miércoles, octubre 15, 2008

MEDIOS DE COMUNICACIÓN Y OPINIÓN PÚBLICA

EN CONTEXTOS DE GUERRA
[1]


Hernando Llano Ángel.[2]

Agradezco a los organizadores de la cátedra internacional Ignacio Martín Baró por su amable invitación a participar en este panel interdisciplinario en compañía de profesionales que tanto han aportado a la comunicación desde la perspectiva académica, gremial, fundacional y de la propia formación de opinión pública, como son los casos de José Vicente Arizmendi, Marta Toro, Rocío Castañeda, Ubencel Duque y Hollman Morris, frente a quienes soy un inexperto y un advenedizo. Por ello, no voy abordar esta compleja, apasionante y posmoderna trinidad que forman los medios, la opinión pública y la guerra –tres cosas distintas que configuran nuestra única realidad terrenal-- desde la perspectiva de la comunicación, sino desde una perspectiva más amplia y la vez mundana, como es la política.

Arendt y Camus

Lo voy a hacer a partir de una pareja de pensadores que descolló por su lucidez, valor, resistencia civil y sensibilidad frente a la condición humana sometida a los avatares de la violencia y la guerra en el siglo XX, como lo fueron Hannah Arendt y Albert Camus.

Ambos realizaron valiosos aportes en la formación de una opinión pública reflexiva, crítica y democrática, mediante la interpelación a sus lectores en diarios y revistas para que asumieran posturas éticas y civilistas frente a quienes desde el poder político hábilmente manipulaban sus sentimientos, pasiones, miedos y prejuicios, invocando grandes valores como la paz, la libertad, la seguridad y la justicia, para así movilizarlos en forma entusiasta a los frentes de batalla y sacrificar sus vidas y la de sus enemigos en nombre de la humanidad y supuestas causas supremas.

No obstante el carácter y alcance tan disímil de sus obras, ambos coincidieron en la problemática que nos convoca en este panel, pues asumieron una postura de radical resistencia civil y denuncia crítica de los supuestos alcances progresistas y revolucionarios que desempeñan la violencia y la guerra en los asuntos humanos, tanto en la esfera de lo público como en los conflictos políticos nacionales e internacionales.

Arendt lo hizo a través de su monumental investigación, “Los orígenes del Totalitarismo” y especialmente en su incisivo ensayo “Sobre la Violencia”, que la consagraron como la pensadora política que abordó en la forma más sugerente y creativa la compleja y crucial relación entre poder y violencia, superando las tradicionales concepciones de la derecha y las revolucionarias de la “nueva izquierda”, tan proclives a rendir culto a la violencia directa como juez de última instancia en las controversias políticas y sociales.

Por su parte, Albert Camus, en su controvertido ensayo “El Hombre Rebelde”, ajustó cuentas en forma temprana y contundente con la mistificación de una violencia supuestamente progresista, como la del régimen Stalinista, que bajo la coartada de la liberación del proletariado y el campesinado ordenó miles de crímenes de lesa humanidad e instauró nuevos campos de concentración en Siberia.

Entonces, escribió Camus, en la introducción de la mencionada obra, lo siguiente: “Pero a partir del momento en que por falta de carácter corre uno a darse una doctrina, desde el instante en que se razona el crimen, éste prolifera como la misma razón, toma todas las figuras del silogismo. Era solitario como el grito; helo ahí universal como la ciencia. Ayer juzgado, hoy legisla”. En nuestro caso, habría que agregar que nos gobierna.

Pero para entrar en materia y referirme al papel de los medios de comunicación en la generación de opinión pública, es pertinente comenzar con una breve y profunda reflexión de Arendt en otro de sus libros fundamentales, “La Condición Humana”, donde escribió lo siguiente:

Realidad Aparencial: “Para nosotros, la apariencia --algo que ven y oyen otros al igual que nosotros-- constituye la realidad”.[3] (Diapositiva 1)

En efecto, la opinión pública pertenece al ámbito de lo aparente, en su doble acepción de aquello que, primero, aparece ante nosotros --proyectado en pantallas de televisión, escuchado a través de la radio y/o leído en la prensa escrita—y, segundo, como aquello que no es, pero se nos presenta como verosímil, según las diversas versiones e interpretaciones que se disputan el sentido y alcance de los hechos y acontecimientos que determinan nuestras vidas.

Hechos y acontecimientos que al desarrollarse en un contexto de guerra se convierten, ellos mismos, en materia de profunda controversia, pues la parte que logre persuadir a la opinión de que su versión de lo sucedido es la verdadera, desvirtuando como falsa o mentirosa la brindada por su adversario o enemigo, ya se habrá asegurado más de la mitad de la victoria. De allí el aserto del famoso aforismo inglés, según el cual: “La verdad es la primera baja o víctima en todas las guerras”.

Lo estamos corroborando en los dos casos más emblemáticos y dramáticos de nuestro degradado conflicto interno, la famosa “Operación Jaque”, en donde al parecer tendremos que esperar la versión de Hollywood, protagonizada por Michael Douglas, para saber exactamente lo que sucedió, pues sólo la ficción podrá brindarnos la medida de esa espectacular “verdad”. Y las tenebrosas ejecuciones extrajudiciales, que es el eufemismo oficial de actualidad para denominar los crímenes de Estado, que tardíamente endilga el Ministro de Defensa, Juan Manuel Santos, a mandos militares sin identificar.

Por ello, la primera cuestión que quiero plantear para el debate en este panel, es la imperiosa necesidad de reconocer que la opinión pública se ha convertido entre nosotros en un verdadero campo de batalla, donde el comunicador aparece en muchas ocasiones como el blanco perfecto de los combatientes, cuando no su más preciado aliado o incluso temible adversario. Es por eso que tenemos en Colombia tan alto número de periodistas asesinados, amenazados, investigados y estigmatizados. Por ello es también el periodismo una profesión tan peligrosa como apasionante y compleja, pues permite conocer como ninguna otra a los protagonistas de la guerra, sus laberintos de odio y venganza, sus abismos éticos y crímenes atroces.

De allí la pertinencia de ver y escuchar a uno de esos protagonistas, Salvatore Mancuso, quien empezó a revelarnos, antes de que el Presidente Uribe ordenará su rápida extradición, la forma como se fue configurando en Colombia la alianza entre la política y el crimen, más conocida bajo el eufemismo de la “parapolítica”. (Proyectar dos primeros vídeos).

El merito del periodista Juan Carlos Giraldo, en esta entrevista excepcional, es que nos permite ver y escuchar, más allá de la apariencia de las elecciones y los triunfos de los candidatos, la realidad criminal que hay detrás de nuestro régimen político que no merece por lo tanto el título de democrático, sino más bien de régimen electofáctico, pues en la realidad es esa simbiosis de la política con los poderes de facto lo que determina la suerte de las elecciones y el nombre de los ganadores.

También, como veremos a continuación, es la alianza entre dichos grupos criminales con políticos profesionales, como el caso del Senador Mario Uribe Escobar, lo que marcará la expedición de algunas leyes, como la mal llamada ley de “Justicia y Paz”, que después determinará gran parte de la agenda política nacional e internacional del actual gobierno. (Proyectar vídeo Mancuso, caso Mario Uribe).

Y es en este contexto donde los comunicadores y en general todo profesional que potencialmente incida en la formación de opinión pública, como es el caso de los docentes y los denominados intelectuales, que encontramos en Arendt y Camus dos extraordinarios ejemplos de lucidez, coherencia y valor, que bien vale la pena tratar de emular.

Para continuar con Arendt, recurro ahora a una cita tomada de su ensayo “Comprensión y política”, donde nos advierte sobre el papel de la comunicación en contextos de guerra y nos dice: “Las armas y la lucha corresponden a la esfera de la violencia y la violencia, a diferencia del poder, es muda; la violencia empieza donde termina el discurso. Las palabras que se usan para combatir pierden su calidad de discurso y se convierten en clichés”. (Diapositiva 5) “El lugar que los clichés han llegado a ocupar en nuestro lenguaje y en nuestros debates cotidianos puede muy bien indicar hasta qué punto no sólo nos hemos privado de la facultad del habla sino que no dudamos en utilizar medios más efectivos que los libros malos (y sólo los libros malos pueden ser buenas armas) para solucionar nuestros diferendos”[4]. (Diapositiva 6)

Sin duda, entre nosotros predominan los clichés y con ellos se pretende sustituir la realidad, incluso negarla, como sucede con el lenguaje oficial que no reconoce la existencia de la guerra o el conflicto armado interno --aunque en la operación jaque haya utilizado el símbolo del CICR-- sino de un ataque terrorista contra la democracia más profunda y estable de América Latina. De allí el enorme desafío que enfrentamos los periodistas y los docentes, pues como mediadores que somos entre la realidad que se informa y el conocimiento que se imparte, siempre corremos el riesgo de ponernos al servicio de la mentira o la dominación bajo los más incuestionables e intocables clichés.

En el caso de los comunicadores, por ejemplo, convirtiéndose en agentes propagadores y propagandistas del odio, al punto que les impida ver cualquier rasgo de humanidad en quien es considerado enemigo público de la patria o incluso de toda la especie.

En tales circunstancias pierde todo sentido indagar quién es tal enemigo, basta nombrarlo con el cliché que lo condena y lo estigmatiza, bien sea como terrorista, apátrida, narcoterrorista, guerrillero, paramilitar o, en otras circunstancias y latitudes, como musulmán, judío, armenio, kurdo, serbio, bosnio o fundamentalista.

Todos estos clichés tienen en común que resuman odio. Y como bien lo señala Camus, en la entrevista “Las servidumbres del odio”, concedida al periódico “El Progreso de Lyon” en 1951 (Diapositiva 7) “El odio es en sí mismo una mentira. Se calla instintivamente con relación a toda una parte del hombre. Niega lo que en cualquier hombre merece compasión. Miente, pues, esencialmente sobre el orden de las cosas. La mentira es más sutil. Sucede incluso que se miente sin odio, por simple amor a uno mismo. Todo hombre que odia, por el contrario, se detesta a sí mismo, en cierto modo. No hay, pues, un lazo lógico entre la mentira y el odio, pero existe una relación casi biológica entre el odio y la mentira.”

Develar y denunciar cómo el odio engendra portentosas mentiras, bien puede ser uno de los principales desafíos que nos corresponde asumir a los comunicadores y educadores en este tiempo y en esta tierra colombiana, como condición previa y necesaria para algún día disfrutar de la convivencia democrática y dejar así de vivir bajo el imperio del miedo y la desconfianza.

Mentiras, tales, como que hay una violencia menos atroz y más justificable que otra, ayer representada por las Convivir y las AUC, y hoy trasmutada en la política oficial denominada “seguridad democrática”, en nombre de la cual se estimula el asesinato, el desmembramiento del enemigo y las llamadas ejecuciones extrajudiciales de presuntos delincuentes o terroristas. Mentiras como llamar retenciones a los secuestros y ajusticiamiento a los asesinatos, cometidos supuestamente en nombre de una justicia que se autoproclama revolucionaria, como lo hacen las FARC y el ELN.

Y en un terreno menos anegado por la violencia y las venganzas, pero que de alguna forma lo auspicia y abona, continuar afirmando y enseñando desde la cátedra y los medios masivos que vivimos bajo la protección de un Estado Social de Derecho, cuando éste no deja de ser una ilusión fantasmagórica y hasta terrorífica para millones de compatriotas. A tal punto que la misma Corte Constitucional, en su famosa sentencia sobre la situación de los más de tres millones de colombianos desplazados, lo denominó un “estado de cosas inconstitucional”. Sin duda, nuestro Estado es cada día menos social y menos de derecho, y hoy está convertido en una especie de ficción mediática que ya ni siquiera es capaz de garantizar a sus asociados el servicio de la justicia. No le faltaba razón a San Agustín, cuando afirmaba en su famosa obra “La ciudad de Dios”, que “Un reino sin justicia es un gran robo”. En nuestro tiempo, se podría afirmar que “Un Estado sin justicia es una ignominia”.

Y en nuestro caso, no sólo por cumplirse 36 días sin el servicio estatal de la administración de justicia a raíz del paro de ASONAL, sino por algo mucho más escandaloso, como ha sido la decisión del Presidente Uribe de extraditar a criminales de lesa humanidad para que sean juzgados por narcotráfico en Estados Unidos, burlando así el derecho de las víctimas a la verdad, sin la cual jamás podrá haber justicia y mucho menos reparación, como también escamoteando el conocimiento público de la responsabilidad y complicidad de importantes y numerosos dirigentes empresariales y líderes políticos comprometidos en el funcionamiento y consolidación de esa maquinaria criminal.

Por eso, a la pregunta de su entrevistador “¿Y no es la mentira una de las mejores armas del odio, quizá la más pérfida y la más peligrosa?”. Camus respondió: “El odio no puede tomar otra máscara, no puede privarse de esta arma. No se puede odiar sin mentir. E inversamente, no se puede decir la verdad sin sustituir el odio por la compasión (que no tiene nada que ver con la neutralidad). De diez periódicos, en el mundo actual, nueve mienten más o menos. Es que en grados diferentes son portavoces del odio y la ceguera. Cuanto mejor odian más mienten. La prensa mundial, con algunas excepciones, no conoce hoy otra jerarquía. A falta de otra cosa mejor, mi simpatía va hacia esos, escasos, que mienten menos porque odian mal.”

Ese podría ser un imperativo ético para comunicadores y educadores: “odiar mal para mentir menos”. Y ello empieza por ser conscientes de nuestros odios para no seguir diciendo o defendiendo mentiras, bien sea desde la prensa o desde la cátedra. Mentiras tan piadosas como que “Somos la democracia más estable y profunda de América Latina”. O la colosal y cínica afirmación del estelar asesor presidencial, José Obdulio Gaviria: “En Colombia no hay desplazados, sino migrantes.” Sin dejar de mencionar la principal tesis de la “inteligencia superior” que guía los destinos de la nación: “En Colombia no hay conflicto armado, sino una amenaza terrorista contra la democracia”.

Afortunadamente la mayoría de quienes estamos en este Auditorio hemos sido formados en la escuela jesuita del discernimiento, bajo la influencia y el ejemplo vital de hombres como Ignacio Martín Baró, quien nos advirtió que “No hay saber verdadero que no vaya esencialmente vinculado con un hacer transformador sobre la realidad, pero no hay hacer transformador de la sociedad que no involucre un cambio de las relaciones entre los seres humanos”. Y ese cambio en nuestras relaciones está determinado por nuestra capacidad para no mentir y adulterar la realidad. Por nuestra autenticidad existencial, veracidad comunicativa y coherencia vital en el trato con los demás y la misma realidad.

Por ello, es pertinente terminar con la última respuesta de Camus a la pregunta “¿Cuál es la importancia privilegiada de la mentira? Entonces respondió: “Su importancia proviene de que ninguna virtud puede aliarse con ella sin perecer. El privilegio de la mentira es que siempre vence al que pretende servirse de ella…No, ninguna grandeza se ha establecido jamás sobre la mentira. La mentira a veces hace vivir, pero nunca eleva. La verdadera aristocracia, por ejemplo, no consiste en batirse en duelo. Consiste, en primer lugar, en no mentir. La libertad no consiste en decir cualquier cosa y en multiplicar los periódicos escandalosos, ni en instaurar la dictadura en nombre de una libertad futura. La libertad consiste, en primer lugar en no mentir. Allí donde prolifere la mentira, la tiranía se anuncia o se perpetúa.”

Claro está que la proliferación de las mentiras como la perpetuación de las tiranías no depende sólo de los comunicadores y los educadores, sino también de quienes se las creen o las desean, y es en tal contexto donde cobra todo su significado la resistencia civil.

Porque la resistencia civil es la afirmación del poder de las verdades y las identidades plurales, siempre reacias a todo tipo de hegemonías homogeneizadoras, aniquiladoras de la riqueza de la diversidad de la vida, bien a través del mercado, la cooptación política y las nuevas formas de un caudillismo autoritario que se proyecta como insustituible e imprescindible entre nosotros y el vecindario, aunque sus protagonistas estén situados en orillas contrarias y divergentes.



Muchas gracias por su atención.

Octubre 9 de 2008.






[1] - Ponencia presentada en la Cátedra Internacional Ignacio Martín Baró.
Panel: Medios de Comunicación y Opinión Pública en contextos de guerra. Diálogos Interdisciplinarios. Pontificia Universidad Javeriana de Cali. Octubre 9 de 2008. Auditorio Los Almendros.

[2] - Profesor Asociado Departamento de Ciencia Jurídica y Política. Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales. Abogado y Magíster en Estudios Políticos de la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá.

[3] - Arendt, Hannah. (1993). La Condición Humana. Barcelona, Edit Paidós, p. 59.

[4] - Hilb, Claudia (Comp), (1994). “El resplandor de lo público. En torno a Hannh Arendt”, Caracas. Editorial Nueva Sociedad, p. 32.