VÍCTIMAS SIN DEMOCRACIA NI VERDADES
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Hernando Llano Ángel
Vivimos
tiempos aciagos para la democracia, pues todo parece indicar que ella se ha
convertido, en el mundo actual, en un régimen político que tolera en forma
indolente la existencia y perpetuación de millones de víctimas y niega sus
verdades más esenciales. Para empezar, su derecho a una vida digna y la
igualdad de oportunidades reales para alcanzarla. Desde la
"civilizada Europa", cuna del mito moderno de la “Libertad, la
Igualdad y la Fraternidad”, donde hoy se condena a la servidumbre de trabajos degradantes a cerca de 50 millones de
migrantes africanos, asiáticos y latinoamericanos, mientras acoge con
solidaridad y generosidad a millones de ucranianos. Pasando por la soberbia
democracia imperial norteamericana, donde la vida de los ciudadanos,
especialmente los negros, vale menos que un rifle de asalto y los proyectiles
que la aniquilan. Y ni hablar de las más de 10 millones de víctimas dejadas por
nuestra “antigua, profunda y estable democracia”, supuestamente la más antigua
de Latinoamérica.
La Dignidad del Mercado
No
basta, entonces, con afirmar que todos somos iguales en dignidad, cuando en la
vida real esa dignidad se subasta en el mercado y se tasa según valores
mercantiles, despreciando los valores y derechos humanos, más aún los
existenciales y telúricos del planeta. Sin duda, los valores más apreciados,
envidiados y deseados en toda democracia son los de la bolsa de capitales, no
precisamente los que se forjan en la arena del trabajo y el sacrificio
cotidiano, que se conocen como valores o Derechos Humanos. Quizá por ello esta
sociedad del espectáculo venera más el éxito que el talento, la impostura del
artista codicioso que se exhibe en las redes sociales que el trabajo auténtico
del artista callejero. Por más descarnada que sea, tenemos que reconocer esta
verdad infamante: la dignidad de un ciudadano consumidor es más apreciada,
valorada y protegida que la de un desempleado, para no hablar de la vida de un
joven parcero, cuya presencia en ciertos lugares, como algunos exclusivos
centros comerciales, desata las alarmas en superficies de “Éxito” y entre sus
agentes de vigilancia privada. Esos parceros negros y muchos con acento
extranjero, que obstaculizan el tráfico en los semáforos y llenan el aire con
olores mortíferos, que por estos días expelen sus cuerpos desmembrados y
abandonados en bolsas negras en la “Atenas Suramericana”. No por casualidad
antes, miles de otros parceros en barrios populares, terminaron siendo
macabramente vestidos con trajes camuflados y asesinados en nombre de la
“Seguridad democrática”, para después cínicamente llamarlos “falsos positivos”
y ser difamados por el expresidente Uribe que afirmó: “No estarían recogiendo café”. Y en el pasado reino Duquista, su
anterior ministro de defensa, Diego Molano, los llamo “máquinas de guerra”, por lo cual era legítimo bombardear a
los menores de edad reclutados forzosamente en campamentos guerrilleros. El
verdadero nombre de la democracia actual es mercadocracia y, en sociedades como
la nuestra, donde los enclaves de las economías ilegales del narcotráfico y la
depredación de la naturaleza son los renglones más rentables, su verdadero
nombre es cacocracia: “del griego kakós (‘malvado, malo’) y el elemento -cracia
(‘gobierno, poder’), sería un ‘gobierno de malvados’ o un ‘mal gobierno’ (en
ocasiones se ha definido como ‘gobierno de los ineptos’)”, según la voz de FundéuRae. Pero no lo reconocemos, porque entre nosotros
preferimos los eufemismos de la mentira, maquillar y ocultar con los afeites de
la “institucionalidad”, “los héroes de la fuerza pública” y la “civilidad de
los altos mandos militares” ese sofisticado engranaje de muerte e impunidad que
la semántica del poder oficial llama “democracia” y en la realidad es una
tanatocracia electoral. Por todo ello, es que el Informe Final de la Comisión
para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y No Repetición” (CEV), en
su volumen "NO MATARAS", lleva como subtítulo: “El primer
mandamiento de la democracia colombiana”, que en realidad es el
presupuesto de la legitimidad existencial de toda auténtica democracia, pues su
fin primordial es evitar y contener la violencia para que no se convierta en
una dinámica mortífera que determine quién gobierna y su forma de hacerlo.
Porque la articulación de la violencia desbordada en el poder estatal y su
confrontación con las armas desde la oposición, impiden el nacimiento y
funcionamiento de la democracia. Es lo que nos sucede y todavía no hemos sido
capaces de reconocer, como sociedad y Estado. En lugar de ello, nos hemos
extraviado en un laberinto de mentiras criminales como ser la “democracia más
estable y antigua” y contar con los “militares más respetuosos de la civilidad
y el Estado de derecho”, al tiempo que exhibimos los más altos índices de
violación a los derechos humanos y de crímenes de lesa humanidad de todo el
continente, superando con creces las víctimas de las dictaduras en los países
del Cono Sur. Somos el único país donde una guerrilla alucinada pretendió
juzgar a un presidente de la República, tomando como rehenes a la cúpula del
poder judicial, Magistrados de la Corte Suprema de Justicia y el Consejo de
Estado, civiles inermes, y denominar esa acción “Operación Antonio
Nariño, por los derechos del Hombre”. Y, peor aún, un presidente como Belisario Betancur, que anunció en su discurso de posesión que “no
se derramaría una gota más de sangre colombiana”,
asumir la responsabilidad de la más violenta operación de la Fuerza Pública
contra la rama judicial, incinerando y reduciendo a cenizas el Palacio de
Justicia, en cuyo desarrollo, un coronel exaltado, Luis Alfonso Plazas Vega,
declaró ante los periodistas que la consigna era "mantener la democracia, maestro” y la integridad de las ramas del poder
público, aunque decapitara el poder judicial. Lo increíble es que todavía se
hable de “toma y retoma del Palacio de Justicia”, cuando lo que
hubo fue un holocausto donde murieron cerca de 100 civiles, 14 desaparecidos y
el Palacio quedó convertido en ruinas. Sin duda, el 6 y 7 de noviembre de 1985,
como lo resumió el entonces Procurador General de la Nación, doctor Carlos Jiménez Gómez, en su denuncia ante la Comisión de
Acusaciones de la Cámara de Representantes del Presidente Betancur y su
ministro de defensa, Miguel Vega Uribe, por violación flagrante del artículo
121 de la Constitución Política y del Derecho de Gentes, entonces “hizo
crisis en el más alto nivel el tratamiento que todos los Gobiernos han dado a
la población civil en el desarrollo de los combates armados”. Un
tratamiento de víctimas sacrificadas en nombre de la democracia y la razón de
Estado. Por eso, la degradación del conflicto armado interno se profundizó
desde entonces y hoy tenemos que el 80% de las víctimas mortales fueron civiles
y todavía continúe dicha dinámica, como lo revela la CEV en su informe final.
La conclusión parece obvia y la verdad irrefutable: tanto el poder civil, vale
decir de los políticos gobernantes y los militares bajo su mando, son los
máximos responsables de tanta atrocidad. Aquí no tiene cabida esa peregrina
afirmación según la cual los “civiles delegaron en los militares la guerra y el
control del orden público”, como menos aquella de que nuestros “militares son los
más civilistas de Latinoamérica” porque solo dieron un golpe militar en el
siglo XX, con el general Gustavo Rojas Pinilla. No gratuitamente el prohombre
liberal Darío Echandía lo denominó “Golpe de Opinión”, revelando así el sibilino concierto para
delinquir entre civiles y militares por y desde el poder estatal. No se puede
seguir con esa mentirosa narrativa, según la cual los militares son los malos,
los encargados del trabajo sucio y los civiles son los buenos, ingenuos
gobernantes engañados y defraudados por algunos militares criminales y
díscolos, llamados “manzanas podridas”. Así lo expresó el expresidente Uribe
ante el padre de Roux, en su declaración señorial desde su hacienda y trono semifeudal, al decir: “La culpa nunca es de quien
exige resultados con transparencia. Es del incapaz criminal que, para demostrar
resultados, produce crímenes”. Lo que tenemos que reconocer es que tal
relación simbiótica y criminal entre el poder civil y el militar no es
admisible en ninguna democracia. Mucho más si la impunidad y la falta de verdad
sobre los máximos responsables se perpetua indefinidamente, como sucedió con la
fórmula del Frente Nacional, invocando para ello una falsa reconciliación y paz
política entre los colombianos. Esa fórmula incubó, precisamente, la pesadilla
en que vivimos y de la cual millones nunca despertaron. Si queremos convivir
como colombianos y no repetir más lo sucedido, perpetuando generaciones de
víctimas y victimarios, tenemos que exigir de todos los responsables su
reconocimiento de los crímenes, así como a la JEP que concluya sus investigaciones
imponiendo penas propias, sustentadas en la verdad y no en coartadas jurídicas,
ideológicas o institucionales. No hay lugar para el negacionismo, mucho menos
para la complicidad del silencio. Para vivir en democracia se precisa la verdad
sobre los hechos y el coraje de asumir la propia responsabilidad por lo
sucedido. Como lo dijo en alguna ocasión José Saramago, “somos la memoria que
tenemos del pasado y las responsabilidades que asumimos en el presente”.
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