martes, julio 14, 2020

De poderes e instituciones pandémicas.



DE PODERES E INSTITUCIONES PANDÉMICAS


Hernando Llano Ángel

La reciente declaración del Arzobispo de Cali, Darío de Jesús Monsalve, referida a la incapacidad del actual gobierno de contener el asesinato de líderes sociales y desmovilizados de las FARC, tildándola como una “una venganza genocida” contra el Acuerdo de Paz, ha suscitado gran controversia. Más allá de la descalificación del Nuncio Apostólico, señalando que no cabe la expresión de genocidio, puesto que “tiene en el Derecho Internacional un significado preciso que "no permite sea usado a la ligera", hay que reconocer que al Arzobispo Monsalve le asiste toda la razón jurídica y la verdad vital.

¿Un Nuncio estalinista?

La razón jurídica, puesto que lamentablemente el Nuncio Apostólico en su comunicado se apoya en la Convención de la ONU de 1948 que, bajo la presión de la Unión Soviética estalinista, excluyó del genocidio las matanzas cometidas por motivos “políticos y de otra clase”, para circunscribirlo exclusivamente a los crímenes «cometidos con la intención de destruir, totalmente o en parte, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso» pero no «político o de otro tipo», como se decía en la resolución de 1946”. Por ello, los estudiosos e investigadores posteriores sobre el carácter del genocidio han ampliado dicha definición a las matanzas cometidas por motivos de orden político, ideológico y económico[1], perpetradas por algún Estado, grupos políticos u organizaciones de diversa índole. Entre estas, caben lamentablemente las cometidas contra líderes sociales, excombatientes de la Farc y comunidades indígenas y negras, que hoy tienen una dimensión pandémica.

La verdad vital e histórica

También le asiste al Arzobispo Monsalve la verdad vital, no solo por condenar el elevado número de líderes y desmovilizados de las Farc asesinados, cuya cifra imposible de precisar[2] revela una contabilidad macabra más grave y aguda que la del Covid-19, ya que los líderes son víctimas de organizaciones criminales y de autores intelectuales que el Gobierno debería identificar y desmantelar, si realmente actuará como un auténtico Estado de Derecho. Que las cifras de asesinatos de líderes sociales oscilen entre 37, según el gobierno, o 100 según Indepaz, demuestra la  incompetencia fatal del actual gobierno frente a la implementación del Acuerdo de Paz. Cifra de víctimas que al aumentar día tras día, como las que cobra el Covid-19, podemos decir que estamos frente a un poder y unas instituciones pandémicas, ensañadas históricamente contra los líderes del pueblo y sus miembros más excluidos y explotados: indígenas, campesinos y comunidades negras. La escabrosa cifra oficial de 118 investigaciones en curso contra miembros del Ejército por abuso y violencia sexual contra menores de edad[3], es otra insignia de ignominia que se suma a la de los “falsos positivos”, perpetuando así un patrón histórico victimizante entre civiles y militares responsables de ese tanático funcionamiento de nuestras instituciones. Un patrón institucional que, salvo contadas excepciones coyunturales, puede válidamente llamarse tanático, pues en lugar de promover las libertades públicas y proteger los derechos humanos, recorta las primeras y no impide la violación generalizada de los segundos. Valga como ejemplo el consuetudinario y casi permanente estado de sitio, bajo cuyas arbitrariedades cívico-militares fuimos gobernados durante la segunda mitad del siglo pasado. Y ni hablar de lo acontecido después de la Constitución del 91, pues si bien dejó de existir constitucionalmente el estado de sitio, en  la realidad se instauró de facto un Estado permanente de impunidad y un régimen político sincrético. Un régimen político cuya matriz dinamizadora es la tenebrosa alianza de la política con el crimen, que alcanza sus más claras expresiones en el poder presidencial bajo coyunturas como el proceso 8.000, la narcoparapolítica y hoy, con su más reciente y exitosa mutación, la ñeñepolítica, camuflada y soterrada bajo el coronavirus, pues éste cotidianamente causa más víctimas que las generadas por la pandemia institucional que nos gobierna.

La República agónica

Al parecer en unos meses dispondremos de las vacunas y los antídotos contra el coronavirus. Entonces tendremos que afrontar como ciudadanía el mayor desafío de nuestra generación,  derrotar la pandemia del poder y las instituciones tanáticas que nos han diezmado y degradado históricamente. Esto solo será posible si rechazamos categórica y mayoritariamente todos los candidatos y partidos que ocultan sus relaciones con el crimen y la ilegalidad, bajo pretextos o coartadas como la defensa de las instituciones y la “democracia” contra el “castrochavismo” o la instauración de un supuesto Estado popular y benefactor que repartirá justicia sin dificultades y nuestro compromiso ciudadano con la generación de riqueza y equidad. Y este es un desafío mucho mayor que derrotar el coronavirus, pues para superarlo no contaremos con vacuna ni salvadores providenciales, más allá de nuestra responsabilidad ciudadana y colectiva para recobrar el sentido de la política, la salud y la vida de una República que hoy se encuentra agónica, asediada por la impostura y mentira que la gobiernan. Una tarea que sin duda demandará el esfuerzo de muchas generaciones y no admite líderes demagógicos y populistas o tecnócratas asépticos e iluminados, pues lo que requiere es el surgimiento de nuevos liderazgos políticos, sociales y empresariales. Mucho menos precisa de electores devotos y fanáticos, imbuidos de fe que repudian la política o, más grave aún, de masas desesperadas en las subastas electorales, dispuestas a enajenar su conciencia a cambio de pocos pesos y precarios subsidios para continuar viviendo miserablemente.

Emplazados por la Verdad y la Reconciliación

Lo que más requerimos ahora, junto a las nuevas generaciones, es poder  recobrar una memoria lucida que nos devele muchas verdades y al mismo tiempo nos revele un horizonte donde sea posible la reconciliación y la equidad.  Y para ello contamos con instituciones como la Comisión de la Verdad y la Jurisdicción Especial de Paz (JEP). A la primera deberían concurrir, como ya lo han venido haciendo algunos funcionarios públicos, junto a excomandantes de la guerrilla y grupos paramilitares, todos los expresidentes y máximos responsables de políticas públicas, para que nos podamos formarnos un juicio objetivo sobre sus decisiones y actuaciones. Solo así podremos empezar a superar el maniqueísmo polarizante que nos divide falsamente entre buenos y malos colombianos, enfrentados a muerte en el campo minado de un pasado y un presente que nos avergüenza a todos. Solo conociendo todas las verdades, desde la de los victimarios y ofensores, pasando por la de los testigos hasta la de las víctimas y ofendidos, podremos algún día liberarnos del odio y la venganza que perpetúan generacional e indefinidamente este conflicto degradado y la iniquidad de su violencia. De allí que precisemos de una justicia más allá de la condena o la absolución, pues en un conflicto armado tan prolongado y desgarrador como el nuestro, más que inocentes impolutos o culpables o absolutos, lo que existen son diversos grados de responsabilidad, según los cargos desempeñados, las órdenes impartidas y las acciones ejecutadas por sus protagonistas y seguidores Se necesita una justicia de verdades, responsabilidades y reparaciones, que es precisamente la misión encomendada a la JEP. De las verdades de guerrilleros y miembros de la Fuerza Pública para que asuman plenamente sus responsabilidades, sin justificaciones e inadmisibles legitimidades. Pero también las verdades y responsabilidades de sus terceros, auxiliadores y simpatizantes civiles. Quizás así podremos empezar un lento y prolongado proceso de reconciliación política nacional, que nos permitirá día a día construir una sociedad donde ya no habrá más lugar para odios mortales entre “buenos y malos” ciudadanos o “demócratas y terroristas”, como tampoco discriminaciones sociales fundadas en clases; abolengos familiares con cuestionados pergaminos; colores de piel o creencias religiosas fundamentalistas que condenen al infierno del desprecio y el maltrato a las identidades diversas y plurales, inherentes a nuestra compleja condición humana.



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