¡Cese el fuego contra la memoria, las víctimas y la democracia!
Tampoco existe mayor
prueba de la desaparición del Estado de Derecho y la democracia que la
destrucción e incineración del Palacio de Justicia, en cuyo frontispicio estaba
escrita esta célebre sentencia de Francisco de Paula Santander: “Las armas os
han dado la independencia, las leyes os darán libertad”
https://blogs.elespectador.com/actualidad/calicanto/cese-el-fuego-contra-la-memoria-y-la-democracia/
Hernando Llano Ángel.
Al cumplirse 40 años del asalto
al Palacio de Justicia por parte del comando “Iván Marino Ospina” del M-19 y
del atroz desenlace de la operación militar realizada por la Fuerza Pública, no
es posible encontrar un hito más representativo de la corrupción del poder
político, militar y administrativo del Estado colombiano, así como del extravió
terrorista de una organización insurgente.
Por eso, todavía hoy tiene
sentido exigir que debe haber un alto el fuego contra la memoria de todas las
víctimas y reivindicar la vida de la democracia, pues desde entonces ella se
encuentra desaparecida y sigue siendo ultrajada y asesinada todos los días en
los cuerpos desaparecidos y las sepulturas anónimas de cientos de líderes
sociales y políticos --van 158 asesinados hasta el 16 de octubre de este año,
50 más que las víctimas del Palacio[i]--
y de las numerosas comunidades rurales confinadas y secuestradas por grupos
armados ilegales, repitiéndose así la crueldad y la inhumanidad de los rehenes
atrapados en el baño del Palacio de Justicia.
El pasado presente
Esos cuarenta años no han pasado,
están presentes. Por eso más que una conmemoración deberíamos ser conscientes
que el fuego todavía arrasa con los pocos vestigios de vida democrática
existente. Así lo demuestran quienes todavía están empeñados en no reflexionar
sobre los acontecido, sino en acusar y condenar. Invocan la memoria no para
construir democracia, sino más bien para socavarla imponiendo su razón e
invocando su comprensible dolor y rencor contra quien consideran como el único
responsable y culpable de lo sucedido. Para unos, solo el M-19, para otros la
Fuerza Pública y el Gobierno. Y en medio de esa refriega y especie de venganza
interminable en nombre de la memoria, se niegan hechos incontrovertibles.
Entonces la verdad fáctica queda desvirtuada por la verdad interesada de cada
una de las partes y el silencio cómplice de los protagonistas, quienes eluden
asumir plenamente la responsabilidad de dicha barbarie cometida en nombre de
los derechos del hombre y la democracia. De la paz y la estabilidad
institucional, de las elecciones y hasta la civilización occidental y cristiana,
como le aconsejó el expresidente Misael Pastrana a Belisario, según lo relata
la investigadora Ana Carrigan en su libro “EL
Palacio de Justicia. Una tragedia colombiana”: “Por mi parte, lo que está en juego aquí no es simplemente un Gobierno, o un sistema, ni siquiera el futuro
de nuestra sociedad, sino todo el
sistema de valores que es parte intrínseca de todas nuestras tradiciones y de
la civilización cristiana de la cual formamos parte; eso es lo que está en riesgo aquí” (Carrigan,
2010, p. 158).
Por eso, es necesario recordar
que el M-19 realiza dicha acción terrorista bajo la proclama: “Operación
Antonio Nariño, por la defensa de los Derechos del hombre”, con el
propósito de someter a un juicio de responsabilidad política al presidente
Belisario Betancur por el supuesto incumplimiento del Acuerdo de Paz. Lo cual,
obviamente, es de entrada la negación violenta de los derechos humanos de los
civiles inermes que se encontraban en el Palacio. Por eso fue una acción
terrorista, de la que incluso se tenía noticia pública que podía realizarse,
pues días antes habían sido capturados miembros del M-19 con planos del Palacio
de Justicia: “Se descubrió, que días
antes de la toma del Palacio de Justicia, el organismo de seguridad del Estado
realizó la captura de algunos integrantes del movimiento subversivo que poseían
documentos relacionados con los planes de la toma”[ii].
Tampoco
existe mayor prueba de la desaparición del Estado de Derecho y la democracia
que la destrucción e incineración del Palacio de Justicia, en cuyo frontispicio
estaba escrita esta célebre sentencia de Francisco de Paula Santander: “Las
armas os han dado la independencia, las leyes os darán libertad”. No
existió retoma del Palacio, sino requema y demolición del mismo, para que no
quedará rastro ni memoria del mismo. El Palacio fue desaparecido, como sucedió
con un número cercano a 11 personas, cuyo paradero todavía se ignora.
En este caso, sucedió todo lo
contrario: las armas dieron la muerte acerca de 100 civiles inermes, a un
número todavía impreciso de desaparecidos y las leyes se invocaron para impedir
su vida y libertad, como lo reconoció el propio presidente Belisario Betancur
en alocución televisada al terminar el operativo de la fuerza pública: “Esta inmensa responsabilidad la asumió el presidente
de la República, que para bien o para mal suyo, estuvo tomando personalmente
las decisiones, dando personalmente las órdenes respectivas, teniendo el control absoluto de la
situación, de manera que lo que se
hizo para encontrar una salida dentro de la ley, fue por cuenta suya, por
cuenta del presidente de la República”.
Tanto en el nombre de la
operación del asalto al Palacio por parte del M-19, “Antonio Nariño, por la defensa
de los Derechos del Hombre”, como en la asunción de plena responsabilidad
por parte del presidente Belisario, justificando que “lo que se hizo para encontrar una
salida dentro de la ley, fue por cuenta suya, por cuenta del presidente de
la República”, encontramos una de las claves más paradójicas de la letal
relación entre violencia y legalidad en la ponderada pero inexistente civilidad
colombiana. Pues se apela a los Derechos del Hombre y a la defensa de la ley y
el Estado para arrasar violentamente con la vida humana, negando así en la
práctica que ellos se proclamaron y existen para proteger y promover la vida de
todo ser humano. Es más, incluso hoy se toman decisiones judiciales,
supuestamente conforme a la ley, para negar verdades fácticas como la salida
con vida del Palacio de Justicia del consejero auxiliar del Consejo de Estado,
Carlos Horacio Urán, quien fuera torturado y asesinado, para luego ingresar su
cuerpo al Palacio de Justicia, como quedó consignado y demostrado en la
sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos[iii]
que condenó al Estado colombiano por dicho crimen, entre otros más, como la
desaparición de la guerrillera Irma Franco Pineda junto a empleados de la
cafetería del Palacio.
Mucho menos es posible encontrar
una escenificación más dramática y tétrica de la impotencia de la rama judicial,
el poder civil, frente a la violenta prepotencia del Ejecutivo y su Fuerza
Pública, pues el presidente de la República, Belisario Betancur, no atendió la
imploración del presidente de la Corte Suprema de Justicia, magistrado Alfonso
Reyes Echandía, quien rogó en repetidas ocasiones en forma pública, por varias
cadenas radiales, que ordenará el cese el fuego, para evitar el desenlace fatal
que hoy todos lamentamos y repudiamos.
A excepción de un protagonista de
tan nefasto acontecimiento, como el coronel retirado Luis Alfonso Plazas Vega,
quien a la pregunta de la revista SEMANA: ¿Se arrepiente de algo de lo que pasó
en el Palacio de Justicia? respondió: “Esa es una pregunta muy simpática. O sea,
¿usted teme que yo me arrepienta de haber ayudado a rescatar 260 personas de
manos de los guerrilleros? ¿Cómo me voy a arrepentir de eso? Que yo me
arrepienta de qué en este momento. Gracias
a la actuación de nuestras tropas se puede pensar en elecciones el año entrante.
¿Me voy a arrepentir yo de eso? Por favor, me
siento orgulloso, pleno de orgullo, y cuando me estaban diciendo a mí que
me daban la libertad, si yo reconocía delitos que no había cometido, dije,
“esto es lo que tengo para dejarle a mis hijos”. No me arrepiento, me siento orgulloso de lo que se ha hecho”.
De donde uno podría deducir que
si las Fuerzas Militares no hubiesen actuado así le habrían dado un golpe de
Estado al presidente Belisario y no se habrían realizado las elecciones en 1986
y tampoco tendríamos el próximo año. Pues no cabe la hipótesis delirante, según
la cual el M-19 tenía entonces tal respaldo popular que podría haber derrocado
a Belisario, liderando una insurrección popular y por eso el operativo militar
no podía detenerse y fue de tierra arrasada.
¡“¡Democracia Ar-mada, disparar”!
Más allá del alcance de esa
críptica expresión del coronel Plazas, como su famosa respuesta a un periodista
“manteniendo
la democracia”, cuando se bombardeaba y quemaba el mismo Palacio de
Justicia, lo que queda absolutamente claro es que entonces las Fuerzas
Militares se declararon no solo tutoras de la democracia, sino que demostraron
que solo mediante su fuerza y su violencia sin control, esa flamante e
incinerada “democracia y la independencia de las ramas del poder público” podían
existir. Eso es precisamente el estado de sitio, la democracia desaparecida y
sitiada por las armas. En efecto, durante las 28 horas de su actuación quedó
claro para todo el mundo que fue el poder militar arrasador, al principio del
M-19 y luego de la Fuerza Pública, quien predominó sobre el poder civil e
inmoló la justicia y con ella la democracia. Que la imploración de cese el
fuego del presidente de la Corte Suprema de Justicia, la voz del derecho y la
civilidad, fue acallada con los estruendos de los tanques y sus impactos
ingresando al Palacio de Justicia. Que no podía haber una forma más brutal,
grotesca y criminal para demoler y luego incinerar la supuesta independencia de
las ramas del poder público, que la manera como se hizo la supuesta “retoma”
del Palacio. Con razón el expresidente Julio César Turbay señalaba que en “Colombia
sin los militares no se puede gobernar”, expresión que ya contiene el
comienzo irreversible de la corrupción y la desaparición en la vida social y
política de la democracia colombiana, como en efecto sucedió bajo la férula del
“Estatuto de Seguridad” durante su administración.
Por eso hoy, 40 años después,
todavía se continúa hablando y disputando en torno a lo sucedido, su
significado y alcance político e institucional, convirtiéndose la conmemoración
en una disputa interminable solo para obtener réditos políticos en las próximas
elecciones. Las víctimas vuelven a ser revictimizadas y los victimarios, tanto
los estatales como los entonces insurgentes, alzan sus voces no solo para
eludir sus responsabilidades históricas, sino incluso para obtener más votos,
glorificar sus acciones pasadas y promover la deslegitimación absoluta del
contrario. De esta forma la memoria de lo sucedido y la dignidad de las
víctimas son convertidas en estratagemas para vencer, no para esclarecer lo
acontecido y conocer la verdad del horror y el sufrimiento padecido por todas
las partes envueltas en esa refriega fatal.
Por memorias democratizadoras.
Por eso hay que evitar la
corrupción de la memoria de las víctimas e impedir la exaltación de los
victimarios, como todo parece indicar que está sucediendo. Si no lo intentamos,
entonces no solo el pasado y las víctimas quedarán sepultadas para siempre en
la fosa profunda de la impunidad y las mentiras, sino que el presente y el
futuro continuarán siendo una proyección y una repetición constante de ese
pasado, bajo formas quizás más complejas y engañosas que se adornan con
solemnes palabras como la democracia, elecciones y estabilidad institucional. Nada
más urgente, pues, que esforzarnos todos en invocar memorias democratizadoras,
no encubridoras de lo sucedido. Para evitar que esto último suceda, surge la
Fundación Carlos H Urán. Debería ser un propósito en todos los medios de
comunicación y en el sistema educativo nacional, reflexionar sobre su
responsabilidad en divulgar esas memorias democratizadoras, en lugar de las
vengadoras y apologéticas de la violencia, encubiertas bajo el honor militar y
una supuesta audacia revolucionaria. Solo así no se repetirá todos los días, en
menor escala, otro Palacio de Justicia. Vale tener siempre presente esta afirmación
del entonces Procurador General de la Nación, Carlos Jiménez Gómez: “En el Palacio de Justicia hizo crisis en el
más alto nivel el tratamiento que todos los Gobiernos han dado a la población
civil en el desarrollo de los combates
armados”.
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