EL COLAPSO DE LA POLÍTICA Y
EL TRIUNFO DE LA SELECCIÓN
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Hernando Llano Ángel.
En principio, la paz política en todas las sociedades democráticas depende
de la legitimidad, esa creencia de los ciudadanos en la justeza de sus
instituciones, la moralidad de sus gobernantes y representantes en el poder
público, aunada a la competencia y eficacia de sus políticas públicas. La
legitimidad es una mezcla esquiva de credibilidad subjetiva y efectividad
objetiva, tanto en las instituciones como en los gobernantes. Y el trasfondo de
esa credibilidad y subjetividad está constituido por los valores e intereses
predominantes en las sociedades. Es claro que, en las sociedades democráticas,
al menos en sus Constituciones, esos valores son la vida, la libertad, la
seguridad y la propiedad, de cuya integración surge la justicia en su dimensión
social y judicial y la competencia pacífica por el poder político estatal. Basta
citar el preámbulo de nuestra Constitución del 91 para encontrarnos con el
contenido preciso de un Gran Acuerdo Nacional: “El Pueblo de Colombia en ejercicio de su poder soberano, representado
por sus delegatarios a la Asamblea Nacional Constituyente, invocando la
protección de Dios, y con el fin de fortalecer la unidad de la Nación y asegurar a sus integrantes la vida, la convivencia, el trabajo, la justicia, la
igualdad, el conocimiento, la libertad y la paz, dentro de un marco jurídico,
democrático y participativo que garantice un orden político, económico y social
justo, y comprometido a impulsar la integración de la comunidad
latinoamericana decreta, sanciona y promulga la siguiente CONSTITUCION POLITICA
DE COLOMBIA”. Ese preámbulo es la puerta de entrada a la democracia. Pero,
en la realidad política, todo es mucho más complejo, puesto que esos valores se
expresan en intereses que en el mercado son tasados y arduamente disputados.
Por ejemplo, la vida dependerá de la salud, a su vez la salud dependerá de
condiciones dignas de existencia, proporcionadas por inversiones públicas en
agua potable y saneamiento ambiental, gracias a impuestos y políticas públicas
que fijan prioridades de orden social y colectivo. La salud es un asunto
demasiado vital para dejarla solo al azar del mercado y mucho menos a la
codicia de mercaderes como Carlos Palacino[1]
y la extinta SaludCoop.
Primero la Vida
Si algo nos reveló la pandemia de Covid-19 fue la importancia vital del
Estado como responsable de la salud pública. Solo ante la amenaza de una
inminente muerte de millones de personas, volvió a cobrar sentido la salud como
un derecho universal y gratuito, junto a la responsabilidad del Estado de
garantizarla. Allí se produjo en forma tácita e inmediata un Gran Acuerdo
Nacional, incluso mundial. De alguna forma, la crueldad de la muerte nos igualó
a todos. Pero, aun así, las estadísticas de la mortalidad nos dicen que los
sectores sociales con menos recursos económicos, en todo el mundo, fueron los
más afectados[2]. De lo
anterior, es forzoso concluir que solo en situaciones límites se logran
acuerdos vitales, aunque ni siquiera en esas extremas circunstancias se
alcanzan soluciones justas, que beneficien por igual a todos los miembros de
una sociedad. En las actuales circunstancias, tanto en el orden nacional como
en el internacional, estamos amenazados por una pandemia más letal, la pandemia
del colapso de la política y el contagio de un virus belicista y maniqueísta que
se extiende por todas las sociedades. Desde Rusia y Ucrania, pasando por la
franja de Gaza, hasta la misma sociedad norteamericana donde la disputa entre
Trump y Biden, republicanos y demócratas, ya no se libra en la arena política
sino en los estrados judiciales. Algo semejante sucede en España entre el PSOE,
el Partido Popular y Vox, que oscilan entre resolver el conflicto con Cataluña
a través de la política, con una amnistía, o profundizarlo hasta hacer
imposible la gobernabilidad e incluso la unidad nacional, con consignas que
tildan a Pedro Sánchez de timador y delincuente y evocan con nostalgia 1936, el
comienzo de la guerra civil. Ni hablar de la situación de millones de migrantes
que ponen en juego sus vidas en el Tapón del Darién, el mediterráneo, África y
Asia, convertidos en apátridas del mundo, cuyo número sobrepasa los 10
millones, porque no tienen Estado, ni nacionalidad[3].
Todo lo anterior es una expresión del colapso inminente de la política y la
apelación al miedo, la seguridad personal, la fuerza y la imposición violenta
sobre el contrario, que conduce más temprano que tarde al campo de batalla y el
fin de la arena política. En nuestro caso nos encontramos en una situación más
deplorable, que ojalá sea conjurada el próximo miércoles 21 de noviembre entre
el presidente Petro y Uribe[4],
como líder del Centro Democrático, para contener la deriva hacia la “hecatombe
nacional”.
La “hecatombe nacional”
La “hecatombe nacional” sería la consecuencia del colapso de la política. Una
pandemia mucho más letal que el Covid-19. Porque la pandemia del colapso de la
política destruye la estabilidad económica, cataliza la inseguridad y la
criminalidad, arrasa la convivencia social. Es un virus que inocula el cuerpo
social y lo divide en bandos irreconciliables, cada uno reivindicando su
superioridad moral y su derecho a vencer o aniquilar el contrario, a expulsarlo
del juego político (¡fuera Petro![5]).
En estas circunstancias se considera que el adversario pone en riesgo nuestra
propia supervivencia, seguridad o identidad nacional, religiosa o social. Sin
duda, la expresión más dramática e inadmisible es hoy la franja de Gaza, donde
la asimetría de poderes entre el terrorismo de Hamás y el terror militar
devastador del Estado Israelí, se traduce en la masacre sistemática de civiles,
hasta el extremo de irrumpir en los últimos reductos de la vida, los hospitales
palestinos y anunciar Netanyahu que no quedará ningún lugar sin ser ocupado por
sus tropas en la Franja de Gaza. Ya circulan por las redes sociales mensajes
que asimilan a Petro con Hamás y proyectan su imagen como un drogadicto
incurable, que debe abandonar la Casa de Nariño por ser moralmente indigno.
Quienes promueven estos mensajes, valdría la pena que se preguntarán por qué
acepta Álvaro Uribe tomarse un tinto con Petro en la Casa de Nariño. ¿Será que
tienen afinidades personales comunes y piensan que es posible alcanzar acuerdos
en reformas urgentes como la salud, la reforma rural integral, aumentar la
cobertura de pensiones y seguridad social? ¿Reactivar la economía? ¿Generar más
empleos dignos? ¿Avanzar en los procesos de paz sin claudicar en la defensa de
la vida, la libertad y la seguridad? ¿Hasta cuándo nos quedará grande a los
colombianos el Preámbulo de la Constitución, la puerta de entrada a la
democracia, y continuaremos sembrando el campo de fosas comunes y las ciudades
de desplazados por la violencia, nuestras calles y barrios de disputas, asaltos
y extorsiones mortales? ¿Será que algún
día conformaremos una comunidad política nacional como la selección colombiana
de fútbol y le ganamos a la violencia, la guerra, la miseria y el odio? Por lo
menos celebremos los triunfos de la selección sin arruinarlos con tanta
mezquindad y sectarismo. Aspiremos a clasificar al mundial sin ser los
campeones en asesinatos de líderes sociales, sindicales, masacres y secuestros.
Es demasiado aspirar a ser campeones mundiales de la vida, pero quizá no de
fútbol si contamos con los goles de Lucho[6]
y las asistencias de James.
[2] https://www.cepal.org/es/enfoques/mortalidad-covid-19-desigualdades-nivel-socioeconomico-territorio
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