domingo, diciembre 13, 2020

Por una legalidad vital

 

Por una legalidad vital

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Hernando Llano Ángel

La reciente decisión de las Naciones Unidas de reconocer oficialmente las propiedades medicinales del cannabis es vital. Marca, nada menos, que el tránsito de la marihuana de planta maldita a droga bendita. Con ello, se demuestra que la ley, sustentada en estudios científicos, tiene un poder alquimistico, curativo y vital inimaginable. Quizá mayor que la reciente vacuna contra el Sars-CoV2 de Biontech y Pfizer. En términos legales, la decisión no significa la exclusión de la marihuana de la Lista I, de la Convención Única de Viena de 1961[1]. Continúa allí, pues se argumenta que es "coherente con la ciencia que, si bien se ha desarrollado un tratamiento derivado del cannabis seguro y eficaz, el cannabis en sí continúa planteando riesgos importantes para la salud pública que deben seguir estando controlados en virtud de las convenciones internacionales de fiscalización de drogas”. Es importante deparar que el verbo rector empleado por el comunicado de la ONU es controlar, y no prohibir, así como su énfasis está puesto en la salud pública y no en la “guerra contra las drogas”.

La clave es regular, no prohibir

Parecería un asunto semántico, pero en realidad es vital. La prohibición implica ilegalidad y, con ello, entregar a la criminalidad un mercado de ganancias ilimitadas, como acontece con la cocaína. El control, por el contrario, implica regulación a través de la ley. Y, con la regulación estatal, lo primero que se obtiene es despojar al crimen de su mayor incentivo, las astronómicas ganancias que se derivan de la ilegalidad. Lo expresó con pragmatismo y el rigor del sentido común Milton Friedman, premio nobel de economía en 1976: "si analizamos la guerra contra las drogas desde un punto de vista estrictamente económico, el papel del gobierno es proteger el cartel de las drogas. Eso es literalmente cierto"[2].  Por ello, al regular el Estado la siembra de la coca, por ejemplo, comenzaría a recuperar su soberanía efectiva del territorio, hoy controlado a sangre y fuego por bandas de narcotraficantes y guerrillas, principales responsables --según la versión presidencial-- de los innumerables crímenes contra líderes sociales y miembros de la Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común. Además, al controlar el Estado legalmente el cultivo de la coca, se rompería ese funesto régimen de complicidades criminales entre miembros de la Fuerza Pública y el narcotráfico, como también su capacidad deletérea de financiar campañas electorales en apuros –recuérdese proceso 8.000 y la presente ñeñepolítica— para no hablar del entramado inimaginable que ha tejido con la economía legal, vía lavado de activos, simbiosis con el sector financiero, contrabando y consumo suntuario. En fin, empezaríamos a romper el principal eslabón que ata nuestra vida económica, política, social y cultural con el crimen. Un vínculo que marca con sangre y fuego nuestra historia contemporánea, rebosante de magnicidios, genocidios y ecocidios, que este gobierno pretende profundizar en forma estúpida, irresponsable y criminal al insistir en la fracasada fórmula de la “guerra contra las drogas”, asperjando con glifosato los cultivos de coca. Una guerra que la Comisión Política de dogas de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos considera un fracaso rotundo, sin dejar de reconocer que fue un éxito en la lucha contrainsurgente. Por lo anterior, su vocera, la directora Shannon O ‘Neil, fue enfática en recomendar que dicha política “debe ahora ser responsabilidad del Departamento de Estado de los Estados Unidos, es decir que no estaría ya en manos –según su recomendación– de las agencias de inteligencia. Así se lograrían desarrollar políticas integrales donde varias agencias colaborarían”[3]. Recomendación trascendental, pues implicaría abandonar la estrategia militarista, represora y tanática de la equivocada “guerra contra las drogas”, y reconducirla al campo político, con sus vitales proyecciones en políticas integrales como la agraria, con la aplicación real del Plan Nacional Integral de Sustitución de Cultivos Ilícitos (PNIS), y la prevención de sustancias estupefacientes en el campo de la salud pública. Es decir, a la implementación efectiva del 4 punto del Acuerdo de Paz: “Solución al problema de las drogas”. Sin duda, con este tipo de conclusiones y recomendaciones de la Comisión de Política de Drogas de la Cámara de los Estados Unidos al nuevo gobierno de Biden, es probable que se abra una excepcional ventana de oportunidad para replantearse radicalmente la fracasada y mortífera “guerra contra las drogas”. Lamentablemente el presidente Duque rechazó dichas conclusiones y continúa empecinado, predicando como un fanático maniqueo --ciego y sordo ante las evidencias-- su impotente, vacua y hasta criminal “Paz con legalidad”, ya que sus resultados son cada vez más letales y con el glifosato podrá disputar el número de víctimas a la pandemia. Ya va siendo hora de abandonar esa legalidad tanática frente a las portentosas virtudes alimentarias y medicinales de la coca[4] –incluso superiores a la del cannabis-- y acoger la legalidad vital que recomienda las Naciones Unidas. Pero para ello, es imperioso abandonar esa sumisión neocolonial frente a la “guerra contra las drogas” y retomar la cosmovisión de nuestros pueblos ancestrales y su culto a la “Mama Coca”, que nada tiene que ver con la codicia narcotraficante de la cocaína y la evasión alienante de sus millones de consumidores.

 

 

 

 

 

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