sábado, noviembre 18, 2023

EL PALACIO DE JUSTICIA: UN HITO ATROZ DE IMPUNIDAD POLÍTICA QUE NO CESA.

 

EL PALACIO DE JUSTICIA: UN HITO ATROZ DE IMPUNIDAD POLÍTICA QUE NO CESA

https://blogs.elespectador.com/actualidad/calicanto/palacio-justicia-hito-atroz-impunidad-politica-no-cesa

Las instituciones crean lugares oscuros donde no se puede ver nada ni se pueden hacer preguntas”. Mary Douglas

Hernando Llano Ángel.

Se cumplen 38 años del hito atroz del Palacio de Justicia, conmemorado oficialmente hace tres días, como si se tratara de un protocolo más. Simplemente una ceremonia ritual que pretende minimizar la atroz impunidad política que se prolonga hasta hoy. A tal punto se busca difuminar ese hito de criminalidad e impunidad, que dicha conmemoración irrespeta y niega incluso las fechas de lo acontecido el 6 y 7 de noviembre de 1985. Parece que la memoria de las víctimas no debe arruinar un fin de semana festivo. Por eso, no deja de ser hasta ofensivo que se haya conmemorado el pasado 3 de noviembre, en la Catedral Primada de Colombia, justo al frente de la Casa Museo del Florero. Ese lugar donde las agencias de inteligencia del Estado y sus funcionarios interrogaron hace 38 años a los rehenes rescatados, para discernir si entre ellos había o no guerrilleros, en fin, para decidir quienes debían vivir y quedar en libertad, o quiénes serían interrogados, torturados, asesinados y desaparecidos, como le sucedió a Irma Franco Pineda y varios empleados de la cafetería, entre ellos Carlos Augusto Rodríguez Vera y Bernardo Beltrán Hernández[1]. Desde entonces, ese lugar conmemorativo del grito de libertad de los rebeldes de 1810, se convirtió en el último rastro y grito de agonía de los desaparecidos en 1985. Un grito que resuena en el dolor inextinguible de sus familiares, que no cesan en la búsqueda de la verdad y de sus cuerpos. Un grito y una memoria que pretende devorar el agujero negro del silencio y el pacto de impunidad entre el poder civil y el militar, que continúa inexpugnable, así la Corte Suprema de Justicia[2] haya condenado “el coronel (r) Edilberto Sánchez Rubiano, el entonces capitán Óscar William Vásquez Rodríguez y tres exintegrantes del B-2 del Ejército Nacional como coautores de la desaparición forzada de varios sobrevivientes de los hechos de toma y retoma del Palacio de Justicia, el 6 y 7 de noviembre de 1985”.  A dichas condenas, se suma la del general (r) Jesús Armando Arias Cabrales[3] a 35 años de cárcel, máximo comandante del operativo del 6 y 7 de noviembre, recientemente expulsado de la JEP por no contribuir verazmente al esclarecimiento de las desapariciones[4]. Al respecto, antes de que este “país de 24 horas” –como lo definió acertadamente el entonces Procurador General de la Nación, doctor Carlos Jiménez Gómez[5] (1930-2021)— borré  totalmente de nuestra memoria lo acontecido, vale la pena citar este informe de la Corte Suprema de Justicia[6]: “Para la Corte, en este proceso quedó establecido que la desaparición forzada de los que fueron catalogados como insurgentes o colaboradores de estos, como aconteció con Irma Franco Pineda, Carlos Rodríguez y Bernardo Beltrán, se gestó desde el momento mismo en que los mandos superiores de la autoridad castrense dispusieron la retención de los sospechosos, de inmediato sustraídos del conocimiento público o de sus familiares, pues, no se les registró como ingresados y después de abandonar la Casa del Florero, bajo la férula de disposición y dominio de las Fuerzas Militares, jamás retornaron ni se supo su suerte.  Y continua el resumen de la sentencia: “A juicio de la Sala, en el proceso se determinó que los tres desaparecidos salieron con vida de las instalaciones del Palacio de Justicia. Se demostró que la desaparición de Irma Franco Pineda, Carlos Augusto Rodríguez Vera y Bernardo Beltrán Hernández fue forjada desde el momento en que se implementó el operativo de retoma del Palacio de Justicia, en el marco de los lineamientos de reacción de la Fuerza Pública, que, para situaciones de conflicto interno, como aconteció con el asalto a la sede judicial por el grupo de insurgentes, se encontraban consignados en el Plan Tricolor 83, hoja de ruta de la que dieron cuenta, entre otros, el General Rafael Samudio Molina, Comandante del Ejército Nacional, así como el primero y segundo al mando de la Brigada XIII, el General Jesús Armando Arias Cabrales y el Coronel Luis Carlos Sadovnik Sánchez, respectivamente”, concluyó la Corte.

¿Cuál retoma del Palacio de Justicia?

Un operativo que no fue de retoma del Palacio de Justicia, pues culminó con su incineración y destrucción, como puede apreciarse en el documental “Colombia Vive, 25 años de resistencia[7] desde el minuto 48.39 al 49.43, donde el presidente Belisario Betancur asume toda la responsabilidad de lo sucedido y afirma que: “estuvo tomando personalmente las decisiones, dando personalmente las órdenes respectivas, teniendo el control absoluto de la situación”. Literalmente el Palacio y la Justicia quedaron reducidas a escombros macabros, para “mantener la democracia, maestro…el ejército está en las condiciones de mantener todas las ramas del poder público porque esta es una democracia”, como lo expresó exultante el entonces coronel Alfonso Plazas Vega en su respuesta a periodistas[8]. Poco importaba que para esa defensa y el mantenimiento de la democracia se aniquilará la cúpula de la Rama Judicial y perdieran la vida más de 80 rehenes. Algo similar a lo que está haciendo Netanyahu con la población civil palestina en la franja de Gaza, donde la mayoría de las víctimas son mujeres, ancianos y niños[9], todo para aniquilar Hamás. Según UNICEF, “en los últimos 18 días, la Franja de Gaza ha sido testigo de las devastadoras consecuencias de la guerra en la población infantil, con un balance de 2.360 niñas y niños muertos y 5.364 heridos a consecuencia de los incesantes ataques, es decir, más de 400 niños muertos o heridos a diario”. Al terror desesperado e iracundo de Hamás, se suma el terror asimétrico y mortífero del Estado Israelí. Idéntica fue la respuesta de la Fuerza Pública contra el M-19, sin importar mucho las vidas de civiles sacrificadas, siendo posible evitarlas, como lo hizo Turbay Ayala en el asalto y toma de la embajada de la República Dominicana[10] en febrero de 1980. En nuestro caso, esa respuesta de Plazas Vega encierra la clave de la perenne y endémica violencia política que nos aniquila y degrada como sociedad desde hace más de medio siglo: la simbiosis criminal del poder civil con el militar para el sostenimiento y defensa de un régimen político que no permite “contar cabezas”, sino cortarlas impunemente, sin saber exactamente cuántas se han decapitado en nombre de esta sangrienta “democracia”, cuya estabilidad institucional, incluso vanagloriada por prestantes académicos, ha dejado 450.666 víctimas mortales entre 1985 y 2018, más las siguientes cifras macabras[11], reveladas en su informe final por la Comisión de la Verdad. Cifras ni siquiera igualadas por todas las dictaduras militares del cono sur durante su prolongada existencia.

La degradación militar de la política

Semejantes niveles de violencia contra la población civil, que aporta el 90% de las víctimas mortales, así como el asalto terrorífico del Palacio de Justicia por el M-19, son consecuencia de la misma simbiosis de criminalidad e impunidad que se reproduce por la fusión de lo civil con lo militar en las filas de las organizaciones guerrilleras, vale decir, la articulación mortal y antidemocrática de la política con las armas. A tal punto se ha naturalizado esa letal relación, que hasta el lenguaje se degrada y llaman “retenciones” a los “secuestros”, como el reciente del ELN, contra Luis Manuel Díaz, que revela el sentido exacto de las siglas de dicha organización: “Ejército Liberticida Nacional”. Lo que aún es peor, llaman “ajusticiamientos” a los asesinatos de civiles inermes, disputándole así el premio del eufemismo criminal a los llamados “falsos positivos” de la “exitosa” “seguridad democrática”, ideada por el más civilista y mejor presidente de la historia reciente de Colombia, según millones de sus seguidores. Por sostener todas las anteriores mitomanías criminales y, lo más insólito, continuar pensando que es a través de la violencia y la guerra que se alcanzará la paz y podrá imponérsele a este gobierno condiciones favorables para el tránsito a la política, la desmovilización y el desarme por parte del ELN y las disidencias de las FARC o el Estado Mayor Central[12], es que continuamos repitiendo el Palacio de Justicia, pero a escala nacional.

Cese del fuego inmediato y de las hostilidades contra la población civil

Porque la primera condición para que los procesos o conversaciones de paz en curso tengan credibilidad y legitimidad es el respeto irrestricto, incondicional y total de la población civil en todo el territorio nacional. El pleno cumplimiento del DIH, sin ambages ni cínicos pretextos, como la práctica del secuestro para el sostenimiento de hombres en armas. Es decir, el cese del fuego inmediato contra los civiles, pero también de los enfrentamientos con la fuerza pública. El mismo cese del fuego que clamaba e imploraba el presidente de la Corte Suprema de Justicia, Alfonso Reyes Echandía[13], cabeza de la Rama Judicial, entonces brutalmente decapitada. Lo más paradójico es que semejante violación flagrante de los derechos humanos y el desconocimiento absoluto del Derecho Internacional Humanitario se haya realizado en defensa de la “democracia”, por la obcecación del presidente Belisario Betancur y de los militares de ajustar cuentas con el M-19 y desaparecer, de paso, expedientes y pruebas del Consejo de Estado que comprometían a altos oficiales de las fuerzas militares por graves violaciones a los derechos humanos, como lo demuestra Ana Carrigan en su libro “El Palacio de Justicia, una tragedia colombiana”[14]. Para completar tan tenebroso cuadro, el M-19, en su delirio belicista de enjuiciar a Belisario por traicionar el proceso de paz, llamó al asalto del Palacio de Justicia: “Operación Antonio Nariño, por los Derechos del Hombre”[15], pero culminó siendo la aniquilación total de los derechos humanos y del DIH. Lo mismo nos sucede en la actualidad, sin la terrible espectacularidad del 6 y 7 de noviembre de 1985. Se puede decir que todos en Colombia, de alguna forma, continuamos siendo rehenes de esa simbiosis letal de la política con las armas, que de no romperse definitivamente continuará repitiéndose todos los días con otros “palacios de justicia”, menos visibles y públicos, pero no por ello menos letales. Se repite casi todos los días con asesinatos de líderes sociales y defensores de derechos humanos, que en este año ya son 135 hasta el 22 de octubre y de reincorporados de la antigua Farc, que son 23 hasta el 17 de octubre, según reporte de INDEPAZ[16]. Continúa repitiéndose con el aumento de los secuestros, que crecieron en un 70% en los primeros 9 meses de este año[17]. La única diferencia es la que lucidamente resaltó el entonces Procurador General, Carlos Jiménez Gómez: “En el Palacio de Justicia hizo crisis en el más alto nivel el tratamiento que todos los gobiernos han dado a la población civil en el desarrollo de los combates armados”. Tratamiento que todavía no se ha repetido en este gobierno porque ha impedido que ello suceda, al no ordenar operativos donde de por medio esté en riesgo la vida de civiles inermes. Operativos que reclaman con insistencia los opositores cuando le exigen al presidente que “desate las manos de la Fuerza Pública”. Obviamente, siempre y cuando sus vidas no corran peligro de muerte, sino otras vidas, anónimas y anodinas, como las 80 segadas en el paro nacional del 2021[18]. Porque lamentablemente para muchos en nuestro país todas las vidas no tienen igual valor y ellas deben quedar subordinadas a la seguridad inversionista y la prosperidad económica. Así lo promovió un abuelo bonachón que hablaba de cuidar tres huevitos[19] y su cuento infantil terminó con la vida de más de 6.402 jóvenes. Jóvenes que no “fueron a recoger café”[20], pues en sus precarias vidas no tuvieron oportunidades de empleo y menos de estudio.

La Fantasmagoría[21] “Revolucionaria”

Y, desde la otra orilla, están los que consideran que es necesario sacrificar la vida de muchas generaciones más en aras de una fantasmal revolución, que solo existe en la mente alucinada de quienes son incapaces de reconocer que el poder no nace de la punta del fusil sino de la palabra y las voluntades ciudadanas concertadas en la búsqueda del bienestar general. Que jamás se ha hecho una revolución sometiendo a la población civil a la presión de sus armas, la extorsión y el secuestro, que realizan en vastas regiones del país. Tales acciones no son errores, como dice Antonio García[22], el máximo comandante del ELN, sino horrores. Mucho menos confinando comunidades indígenas, negras y campesinas en sus parcelas, secuestrando y extorsionando, que es lo propio de toda contrarrevolución y de la delincuencia, nunca de rebeldes sino de reaccionarios y delincuentes degradados. Como lo resumió con el dolor y la verdad de ser víctima, Amalia Mantilla, viuda del magistrado Emiro Sandoval, sacrificado en el Palacio hace 38 años: “Ya ve usted, no es sólo cuestión del escándalo de la toma; ese no es el único problema. Hay cosas más graves que surgen con esta tragedia. Lo ocurrido en el Palacio de Justicia revela la verdadera naturaleza de la clase política de este país; también nos muestra el carácter de nuestras Fuerzas Armadas, y [también] quiénes son los guerrilleros. Cuando el M-19 se apoderó del Palacio de Justicia puso en claro que no sabe absolutamente nada de nuestra realidad nacional. Por desgracia, Colombia es un país que padece amnesia, sufre del olvido. Y hemos llegado a un punto tal de insensibilidad y dureza con respecto a la vida que a la gente ya no le interesa. Ese es el legado más grave que nos ha dejado el Palacio de Justicia. La vida no tiene ningún valor. Esa, en mi opinión, es la verdadera, la más devastadora consecuencia de lo que sucedió en el Palacio de Justicia”, (Carrigan, 2010, p. 311-312) así se lo expresó a la periodista y documentalista Ana Carrigan en su libro: “El Palacio de Justicia, una tragedia colombiana”[23], que debe consultar y leer quien tenga interés en conocer lo sucedido hace 38 años. Una tragedia que no cesa de repetirse en menor escala todos los días en nuestra admirada y nunca bien ponderada democracia más estable y profunda de Latinoamérica”. Estable en perpetuar víctimas y profunda en sepultarlas en el olvido y en fosas comunes, mientras continúa celebrando mortíferamente elecciones. ¡Que viva la fiesta de la democracia! ¡Colombia, potencia mundial de la vida!

 

 



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