sábado, julio 17, 2021

La Constitución del 91 no tiene la culpa

 

La Constitución del 91 no tiene la culpa

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Hernando Llano Ángel.

Este domingo 4 de julio se cumplen 30 años de promulgada la Constitución de 1991, más no de su plena vigencia. No solo por las más de cincuenta reformas que ha tenido y la han desfigurado, sino especialmente por su limitada capacidad para convertir en realidades políticas, económicas y sociales sus principios y valores, contenidos en el Preámbulo y en sus diez primeros artículos del Título Primero. En efecto, estamos muy lejos de encontrarnos en el camino de “fortalecer la unidad de la Nación”, pues hoy Colombia está profundamente fragmentada y amenazada por los efectos catalizadores de la pandemia y del estallido social, que nos revelan la insalvable y violenta distancia que separa al “país nacional”, en las calles y plazas públicas, del “país político”, refugiado en un Estado con muy baja legitimidad y reconocimiento ciudadano. Una división y confrontación que persiste desde que Gaitán la formuló, pero que hoy se manifiesta en forma mucho más clara, contundente y desgarradora. La peor consecuencia de dicha confrontación es que impide asegurar a todos los integrantes de la Nación “la vida, la convivencia, el trabajo, la justicia, la igualdad, el conocimiento, la libertad y la paz, dentro de un marco jurídico, democrático y participativo que garantice un orden político, económico y social justo”, como solemnemente lo anuncia el Preámbulo de la Carta. Un preámbulo que no hemos sido capaces de escribirlo y menos de vivirlo en la realidad cotidiana, que es donde en verdad importa, por la ausencia de partidos políticos y movimientos sociales que encarnen y representen los valores e intereses del país nacional y no solo del país político.

¿Una sociedad sin Constitución?

A tal punto, que si tomamos como definición de Constitución la expresada hace 232 años por la Declaración de Derechos Humanos de la Revolución Francesa: “Una sociedad en la que no esté establecida la garantía de los derechos, ni garantizada la separación de poderes, carece de Constitución”, tendríamos que concluir que la Constitución del 91 no existe en tanto “norma de normas” con capacidad para regir y regular nuestra realidad política, económica, social y cultural. Se objetará la validez de esta radical afirmación, diciendo que la Constitución no tiene la culpa de lo anterior, puesto que ella postula principios, valores, normas e instituciones que deben ser convertidas en realidad por las autoridades electas, que al asumir sus cargos juran solemnemente respetarla y cumplirla. Y resulta que dichas autoridades no son otras que aquellas que los ciudadanos y ciudadanas elegimos para gobernar. Siguiendo este silogismo, que ya no es solo constitucional sino de carácter político, tendríamos que concluir, entonces, que como ciudadanos hemos sido inferiores a la Constitución del 91. Durante estos 30 años hemos elegido gobernantes que, además de no cumplirla, la han violado sistemáticamente en forma impune y reformado con frecuencia para su propio beneficio. En forma impune, pues su artículo 6 señala que los particulares “solo somos responsables ante las autoridades por infringir la Constitución y las leyes”, pero que “los servidores públicos lo son por la misma causa y por omisión o extralimitación en el ejercicio de sus funciones”. Y debemos reconocer que la omisión de esos flamantes “servidores públicos” con el cumplimiento de la Constitución ha sido ostensible al no materializar sus principios esenciales y no garantizar efectivamente nuestros derechos fundamentales. La omisión empieza desde el artículo 1, al incumplir con su principal deber como servidores públicos y no hacer realidad: “el Estado Social de derecho y la prevalencia del interés general”, “la democracia participativa y pluralista”, “el respeto a la dignidad humana”, “el trabajo y la solidaridad”. Ni hablar del incumplimiento flagrante del artículo 2: “Son fines esenciales del Estado servir a la comunidad, promover la prosperidad general y garantizar la efectividad de los principios, derechos y deberes consagrados en la Constitución; facilitar la participación de todos en las decisiones que los afectan y en la vida económica, política, administrativa y cultural de la Nación; defender la independencia nacional, mantener la integridad territorial y asegurar la convivencia pacífica y la vigencia de un orden justo”. Imposible no sonreír irónicamente por una incongruencia tan mortalmente deslegitimadora entre el Estado constitucional y el Estado realmente existente, que se profundiza aún más con el incumplimiento generalizado de la misión encomendada a las autoridades: “Las autoridades de la República están instituidas para proteger a todas las personas residentes en Colombia, en su vida, honra, bienes, creencias y demás derechos y libertades y para asegurar el cumplimiento de los deberes sociales del Estado y de los particulares”. Y esa conducta negligente e incompetente de los servidores públicos se profundiza en cada uno de los siguientes diez primeros artículos, siendo el 7 y el 8 los más sistemática y dolorosamente violados. Artículo 7: “El Estado reconoce y protege la diversidad étnica y cultural de la Nación Colombiana”. Pero el Estado y sus gobernantes lo violan con tal celo y rigor desde 1991 que hoy las comunidades indígenas y negras corren el riesgo de ser exterminadas, sus líderes y lideresas son sistemáticamente asesinadas[1] y sus territorios, plantíos y ecosistemas devastados periódicamente con glifosato. Con el uso del glifosato se viola flagrantemente el artículo 8: “Es obligación del Estado y de las personas proteger las riquezas culturales y naturales de la Nación”. De allí, que la Corte Constitucional haya señalado en su sentencia de tutela 025[2], en protección de los derechos de más de 9 millones de desplazados, que en Colombia existe un “estado de cosas inconstitucional”, pues el propio Estado no garantiza los derechos fundamentales a millones de colombianos, violentamente desplazados de sus terruños. Y si no fuera por las exigencias y restricciones de la sentencia T 236 de 2017  de la Corte Constitucional[3] sobre el uso del glifosato, ya el presidente Duque estaría celebrando internacionalmente el éxito de su ecocidio. De la misma forma, el derecho colectivo a la salud es precariamente garantizado en forma individual, gracias a cientos de miles de acciones de tutela[4] interpuestas ante jueces de la República, pues la salud no es garantizada por el Estado como un derecho universal. Todo lo anterior sucede en nombre de una realidad supraconstitucional llamada libre mercado y seguridad inversionista, convertidos en imperativos sagrados, cuya vigencia no puede limitar y mucho menos entorpecer una “hoja de papel” llamada Constitución. Así viene sucediendo desde la presidencia de Cesar Gaviria, cuando se subordinó la existencia del Estado Social de derecho a la llamada “Apertura económica y globalización económica”, con el triunfante “bienvenidos al futuro” del modelo económico neoliberal, hoy en bancarrota y retirada en todo el planeta, al reconocerse que sin Estado no hay salvación y mucho menos funciona el paraíso del libre mercado.

Sin Paz Política no hay Constitución Política

Pero hay un aspecto donde es más evidente la falta de vigencia de la Constitución del 91 y revela dramáticamente nuestra mayor incomprensión y ausencia de compromiso como ciudadanos con su cumplimiento. Es nada menos que la paz política, quintaesencia de toda Constitución que se precie de ser democrática y sin la cual no puede existir un auténtico Estado Social de derecho. Porque la paz política es el derecho a la democracia. Sin ella, lo que prevalece es una gobernabilidad sustentada cada vez más en la fuerza, en medidas policivas, tácticas militares y una represión oficial criminal, que desemboca en el ejercicio de una oposición siempre cercana a la violencia y proclive a la rebelión, como la estamos viviendo en la actualidad. Por eso el presidente Duque no puede gobernar y menos asumir el desafío del Paro nacional sin el ESMAD y la Asistencia Militar, pues suele procrastinar y eludir de entrada el diálogo y la deliberación ciudadana para alcanzar acuerdos. Piensa equivocadamente que gobernar es mandar, en lugar de concertar. Su idea de la autoridad es la militar del mando y la obediencia, típica del autoritarismo, no la democrática, basada en la argumentación, la deliberación y los acuerdos que se cumplen en beneficio del interés general y no de los privilegios del Statu Quo. No por casualidad es un admirador del expresidente Turbay Ayala e hijo político legítimo de Uribe Vélez y su “seguridad democrática”. Y esta gobernabilidad antidemocrática y militarista ha estado presente desde el nacimiento de la Constitución del 91, pues no se puede olvidar que el mismo presidente Cesar Gaviria, promotor del “Bienvenidos al futuro”, el 9 de diciembre de 1990, día en que elegimos a los delegatarios para la Asamblea Nacional Constituyente, ordenó el bombardeo a Casa Verde en La Uribe, donde se encontraba el Secretariado de las FARC-EP. Y, a pesar de lo anterior, en la promulgación de la Carta, el 4 de julio de 1991, tuvo la desfachatez de citar a Norberto Bobbio y su célebre definición de las constituciones como “acuerdos de paz duraderos”.  Pero con el bombardeo a La Uribe y luego con la declaratoria de la “guerra integral”[5]  en 1993 contra las FARC por su primer ministro de Defensa civil, Rafael Pardo Rueda, para llevarlas a un proceso de paz en 18 meses, inauguró uno de los períodos más sangrientos del conflicto armado interno. Los 18 meses se prolongaron durante 23 años y cientos de miles de víctimas mortales, millones de desplazados como consecuencia de la “guerra integral”, la creación de las nefastas cooperativas Convivir[6] por Decreto Ley 356 de 1994, preámbulo de las AUC, hasta llegar mortíferamente 23 años después al Acuerdo de Paz del 2016. Un Acuerdo que hoy se encuentra en el limbo de “la paz con legalidad”, con un saldo exponencial de masacres[7], desaparecidos y más de 270 miembros del Partido Comunes[8] asesinados. Conclusión: la paz política se convirtió en guerra integral, que todavía está lejos de concluir, según el reciente atentado contra el helicóptero presidencial en Cúcuta.

La Constitución en Primera Línea

Es en este contexto de violencia política endémica que hay que entender la virulencia del Paro Nacional y su deriva en una especie de insurrección civil encabezada por una juventud sin futuro, que ha empezado a escribir sus primeras líneas de conciencia política en forma directa y radical, desde la resistencia y el rechazo visceral a un País Político y sindical que no la representa. Ya no es la juventud con futuro de la séptima papeleta y las universidades de elite, que hábilmente canalizó Gaviria con su joven y brillante asesor constitucionales, Manuel Cepeda y el entonces profesor universitario Fernando Carrillo, quienes realizaron la alquimia de transformar el narcoterrorismo de Pablo Escobar y los llamados “Extraditables” en una Constituyente, mediante la séptima papeleta. Una Constituyente que a la postre coronó en el artículo 35 (ya reformado) la máxima aspiración del capo, la prohibición de extraditar colombianos por nacimiento. Una Constituyente, no se puede ocultar, que apenas contó con el respaldó en las urnas del 27% de los ciudadanos, pues el restante 73% no creyó en ella y menos entendió las razones por las cuales tendría que votar por unos delegatarios, sin recibir de ellos nada a cambio, fuera de una “hoja de papel”. Una hoja que por demás firmaron en blanco ese 4 de julio de 1991, pues el texto completó se encriptó y no fue posible imprimirlo a tiempo. Presagio de una Constitución que, en la vida real, la del pan, la vida, la libertad, la salud, el empleo, la prosperidad y la equidad, está casi en blanco y no rige para la mayoría de colombianos. Pero, sobre todo, una Constitución que se promulgó para la Paz Política y por eso incluyó el artículo 22: “La paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”. Un mandato que los colombianos no cumplimos, pues cuando se logró desarmar más de diez mil guerrilleros de las FARC-EP, una ínfima minoría de menos de sesenta mil colombianos rechazó el “Acuerdo de Paz”[9], porque salió “emberracada”[10] a votar, engañada astutamente con una letal mezcla de mentiras, prejuicios y odios irredimibles. Una exitosa campaña de falacias, como el inminente triunfo del “castrochavismo”, ideada por quienes temen sobre todo a la verdad, la justicia transicional y la reparación de las innumerables víctimas civiles, pues son incapaces moral y políticamente de rendir cuentas sobre su responsabilidad en la prolongación criminal de este degradado conflicto armado interno, dando pleno cumplimiento al Acuerdo de Paz, cuyo objetivo esencial es romper la relación criminal e ilegal de la política con las armas y poder así avanzar en la construcción del Estado Social de derecho en todo el territorio nacional, realizando una reforma rural integral, sustituyendo cultivos de uso ilícito y reivindicando la dignidad de todas las víctimas mediante el Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y garantías de no Repetición. Un conflicto que el presidente Duque y el Centro Democrático todavía niegan de plano en nombre de una supuesta “paz con legalidad”, que no es nada distinto a esta paz con letalidad, agravada por la pandemia del Sars-Cov2 y sus letales cepas. Letalidad que, junto a la endemia de la violencia política, en la práctica también es negada por el presidente Duque y su ejemplar ministro de salud, incapaces de tomar correctivos efectivos para contener el ascendente número de muertes, que ya nos tiene en el primer lugar del mundo por millón de habitantes[11]. Por todo lo anterior, no podemos seguir pensando que lo que nos sucede sea culpa de la Constitución del 91 y del Acuerdo de Paz y que para salir de esta hecatombe se deba convocar una nueva Asamblea Constituyente. Más bien es todo lo contario, nos hace falta cumplir la Constitución del 91, para lo cual se precisa de una ciudadanía crítica y participativa, pero sobre todo de nuevos liderazgos políticos que hagan posible la reconciliación del país nacional con el país político. Para ello, es imperioso rechazar en las elecciones del 2022 este enjambre de organizaciones cacocráticas y cleptocráticas que se autodenominan partidos políticos y sus “prestantes” líderes que, una vez electos, se dedican robar la confianza ciudadana, desmantelar como vándalos los bienes públicos, violar la Carta del 91 y cambiar articulitos para su propio beneficio, asegurando así la perpetuación de un régimen cada día más inicuo, corrupto y criminal, que es lo propio de un régimen político electofáctico y no de una auténtica democracia, aún por forjar entre todos para dar cumplimiento a la Constitución del 91.



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