lunes, mayo 02, 2022

DELIBERAR PARA DEJAR DE MATAR

 

DELIBERAR PARA DEJAR DE MATAR

https://blogs.elespectador.com/politica/calicanto/deliberar-dejar-matar

“Es más fácil civilizar un militar que desmilitarizar a un civil”, Miguel de Unamuno.

Hernando Llano Ángel

La polémica entre el general Zapateiro y el candidato del Pacto Histórico sobre la deliberación política partidista de los militares no debe ser petrificada y mucho menos extraviada en procesos disciplinarios o penales, pues de lo que se trata es, ni más ni menos, de la tensión más vital y también mortal existente en toda democracia. La tensión entre el poder civil y el militar, que no es nada distinto a las complejas y escabrosas relaciones entre la política y la guerra, entre el poder y la violencia, entre las controversias creadoras o las confrontaciones devastadoras. Una tensión que estamos muy lejos de resolver democráticamente, como bien lo demuestran las reacciones de todas las partes en esta controversia, pero especialmente las descarnadas, dolorosas y reveladoras audiencias de la JEP en Ocaña[1] entre algunos miembros del ejército nacional y familiares de las víctimas de los “falsos positivos”. Los militares que han intervenido, reconocen su responsabilidad por la ejecución de estos crímenes de lesa humanidad, mal llamados “falsos positivos”, y expresan con sinceridad y dramatismo su arrepentimiento y desvarío profesional ante los familiares de dichas víctimas inocentes. Revelaciones que vale la pena ver[2], así para algunos resulten inverosímiles, como el mismo expresidente Álvaro Uribe[3] se lo expresó al padre Francisco De Roux en audiencia de la Comisión de la Verdad, no obstante haber sido el máximo responsable político de tales atrocidades, pues era constitucionalmente el “Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas de la República”, según el numeral 3 del artículo 189 de la Carta Política. Además, porque dichos asesinatos se cometieron en cumplimiento de su mal llamada estrategia de “Seguridad Democrática” y en desarrollo de la Directiva 029 de 2005[4] del entonces ministro civil de defensa Camilo Ospina. Directiva que fijó con precisión burocrática los incentivos administrativos, las condecoraciones y hasta las remuneraciones monetarias por matar a quienes sospechaban o señalaban los militares de ser terroristas y enemigos de la “Patria”. En dicha “campaña patriótica”, hoy lo estamos viendo y conociendo sin esguinces y eufemismos, fueron asesinados más de 6.400 colombianos inocentes. Todo lo anterior lo sabemos gracias a la rigurosa investigación de la JEP. Ahora se comprenden claramente las razones del desafecto y las críticas injustificadas del presidente Duque y de todo el Centro Democrático hacia la JEP y la Comisión de la Verdad.  Gracias a dichas instituciones, surgidas del Acuerdo de Paz, también hemos conocido la responsabilidad insoslayable de las FARC-EP y de sus máximos comandantes en la comisión de crímenes de guerra y de lesa humanidad, como los secuestros, asesinatos de civiles, violencia sexual y reclutamiento de menores, que despojan de toda dimensión revolucionaria y heroica ese pasado ignominioso. En gran parte, tanta atrocidad revestida de falsos argumentos, como los oficiales de la “defensa de la democracia más estable y antigua de Latinoamérica” o los insurgentes de la lucha revolucionaria por la “justicia social y la soberanía nacional”, nos demuestran la ausencia entre los colombianos de una auténtica deliberación ciudadana democrática y su desplazamiento por el adoctrinamiento fanático en torno a fetiches institucionales como el “Estado de derecho y la democracia” o la fantasmagoría sangrienta de la “revolución socialista”. De allí, que sea tan urgente y necesaria la deliberación democrática, sustentada en argumentos y no en prejuicios, odios y espejismos doctrinales. Es urgente estimular esa deliberación política, despojada de todo proselitismo partidista al interior de la Fuerza Pública. Porque es precisamente por la ausencia casi total de esa deliberación política democrática en los centros de formación de los miembros de la Fuerza Pública, que vivimos inmersos en crisis humanitarias y periódicamente se cometen crímenes de guerra y de lesa humanidad como los “falsos positivos”[5] y ahora la masacre de Puerto Leguízamo en la vereda El Remanso[6] en Putumayo.

Es humano deliberar políticamente

Ya es hora de cuestionar y superar ese sofisma de estirpe liberal constitucional (artículo 219 CP) que prohíbe la deliberación política a los miembros de la Fuerza Pública porque la asimila, equivocadamente, a la afiliación y la militancia partidista. Pero además porque parte de un supuesto que es totalmente falso: la apoliticidad de los militares y policías. No existe tal apoliticidad en ningún cuerpo militar en el mundo. Simplemente, porque todos los militares defienden un Estado y un régimen político del que son parte esencial, incluso la existencia del mismo fue consecuencia de la lucha política y militar librada por sus antecesores. Al respecto, no sobra recordar la célebre apología del libertador Simón Bolívar a la ciudadanía: “Yo quiero ser ciudadano, para ser libre y para que todos lo sean. Prefiero el título de ciudadano al de Libertador, porque éste emana de la guerra, aquél emana de las leyes. Cambiadme, Señor, todos mis dictados por el de buen ciudadano[7]. Tal debería ser la primera consigna en la mente y el corazón de todos los miembros de la Fuerza Pública, pero especialmente de los policías, “cuyo fin primordial es el mantenimiento de las condiciones necesarias para el ejercicio de los derechos y libertades públicas, y para asegurar que los habitantes de Colombia convivan en paz”, según el artículo 218 de la Constitución. Pero resulta que dicho espíritu y mandato constitucional ha sido históricamente desconocido y violado consuetudinariamente por los presidentes de la República, tanto en el pasado como en la actualidad. Para muestra de ello, los dos primeros presidentes del Frente Nacional, Alberto Lleras Camargo y Guillermo León Valencia, cuyo mal ejemplo se perpetúa hasta el presente.

Deliberar democráticamente para no matar impunemente

Suele citarse con frecuencia el conocido discurso del entonces presidente electo Alberto Lleras Camargo en el Teatro Patria en 1958[8], dirigido a los militares, como una pieza oratoria ejemplar que fija las pautas inalterables para una armoniosa relación entre el poder civil y el militar. De allí, se derivan dos mitos que en realidad son mitomanías sangrientas: la incuestionada civilidad de nuestros presidentes y la ejemplar civilidad de nuestras fuerzas militares. La primera, es desmentida precisamente por la Violencia, pero también por las frecuentes y casi interminables guerras civiles durante el siglo XIX comandadas por líderes políticos civiles liberales y conservadores, al extremo que comenzamos el XX con la “Guerra de los mil días”[9] y continuamos el XXI con la derrota en el plebiscito del Acuerdo de Paz. Es, pues, ejemplar la “civilidad belicosa” de nuestros dirigentes políticos y de la mayoría de nuestros ciudadanos. Especialmente de aquella pírrica mayoría de 53.908 votantes que se enorgullece por haber ganado en el 2016 el plebiscito[10] votando NO al Acuerdo de Paz.  Según el Centro Nacional de Memoria Histórica, “entre 1958 y 2012 el conflicto armado ha causado la muerte de 218.094 personas, el 19%, que equivale a 40.787 muertos, fueron combatientes. El 81%, que equivale a 177.307 muertos, fueron civiles”[11]. Esta es la “ejemplar democracia” que tenemos, sin duda la más sangrientamente civilizada, tanática, bélica y fecunda en cavar trincheras y fosas comunes de toda Latinoamérica, producto de la conducción civil del orden público por los presidentes electos y de los ciudadanos que los respaldan periódicamente en las urnas. Lo paradójico no es solo que todavía sobreviva incuestionada esta mitomanía democrática en las urnas y que incluso se realicen eventos académicos sobre ella, sino que aún se ignore y no se revele una polémica entre el poder civil del presidente Guillermo León Valencia y el poder militar del entonces ministro de Guerra, general Jaime Alberto Ruiz Novoa[12], que culminó con la renuncia del general por haber deliberado políticamente. Y su deliberación fue, aunque parezca increíble, haber pronunciado estas palabras en un homenaje de la Sociedad de Agricultores Colombianos a las Fuerzas Armadas, realizado en Bogotá el 27 de mayo de 1964: “Es evidente que las injusticias sociales y económicas son tan generadoras de violencia como el bandolerismo aparecido como secuela de la violencia política y que esta situación de desequilibrio incide fundamentalmente sobre el orden público, cuyo mantenimiento corresponde al Ministerio de guerra. Considero mi deber contribuir a que esta situación no se repita, porque estoy convencido que la única manera de evitar el progreso del comunismo es con la aplicación de una fina sensibilidad social que reparta la riqueza equitativamente y disminuya el abismo que hay entre las clases sociales en la sociedad colombiana. Es urgente e inaplazable, modificar las estructuras de nuestra sociedad. El gobierno está frenado por los sectores y por las personas influyentes (Nieto, P. 2014. El reformismo doctrinario en el Ejército colombiano: una nueva aproximación para enfrentar la violencia, 1960-1965. Historia Crítica, p. 155-176). Y, sin duda, “esos sectores y las personas influyentes”, continúan frenando hasta nuestros días las reformas estructurales que se requieren, como la Reforma Rural Integral del primer punto del Acuerdo de Paz. Por todo lo anterior, son dichos sectores los que temen a la deliberación democrática de los militares y pretenden tratarlos como lo señalaba el general Álvaro Valencia Tovar en un editorial de El Tiempo, el 7 de agosto de 1962, con ocasión de la celebración de un aniversario más de la batalla de Boyacá: “Un soldado digno de ese nombre y particularmente ese soldado-ciudadano de una democracia, no puede ser ni un mercenario indiferente al color de la bandera que sirve, ni un esclavo que se utiliza sin su consentimiento”  (Valencia citado en Nieto, 2014, p. 159). Y lamentablemente esto último es lo que ha sucedido hasta la actualidad, como lo demuestran los cerca de 6.400 “falsos positivos” y los letales operativos de las Fuerzas Militares, siendo el más grave el del Palacio de Justicia el 6 y 7 de noviembre de 1985 por el número de víctimas y la aniquilación del Estado de derecho, mediante la reducción a escombros del Palacio y la decapitación de la cúpula del poder Judicial, con su presidente Alfonso Reyes Echandía. Semejante derrota de la civilidad y triunfo de la barbarie militar se justificó con el absurdo argumento de “mantener la democracia, maestro[13]”, expresado por el coronel Alfonso Plazas Vega, cuando justamente aniquilaba la rama judicial y destruía su sede institucional. Sin duda, Don Miguel de Unamuno tenía toda la razón cuando afirmó: “Es más difícil desmilitarizar un civil que civilizar a un militar”, pues el entonces presidente Belisario Betancur[14] asumió toda la responsabilidad de lo sucedido. Así como los máximos responsables políticos de la degradación del conflicto armado interno en nuestro país han sido los civiles y sus ejecutores los militares, todos entonando al unísono la doctrina del “enemigo interno”, “la seguridad nacional”, “la guerra contra el terrorismo” y recientemente la “seguridad democrática”. Todos civiles. Desde los institucionales “democráticos” hasta los insurgentes “revolucionarios” respectivamente, como Álvaro Uribe Vélez, pasando por Manuel Marulanda Vélez e Iván Márquez con su “Nueva Marquetalia”, hasta Iván Duque y su letal “paz con legalidad”[15], que no ha impedido el medio centenar de líderes sociales asesinados en el primer trimestre de este 2022. Por todo ello, es imperioso que los militares deliberen democráticamente para que no sean convertidos en autómatas criminales, instrumentalizados y sometidos a una obediencia ciega, semejante a ese “esclavo que se utiliza sin su consentimiento” y comiencen a comportarse como ese “soldado-ciudadano”, en defensa de la democracia, que reclamaba el general Valencia Tovar. Ya la Corte Constitucional en su sentencia C570-19[16] señaló: “En conclusión, el principio constitucional de obediencia debida (Art. 91, CP) no implica un principio de obediencia ciega. Las personas que hacen parte de las Fuerzas Militares no están obligadas a obedecer una orden que implique una violación a los derechos humanos, una infracción al derecho internacional humanitario -DIH-, o al derecho internacional de los derechos humanos, pues, en estricto sentido, bajo el orden constitucional vigente esa no puede ser una orden militar legítima”. Es urgente, pues, que todos los miembros de la Fuerza Pública, en tanto ciudadanos, nunca dejen de deliberar y jamás cumplan órdenes de disparar y matar a civiles inermes. Precisamente por ello Don Miguel de Unamuno[17] respondió a los gritos de “Viva la Muerte”, que coreaban los nacionalistas y franquistas que acompañaban al general Millán Astray en el paraninfo de la Universidad de Salamanca el 12 de octubre de 1936[18], que lo que cuenta en la vida política de los pueblos es convencer y no vencer. Y solo se puede convencer deliberando y persuadiendo con buenos argumentos, mientras que para vencer basta la fuerza bruta, disparar y matar, que es lo propio de los criminales de guerra y los dictadores, así se disfracen de demócratas o se presenten como patriotas y líderes providenciales.



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