miércoles, octubre 07, 2020

Iván Duque ¿Un presidente mitómano y efímero?

 

Iván Duque: ¿Un presidente mitómano y efímero?

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Hernando Llano Ángel

En la memoria de los colombianos perdura algún rasgo de los expresidentes, que permite su inmediata evocación.  Algunas veces están asociados a su personalidad, otras, a sus expresiones o sus principales ejecutorias. De Turbay Ayala, además de su famosa expresión: “la corrupción en sus justas proporciones”, se lo recuerda por el Estatuto de Seguridad y haber sostenido que los presos políticos se autotorturaban. A Belisario Betancur, por la hecatombe del Palacio de Justicia. Virgilio Barco, por la guerra contra el narcoterrorismo de Pablo Escobar. César Gaviria, por el “revolcón” y la Constitución del 91. Ernesto Samper, por el proceso 8.000. Andrés Pastrana, por el fracaso del proceso de paz del Caguán. Álvaro Uribe por la “seguridad democrática” y el “articulito” que permitió su reelección. Juan Manuel Santos, por el Acuerdo de Paz y su premio nobel. Más allá del juicio que cada lector tenga de sus mandatos, sin duda sus nombres estarán asociados a dichos acontecimientos, y solo el paso de los años y la distancia de la historia, les otorgará el lugar que les corresponda. Aunque el presidente Duque apenas cruza la mitad de su mandato, por su reciente telediscurso ante la septuagésima quinta asamblea ordinaria de las Naciones Unidas, parece que su nombre estará asociado a la mitomanía. Según el diccionario de la Real Academia Española, la mitomanía es “la tendencia morbosa a desfigurar, engrandeciéndola, la realidad de lo que se dice” y, en su segunda acepción, “la tendencia a mitificar o admirar exageradamente personas o cosas”.  

En efecto, en su discurso, hay pasajes antológicos que lo elevan al pedestal de líder como presidente mitómano. Al respecto, sobresalen los siguientes: “Hoy en Colombia no hay dilemas entre amigos y enemigos de la paz; hoy somos un solo país que avanza sin importar si el viento está a favor o en contra”. Y a renglón seguido: “Quiero aprovechar este espacio para honrar a las víctimas de la violencia en mi país… A ellos y a todos los colombianos les reconocemos esa vocación para construir futuro, para hacerlo zanjando heridas, sanándolas, pero, al mismo tiempo, para que la fraternidad, en el marco de una legalidad certera, nos haga sentir orgullosos”. Nada más distante de la realidad, falaz y contradictorio, pues si avanzáramos como nación en la consolidación de la paz, el presidente no tendría que honrar a los cientos de líderes asesinados[1] que aumentan, lamentablemente, día tras día. Un presidente democrático en un Estado de derecho garantiza la vida de los líderes sociales y de los ciudadanos, en lugar de honrar sus muertes ante la comunidad internacional. Es un absurdo criminal apelar a una legalidad certera que es incapaz de defender la vida y la seguridad de quienes construyen la paz. Esa no es una paz con legalidad, sino una paz con letalidad[2]. Esa “paz con legalidad” es la mayor expresión de mitomanía gubernamental y su tendencia morbosa a desfigurar la realidad, ocultándola tras eufemismos como “homicidios colectivos”. Peor aún, respaldando posturas tan cínicas como la de su ministro de defensa, Carlos Holmes Trujillo, con sus disculpas eternas a las víctimas mortales pasadas, presentes y futuras, responsabilizando de ellas a miembros individuales de la Fuerza Pública, eximiendo de entrada a las instituciones a que pertenecen y, especialmente, a quienes las dirigen, empezando por el presidente y su propio cargo como ministro de defensa. Por eso ambos son incapaces de presentar perdón en forma precisa, individual y respetuosa a sus víctimas. En contraste, el presidente opta por portar chaqueta policiva en visita oficial, expresando así más solidaridad con la Policía que con sus víctimas. En esa evasión de responsabilidades políticas e institucionales, la coincidencia con los excomandantes de las FARC-EP es más que preocupante. Es reveladora de un autismo institucional criminal, revestido de narcisismo y una falsa retórica democrática. De allí la renuencia del Ejecutivo, presidente y ministro, a cumplir plenamente los contenidos de la sentencia de la Corte Suprema de Justicia para garantizar la protesta ciudadana pacífica. Más allá de las complejidades legales y jurisprudenciales de la sentencia y de la decisión de cierre de la Corte Constitucional, lo que está en juego es nada menos que el derecho de todos y todas a expresar nuestro disenso en forma pacífica, sin correr el riesgo de perder la vida, como sucedió con más de 10 personas en Bogotá los pasados 9 y 10 de septiembre.  Lo que está en juego es la existencia misma del Estado de derecho y la legitimidad de sus autoridades. Si el presidente Duque se mirara al espejo de la realidad y saliera de su autismo institucional, se daría cuenta de lo cerca que está de parecerse y ser como Maduro, pero situado a su extrema derecha. Incluso, ya incurre en errores idiomáticos parecidos, como en el pasaje de su intervención ante la ONU sobre la deforestación, cuando expresó: “es así como reducimos[3] y como hemos reducido la deforestación en un 19%”. Pero lo que calla es que está empeñado en utilizar el glifosato para aumentar el área deforestada. También se presenta internacionalmente como un adalid de la defensa del medio ambiente, la sacralidad de los páramos y la promoción de las energías alternativas, pero su política energética nacional está comprometida con la explotación del páramo de Santurbán y el potencial uso del fracking para explotar pozos petrolíferos. ¿Cómo puede generar confianza y credibilidad un mandatario con semejante doble discurso? Y la segunda acepción de mitomanía: “la tendencia a mitificar o admirar exageradamente personas o cosas”, lo retrata como el mitómano por excelencia. Defiende la honorabilidad del exsenador Uribe, por encima de evidencias innegables como los falsos positivos y el cohecho que permitió su reelección, llamándolo “presidente eterno”. ¿Será que Duque pasará a la historia como un presidente mitómano y efímero

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