lunes, enero 10, 2022

EL PRECIO DE LA VERDAD

 

El precio de la verdad

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Hernando Llano Ángel

Desde luego que la verdad, aquella que expresa el sentido de toda vida humana, es invaluable, no tiene precio. Solo quienes reducen el valor de la vida humana al dinero, incurren en la desfachatez de fijarle un precio monetario, como lamentablemente sucedió con la directiva 029[1] de 2005 del Ministerio de defensa que desembocó en los “falsos positivos[2]”. La verdad es un valor y no cotiza en la bolsa de los mercaderes y menos se subestima o menosprecia en políticas públicas, así sea bajo el sofisma letal de la “seguridad democrática”. Es cierto que no podemos vivir solo a punta de verdades, de cualquier orden que ellas sean: religiosas, ideológicas, políticas y hasta económicas. Pero también lo es que una sociedad sin verdades no puede vivir. Por eso quienes se empeñan en cuestionar y desacreditar el riguroso y honesto trabajo que ha venido desarrollando la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la no Repetición[3], como lo hacen la revista Semana[4] y el expresidente Uribe Vélez, presentando su presupuesto de funcionamiento como un gasto escandaloso e innecesario, lo que están revelando es su desprecio por la verdad más vital y fundamental en todas las sociedades. A saber, que la vida humana, su dignidad y libertad son inalienables, invaluables, no tienen precio. Su valor es sagrado. No puede someterse al chantaje de los secuestros, como lo hizo masivamente las FARC[5], menos sacrificarse en nombre de la seguridad o la propiedad privada, como sucedió durante las dos administraciones de Uribe. De allí que el artículo 11 de nuestra Constitución Política establezca: “El derecho a la vida es inviolable. No habrá pena de muerte”. Y es esa verdad la que trata de esclarecer y restablecer la Comisión de la Verdad, por eso su nombre. Porque sin el esclarecimiento de las circunstancias, los contextos, las motivaciones, los intereses y las responsabilidades de los principales actores --tanto insurgentes, narcoparamilitares, Jefes de Estado, agentes institucionales y civiles-- que cegaron la vida de cientos de miles de colombianos, que los desaparecieron, secuestraron, desarraigaron, torturaron y vejaron, difícilmente podremos convivir decentemente, mirándonos a los ojos como miembros de una Nación. Continuaremos siendo esa “federación de odios”, de la que hablaba el entonces presidente Belisario Betancur, que sin éxito intentó desarticular y que hoy muchos intentan prolongar indefinidamente a través de la guerra con lemas presidenciales tan letales como “Paz con legalidad”, incapaz de detener la vorágine de masacres[6], desapariciones[7], confinamientos rurales[8] y desplazamientos forzados[9].

Esclarecer para no repetir

Sin esclarecer las verdades que han dejado hasta la fecha más de 9 millones de víctimas[10], mucho menos podremos evitar que tanta ignominia y deshumanización se siga repitiendo, como hoy está sucediendo en Arauca y en Cali, con el reciente criminal, abominable y condenable atentado del ELN contra miembros del ESMAD. Por todo lo anterior es casi inverosímil que todavía se persista en la guerra como la vía para alcanzar la paz, todo ello sustentado en mentiras a la derecha y la izquierda, que condenan a la muerte, el desplazamiento, el desarraigo y la espiral infinita de venganzas y cuentas de cobro impagables e irreparables, como el reciente atentado del ELN o en el pasado los mal llamados “falsos positivos”, que deslegitiman y degradan tanto a guerrilleros, al Estado como a miembros de la Fuerza Pública. Y los principales responsables de semejante insensatez ética, error político y horror militar todavía proclaman que solo a través de la guerra se alcanzará una paz estable y duradera. Que solo a través de las acciones de los “héroes de la patria”, cientos de militares y policías convertidos en carne de cañón[11] por órdenes de mandatarios que nunca prestaron servicio militar y también de los catapultados como héroes de la revolución por sus acciones desalmadas contra civiles y miembros de la Fuerza Pública  --como los secuestros comandados entonces por el “Mono Jojoy” y hoy los atentados del ELN—  nos repiten en coro, en víspera de elecciones, que solo transitando por esa vía sangrienta algún día alcanzaremos la paz en forma estable y duradera. Una paz que no es otra que la de los cementerios con honores militares o la de las fosas comunes y desaparecidos en los lechos de los ríos. Es por todo lo anterior que “la verdad es la primera baja en toda guerra”, porque solo negando la humanidad y dignidad del contrario, convertido en un abominable y terrible enemigo que hay que eliminar   –“la culebra todavía está viva”, sigue repitiendo Uribe desde sus bucólicas haciendas o “un policía muerto, es un violador menos”, según consignas airadas pintadas en paredes durante el paro del 2021— de las que se hacen eco miles de sus seguidores, convencidos de una supuesta superioridad moral de “ciudadanos de bien” o de “rebeldes justicieros”, es que nos encontramos de nuevo extraviados en este laberinto de violencias políticas y sociales. Reconocer esa terrible verdad que nos continúa matando y al mismo tiempo repudiarla debería ser el acuerdo fundamental para que este 2022 fuera el año histórico del comienzo de la reconciliación política nacional. Y ello comienza por negarle legitimidad política en forma absoluta y multitudinaria a todo acto de violencia, sea en defensa del statu quo o en la búsqueda de su cambio radical y definitivo, y no dar apoyo en las urnas a los cruzados que nos llaman de nuevo a profundizar supuestas políticas de “seguridad ciudadana” o dar el salto al vacío a un ajuste de cuentas con el pasado y empezar casi de cero a construir una sociedad más justa y fraterna. Porque no es la hora del miedo al pueblo y tampoco de la revancha popular. Es la hora de los compromisos políticos y acuerdos ciudadanos que permitan avanzar hacia un horizonte político democrático con justicia social, que demanda para ello concertación y concesiones mutuas que se traduzcan en más derechos y menos privilegios. Porque nada puede tener consecuencias más fatales y criminales en nuestro futuro inmediato que hacernos eco de la campaña que ya empiezan en Chile los privilegiados de siempre para bloquear y sabotear todo intento de reformas sociales urgentes y justas, invocando para ello un supuesto fantasma socialistas y hasta comunista que daría al traste con el desarrollo económico hasta ahora alcanzado. Un desarrollo económico que fue tan injusto e inequitativo en Chile que culminó en el estallido social de 2019[12] y catalizó precisamente el cambio democrático que se vive actualmente en el seno de la Convención Constituyente y con el triunfo de Gabriel Boric Font como presidente. Según estudios de World Inequatility Report 2022[13], comentados por el profesor Javier Mejía Cubillos, “mientras en Colombia el 1% más rico de la población posee el 33,2% de la riqueza total del país, en Chile y Brasil esta cifra se acerca al 50%”, lo cual deja sin argumentos a quienes se oponen allá como en Colombia a la urgencia de reformas sociales que conduzcan a mayor crecimiento económico con justicia social, lo que no es comunismo, ni socialismo. Todo parece indicar que en Latinoamérica ha llegado la hora de avanzar hacia la reconciliación política teniendo como fundamentos la verdad y la equidad de la justicia social –principios democráticos-- que son por excelencia las formas de reparación y no repetición de los millones de víctimas que apenas subsisten en nuestras sociedades y cuyo verdadero nombre es Democracia con mercado social y no la cacocracia[14] capitalista que predomina entre nosotros y nuestros vecinos más próximos: Venezuela, Panamá, Ecuador, Perú y Brasil.



 

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