una democracia auténtica, donde el goce de los derechos
humanos sea una realidad social vital y no solo letra muerta en una
Constitución nominal. Una verdad que nos comprometa a todos con un orden
político, social y económico donde jamás vuelvan a existir condiciones para el
surgimiento de nuevas víctimas y victimarios y donde los contrarios políticos
se reconozcan como adversarios y no como enemigos que se descalifican
furiosamente como “mamertos” o “paracos”. En fin, una verdad que nos permita vivir una democracia ciudadana y social, antes que
de partidos políticos y clientelas, con igualdad de oportunidades para todos y
todas, sin necesidad de líderes providenciales, o de incontables héroes
uniformados para defenderla y mucho menos de nuevas generaciones de rebeldes y
comandantes para promoverla o de vengadores civiles y paramilitares para
sepultarla, jamás refundarla.
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