domingo, marzo 06, 2022

¿Sumar votos para ganar y restar vidas para gobernar?

 

¿Sumar votos para ganar y restar vidas para gobernar?

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Hernando Llano Ángel

Sin duda, la política es mucho más compleja que sumar y restar. Las variables políticas son impredecibles y sus resultados casi siempre inciertos. La arena política es todo lo contrario del universo matemático con su lógica de operaciones exactas, ecuaciones, algoritmos y fórmulas insobornables. La política es más un rompecabezas indescifrable que un nítido plano cartesiano[1].  Sin embargo, tiene en común con las matemáticas las cuatro operaciones básicas: sumar, restar, multiplicar y dividir. Operaciones que en la actualidad desvelan a todos los candidatos, candidatas, partidos y movimientos políticos. En especial a Gustavo Petro[2] y Alejandro Gaviria[3], economistas familiarizados con las matemáticas, en su enconada disputa por sumar el mayor número de votos liberales. La consigna de ambos, como la de los demás competidores, es sumar para sí el mayor número de votos y restarles a sus adversarios todo lo más que se pueda. Incluso buscan dividirlos en sus coaliciones, partidos y seguidores, apelando para ello a todas las argucias posibles y así poder multiplicar votos a su favor. Desde las denuncias por corrupción (Alex Char), sus pasados más o menos penumbrosos (Gustavo Petro) o luminosos (Alejandro Gaviria), su incompetencia personal en la gestión de lo público (Sergio Fajardo), las investigaciones disciplinarias que llevan a cuestas, hasta las alianzas con socios indeseables en el pasado y el presente (César Gaviria). El resultado de ello parece haber sido un juego de suma negativa[4], donde todos pierden y en lugar de motivar a más ciudadanos a votar les ha agudizado su escepticismo, confusión y ánimo para ir a las urnas. Una paradoja preocupante: tanta hostilidad entre las campañas y sus candidatos ha terminado desgastándolos a todos y deslegitimando las elecciones hasta el extremo que se rumora de posibles fraudes, poniendo así en riesgo la misma legitimidad democrática. Han jugado en forma tan burda, sucia y marrullera, que el elector corriente ya no les cree, salvo sus fanáticos seguidores. Todo ello sucede porque la lógica electoral parece ir en contravía de la gubernamental. En campaña, lo esencial es ganar votos, sin preocuparse mucho por el lastre que implique para el ejercicio gubernamental y la autonomía que le reste y pierda el candidato ganador. Hasta puede darse la paradoja de ganar perdiendo, pues una vez en la Presidencia o el Congreso queda convertido en un rehén de aquellos compromisos que tácita o explícitamente ha sellado con sus patrocinadores. Compromisos que le impedirán cumplir con su programa y las promesas de campaña.  De manera que a los pocos meses de estar gobernando queda desacreditado, perdiendo rápidamente su capital político, como le sucede ahora al presidente Biden en Estados Unidos de Norteamérica.

¿Ganar elecciones y perder gobernabilidad?

La consecuencia de ello, en la mayoría de los casos, es que quien gana las elecciones no gobierna para la ciudadanía sino para sus patrocinadores y aportantes de votos, los políticos profesionales que viven de la política (Max Weber)[5], auténticos parásitos del presupuesto público al servicio de fines particulares, clientelistas y corruptos. La política gubernamental queda hipotecada y confiscada por los partidos y sus llamados “dirigentes naturales”, expresidentes como Gaviria, Uribe, Pastrana, Samper, Santos y numerosos caciques regionales, quienes se arrogan la propiedad del Estado mediante el control de numerosos electores que conservan sus empleos públicos, distribuyen prebendas, comprometen contratos de obras públicas, licitaciones, subsidios, incentivos y exenciones tributarias. De esta forma el Estado queda convertido en un entramado corrupto y cacocrático[6], sustentado en una red de complicidades que funciona al servicio de oligarquías políticas y plutocráticas[7], defraudando a millones de ciudadanos que ingenuamente votaron por candidatos que en campaña se proclamaban independientes y transparentes. Pero una vez en el Congreso y la Presidencia gobiernan fundamentalmente para quienes les aportaron votos “desinteresadamente” y no en función intereses públicos y generales. El Presidente, entonces, se convierte en una especie de funámbulo[8], un equilibrista del poder institucional que maneja el balancín moviéndolo a la derecha y a la izquierda. A la derecha para servir al Statu Quo[9] y sus patrocinadores políticos y empresariales, pero también a la izquierda para atender las demandas ciudadanas, populares y sociales, cuyos votos y exigencias no puede ignorar. Durante cuatro años en la Presidencia su máxima preocupación será, entonces, no caer al vacío de la ingobernabilidad, guardando un equilibrio precario, complaciendo al máximo a sus patrocinadores y cumpliendo lo menos a sus electores. En medio de esa difícil travesía de vértigo su poder presidencial se va desgastando y decantando, la mayoría de las veces, en defensa de la “institucionalidad”, entiéndase el Statu Quo y sus privilegiados, contra las mayorías y los excluidos. A favor de los privilegios de pocos y en contra de los derechos de las mayorías. A favor de la cacocracia del “País Político”, como lo llamaba Gaitán[10], y en contra de la democracia del “País Nacional”, que todavía no la conoce. Entonces el honorable Presidente queda convertido en un deplorable monigote experto en transar el bien público a favor de intereses privados. Se convierte en un profesional de la transacción, en un experto “funcionario del negociado de sueños dentro de un orden”, como les cantó Serrat a los dirigentes del Partido Socialista en “Utopía”[11]. Tal es el mayor desafío que enfrentará quien gane las próximas elecciones presidenciales. Convertirse en un cínico más de la transacción –como todos sus antecesores-- en la defensa de los intereses creados de esta cacocracia o, por el contrario, ser un audaz estadista de la transición democrática. Un estadista que desmonte este régimen cacocrático sustentado en la simbiosis de la política con la ilegalidad, el crimen y la corrupción y nos permita, por fin, avanzar hacia un régimen democrático, legitimado en un Estado Social de derecho real y no en uno meramente nominal que solo existe en la Carta constitucional. Para ello necesitamos un auténtico demócrata. Un presidente que gobierne de lado de “quienes tienen más necesidades y menos posibilidades concretas”[12] (Estanislao Zuleta) para realizar sus derechos, en lugar de seguir gobernando para quienes tenemos todas las posibilidades y gozamos de derechos, que somos una minoría privilegiada. ¿Existirá ese estadista entre los candidatos actuales? ¿Votaremos los ciudadanos con plena conciencia del desafío que enfrentará ese ganador? ¿Estará el ganador preparado para conducir la nave del Estado, como un experto capitán, por ese mar de sargazos y llevarnos a un puerto democrático? O, por el contario, ¿naufragará en el intento ante el saboteo de los viajeros de “primera clase” que se resistirán a remar y compartir los avatares y esfuerzos colectivos que demanda esa difícil travesía? ¿Reconoceremos, en fin, que todos vamos en una misma barca, y que la única forma de salvarnos es nivelándola, sin que naufrague por los privilegios de la “primera clase” o las exigencias desesperadas, inmediatas y revanchistas de quienes han sido tratados como ciudadanos de “segunda o tercera clase”, marginados casi por completo en su viaje por la Nación? Es lo que tenemos que responder con nuestro voto el próximo domingo 13 de marzo, el 29 de mayo o eventualmente en segunda vuelta presidencial el 19 de junio. De manera que no botemos nuestro voto reeligiendo a los “mismos con las mismas”, profesionales en disfrazarse en cada elección como demócratas íntegros, antipolíticos incorruptibles y salvadores de la Nación. Y como es una decisión totalmente política, jamás tendremos una respuesta matemáticamente precisa sobre nuestro acierto o error. Aproximadamente la conoceremos en el 2026. Entonces sabremos si transitamos de la cacocracia a la democracia o quizá a un régimen hibrido todavía más incierto y teratológico[13] que el actual régimen electofáctico[14] en que nos debatimos, sobrevivimos con indolencia y sus líderes sociales son asesinados impunemente, sin que las 23 víctimas[15] que ya contabiliza este año electoral afecten en algo su normal y mortal continuidad. Se suman votos para ganar y se restan vidas para gobernar. ¡Que viva la “democracia”!

 



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