CONVOCADOS POR LAS VERDADES, LA JUSTICIA Y LA RECONCILIACIÓN POLÍTICA (II)
Hernando Llano
Ángel.
Peor que
Hiroshima y Nagasaki
Se atribuye a Confucio este sabio
proverbio: “En todo litigio hay por lo menos tres verdades: tu verdad, mi
verdad y la verdad”. En nuestra realidad política hay, sin duda, muchas más
verdades en disputa. No se trata solo de la verdad oficial, de la insurgente o
la paramilitar, sino de innumerables verdades de incontables víctimas, causadas
precisamente por la insana pretensión de imponer una sola verdad a toda una
sociedad, aniquilando violenta o simbólicamente a los portadores de otras
verdades y otras identidades. De allí también la validez del proverbio inglés
que nos recuerda que la primera baja en toda guerra es la verdad. En efecto,
todas las guerras tienen en común que niegan la humanidad del contrario y lo
convierten en un monstruoso enemigo que hay que eliminar, antes de que imponga
su victoria y su verdad sobre nuestra vida y libertad. Con esta lógica se
estimula frecuentemente un heroísmo criminal. Tanto desde la derecha como de la
izquierda. En muchas ocasiones en nombre de la Patria y elevados ideales como
la libertad, la seguridad y la democracia. En otras, invocando mentiras
totalitarias como supuestas supremacías raciales (nazismo), de clase
(comunismo) o ideologías políticas hegemónicas (liberalismo), que incluso
llevaron a Francis Fukuyama en 1989 a proclamar el “fin de la historia”.
Irónicamente un politólogo norteamericano de ascendencia japonesa, cuyos
antepasados conocieron el fin de sus vidas con las bombas atómicas lanzadas
sobre Hiroshima y Nagasaki. Fue así como Harry S. Truman ordenó lanzarlas con
la mejor buena conciencia e intención, supuestamente para evitar la
prolongación de la segunda guerra mundial y poner fin a su incalculable estela
de víctimas. Todavía hoy algunos celebran semejante carnicería como una proeza
militar, cuando se trató de una de las más vergonzosas masacres contra civiles
inermes, con cerca de 250.000 víctimas mortales. Todo ello en nombre del “mundo
libre y la democracia”. Este breve recuento histórico, a propósito de los 75
años de su lanzamiento, es para poner de presente la maleable letalidad de las
verdades y mentiras políticas, cuya narrativa solo develamos y comprendemos
mucho tiempo después sobre millones de víctimas, cuando ya no hay forma de
hacer justicia institucional y mucho menos de reparar sus vidas aniquiladas. Solo
nos queda nuestra memoria y responsabilidad, parafraseando a José Saramago, para
que semejantes apocalipsis no vuelvan a repetirse. Pero entre nosotros ellos se
repiten cotidianamente, desde hace por lo menos 50 años, con un número incluso
mayor de víctimas históricas[1]
que las de Hiroshima y Nagasaki, porque hemos ido perdiendo nuestra capacidad
de sentir el sufrimiento de quienes no son de nuestra familia y entorno
político, social o racial, negándoles el derecho a vivir dignamente. Hemos
llegado al extremo de justificar, legitimar o hasta negar sus vidas, bajo
expresiones como “limpieza social”, “seguridad democrática” y “falsos
positivos”. También, desde la otra orilla, la semántica de la vida política ha
sido pervertida, llamando retención al secuestro, ajusticiamiento al asesinato y
“Ejército del Pueblo” al reclutamiento forzado de miles de menores de edad.
Llano verde, un presente de muerte sin futuro para los jóvenes
Es así como hoy, en redes
sociales y versiones periodísticas, se presenta y “justifica” la matanza de
cinco adolescentes en Llano Verde en Cali: Luis Fernando Montaño, Jair Andrés
Cortes y Álvaro José Caicedo de 14 años, junto a Jean Paul Perlaza y Leyder
Cárdenas de 15 años, estigmatizándolos como peligrosos delincuentes, supuestamente
vinculados con redes de microtráfico. En lugar de decir verdades, como que Luis
Fernando y Jair Andrés pertenecían a procesos sociales y educativos que
acompaña el equipo territorial de la Comisión de la Verdad del Valle, pues eran
miembros de familias desplazadas por el conflicto armado, como la mayoría de
quienes conviven en Llano Verde. Para estos jóvenes, junto a los 185 líderes y
lideresas sociales asesinados desde el 1 de enero hasta el 13 de agosto de 2020,
según el preciso listado de Indepaz[2],
el presente fue de muerte y no existió “El futuro es de todos”, la consigna
central de este gobierno. Por eso lo que hoy más precisamos para vivir el
presente y tener futuro es la verdad. No más eufemismos mortales, como “El
futuro es de todos”, cuando sabemos que la violencia ubicua de grupos
armados ilegales está matando a cientos de líderes y lideresas, sin que se
capture y procese a los autores intelectuales o determinadores detrás de ello. Sin
poner fin a tanto desangre, el presente es de muerte y el futuro de impunidad. Ni
hablar del eufemismo de “Paz con legalidad”, cuando están
siendo asesinados quienes abandonaron las armas para convivir en paz, en un
número que ya el 30 de julio de este año llegaba a los 222[3]
desde la firma del Acuerdo de Paz. Además, qué sentido tiene afirmar que “El
futuro es de todos”, cuando el Coronavirus cada día cobra más vidas[4] y
nos recuerda que lo único seguro que tenemos es la muerte. Cuando sabemos que
la forma más eficaz de conservar nuestras vidas y la de los demás no depende
tanto del gobierno y su futurista consigna, como de ser plenamente responsables
con el cuidado de nuestra salud, usando siempre la mascarilla y siendo
compulsivamente escrupulosos con el lavado de nuestras manos. Pero, sobre todo,
solo tendremos presente y futuro político cuando seamos más escrupulosos con
nuestra conciencia y memoria ciudadana que con nuestras propias manos.
Conciencia y memoria ciudadana
Conciencia y memoria que
necesitamos, incluso más que la mascarilla y el jabón, para no confundir la
responsabilidad política con la culpabilidad penal. Mientras la primera es de
carácter público y tiene que ver con las decisiones que nos afectan a todos, la
segunda es de carácter exclusivamente personal y afecta solo a quien es
exonerado o vencido en juicio por delitos cometidos y legalmente probados. En
una democracia todos los ciudadanos, de alguna manera, son responsables. Tanto cuando
eligen gobernantes competentes y honestos como ineptos y corruptos. Con mayor
razón, cuando no votan. Ya lo advertía Edmund Burke, con la ironía propia de un
irlandés: “Los gobernantes corruptos son elegidos por ciudadanos honestos que
no votan”. Quizá por ello en nuestro Congreso existe tan poco interés en
promover el voto obligatorio, pues mientras menos electores haya más barato y
fácil será comprar votos, bien en efectivo, con prebendas, contratos o favores
clientelistas. De esta forma se ha venido consolidando entre nosotros un
régimen cleptocrático y corrupto que poco o nada tiene que ver con una
democracia, pues quienes legislan y gobiernan no lo hacen siempre legalmente y
menos en función del interés público, sino con frecuencia ilegalmente y en
favor de sus propios intereses, clientelas y financiadores, sean estos legales
(Odebrecht) o ilegales (mafia, ayer proceso 8.000, hoy Ñeñe Hernández). Ese es
el régimen al que se refería Álvaro Gómez Hurtado, cuando señalaba que el
asunto no eran tumbar a Samper sino a ese régimen sustentando en complicidades,
que hoy parece estar más extendido e inexpugnable que antes. Tal paradoja se
explica, en parte, porque ese régimen siempre ha favorecido a minorías
poderosas. En palabras de Gaitán, otra víctima de ese régimen oligárquico: éste
favorecía al “país político” contra el “país nacional”. A esa minoría de
banqueros, latifundistas, comerciantes, empresarios y emprendedores ilegales,
contra la mayoría de colombianos que, incautamente o por miedo, sin conciencia y
sin memoria, todavía elige a los mismos con las mismas. De allí que sea mucho
más grave y peligrosa la falta de responsabilidad política ciudadana que la
culpabilidad o inocencia de un gobernante. Especialmente en nuestra historia,
donde abundan los políticos que, como escribió Nietzsche, “dividen a las
personas en dos grupos: en primer lugar, instrumentos; en segundo lugar,
enemigos”. En nuestro caso, sería más preciso decir entre cómplices y enemigos.
Más grave la impunidad política que la penal
Por eso lo verdaderamente
desconcertante y abismal entre nosotros, no es tanto que alguien pretenda estar
por encima de la ley, sino más bien que logre situarse por encima de la
conciencia moral y de aquello que cualquier ser humano considera justo o
injusto, tolerable o intolerable. Incluso que sea respaldado y vitoreado por
millones de personas, convirtiéndolo en una especie de ídolo salvador,
intocable, porque defendió sus derechos e intereses por encima de todo, sin
límite legal alguno, o vengó las ofensas y crímenes de sus victimarios. Esto es
lo que parece acontecer con los partidarios de Uribe y también con algunos
dirigentes del partido FARC que tratan de evadir en la JEP sus plenas responsabilidades
por los crímenes cometidos. En ambos casos, están haciendo trizas la paz, pues
ésta solo será estable y duradera cuando se forje sobre la verdad que dignifica
y repara a todas las víctimas, sean de derecha o izquierda, oficiales o
insurgentes, y ponga fin a la repetición de más mentiras e ignominias que
pretenden legitimar y justificar lo inadmisible. Sobre la verdad, más que sobre
condenas draconianas o irredimibles, porque no hay penas para reparar lo
irreparable: las desapariciones forzadas, los asesinatos, los falsos positivos
y, en general, crímenes de guerra como el reclutamiento forzado de menores, las
violaciones sexuales y los delitos sistemáticos contra la población civil como
el secuestro. De allí que la justicia transicional termine siendo más lúcida y
menos ciega que la ordinaria, pues no se agota en las condenas, sino que se
empeña en el descubrimiento de todas las verdades, en el pleno reconocimiento
de ellas por parte de todos los responsables de tantos crímenes atroces y en
evitar su repetición como la más valiosa forma de reparación. Esa justicia
suele depender más de la memoria y la conciencia de los ciudadanos, que de las
penas o exoneraciones de los jueces y los tribunales. De nosotros depende si
continuamos o no eligiendo y legitimando como gobernantes y representantes a
responsables políticos de miles de crímenes, por su acción u omisión, así sean
exonerados por la justicia ordinaria o la transicional. Quizá, entonces,
tengamos una forma de justicia ciudadana superior a la judicial. Aquella que
condena al ostracismo y expulsa de la política a todos los responsables de
crímenes de guerra, sean institucionales o insurgentes. Pero esta justicia parece
ir en contra del principio de realidad, pues ninguno de estos actores
protagónicos acepta vivir fuera del escenario político y son renuentes a reconocer
plenamente sus crímenes que, cuando más, llaman errores y no horrores, como en
efecto lo son para todas sus víctimas, familiares sobrevivientes y la sociedad.
Para una sociedad democrática, una valiosa contribución que podrían hacer
Álvaro Uribe y Rodrigo Londoño sería que ambos comparecieran a la Comisión de
la Verdad y reconocieran todas sus responsabilidades en la degradación de
nuestro conflicto armado interno. Luego se retirarán al campo y aceptaran que su
combate y cosecha de odio ya terminó. Que sus banderas de “seguridad
democrática” y “justicia social” terminaron demasiado ensangrentadas y son una
ofensa para millones de víctimas que las sigan enarbolando. Pero como no lo van
a hacer, nos queda a los ciudadanos la posibilidad de expresar nuestro
veredicto en las próximas elecciones, con plena conciencia y buena memoria de
sus ejecutorias y enormes responsabilidades en el dolor y el sufrimiento de
millones de víctimas.
[1] - Según el Centro Nacional de
Memoria Histórica el número de víctimas mortales por el conflicto armado
interno sobrepasa las 220.OOO y a ellas hay que sumar al menos 80.000
desaparecidos: http://www.centrodememoriahistorica.gov.co/micrositios/informeGeneral/basesDatos.html
No hay comentarios.:
Publicar un comentario