miércoles, junio 02, 2021

Más allá de la algarabía y del silencio

 

MÁS ALLÁ DE LA ALGARABIA Y DEL SILENCIO

https://blogs.elespectador.com/politica/calicanto/mas-alla-la-algarabia-del-silencio

Hernando Llano Ángel.

Ni la algarabía incomprensible y mucho menos los silencios inefables nos sirven en estos momentos. Menos aún el estruendo de las balas, los obstáculos insalvables de las barricadas, los asfixiantes gases lacrimógenos, las heridas lacerantes del odio y las dolorosas e irreversibles vidas sacrificadas o desaparecidas, que no se pueden perpetuar más, ignorar y olvidar. Poco importa de qué lado se encontraban ellas en medio de las refriegas y los enfrentamientos. Lo que más necesitamos ahora es la palabra, pues ella es el principio de la vida política y social, no las armas y la violencia letal.

En el principio era el verbo

Comunicarnos, es el principio del reconocimiento de nuestra común humanidad, pluralidad y dignidad, que hoy están siendo puestas en vilo y arrasadas por el escalamiento de diversas violencias. Empezando por la violencia de los fanáticos. De aquellos que están absolutamente seguros de tener toda la razón y quieren imponerla a los demás, incluso eliminando a quienes los contradicen, pues los consideran una amenaza para sus vidas e identidades. Es la violencia de la superioridad moral, que se reviste de muchas formas. Una de las más letales, todos lo sabemos, es la violencia racial, en nombre de la cual se ha pretendido incluso negar la humanidad de quienes son considerados inferiores por su color de piel e identidad cultural, estigmatizándolos como la encarnación del mal, de la violencia y el crimen. Convirtiéndolos en los chivos expiatorios en muchas sociedades. Ayer fueron los judíos, hoy son los negros, los indios, los migrantes ilegales y, en últimas, los pobres, tanto en nuestro país como en la civilizada Europa, que les cierra sus fronteras y los ahoga en el mediterráneo. Y en nuestro continente la “democrática” Norteamérica que ahora levanta muros de legalidad y de control casi inexpugnables para millones de migrantes.

La aporofobia exacerbada

Es la aporofobia[1], el odio y el miedo hacia los pobres. Un odio que parece estar diseminado por todo el planeta y que coloniza las buenas conciencias a través de las redes sociales. La conciencia de quienes viven bien, más allá del azote del hambre, de la inseguridad y de las enfermedades mortales, en fin, que gozan de suficientes medios y comodidades para pensar bien y disfrutar la vida plenamente. Los “buenos ciudadanos”, aquellos que proclaman con orgullo que son más, que viven felices y satisfechos, complacidos con sus vidas. Unas vidas que se agotan en el horizonte de sus propias familias, en la prosperidad de sus empresas y en su más o menos extensa red social de exitosas e influyentes amistades en el mundo económico, político y cultural. Pero resulta que les ha llegado la pandemia del Covid-19 y les ha revelado la verdad de que también son mortales, tanto como los pobres que suelen despreciar, pero que mueren todos los días con mayor frecuencia y número que ellos, como lo demuestran las cifras del DANE[2]. Y, para colmo, también les llegó la endemia del paro nacional con las manifestaciones que atascan el tráfico, los indios que invaden sus barrios exclusivos, bloquean sus vías y los “secuestran” indefinidamente, impidiéndoles salir de sus cómodas casas. Quizá por ello solo ahora claman por la paz, la libertad, la seguridad, el pan y la vida. Aquellos derechos fundamentales sin los cuales no hay vida digna para nadie. Solo ahora empiezan a salir a las calles para proclamar, con justa razón y todo el derecho, que “Todos somos Cali”, “Todos somos Colombia”. De repente toman conciencia que la vida está más allá de su prosperidad, que no es posible vivir en un oasis de comodidad rodeados de un desierto de miseria, enfermedad y mortandad.  Solo ahora empiezan a tomar conciencia, cuando sienten sus vidas amenazadas y sus empresas gravemente afectadas de algo que siempre han ignorado, que no somos una Nación, una comunidad política, sino más bien una “federación de odios”. Que durante generaciones millones de familias en el campo han vivido bloqueadas por la guerra, sus cosechas han sido arruinadas, sus vidas devastadas por las guerrillas, los paramilitares y las acciones de la Fuerza Pública. En fin, que sus identidades y dignidades todavía continúan siendo desconocidas y pisoteadas. Hasta el punto que aproximadamente a 9 millones de víctimas le negaron su derecho a la representación política en el Congreso. Solo ahora, con el fallo de la Corte Constitucional[3], podrán ocupar las 16 curules de paz transitorias en el Senado consagradas en el Acuerdo de Paz y solo por dos períodos, desde el 2022 hasta el 2030. Cuando en verdad, las víctimas tienen el derecho a ser plenamente representadas sin límite de tiempo, como ciudadanas que son con iguales derechos políticos que el resto de colombianos y colombianas, más allá de dicha circunscripción transitoria de paz. Pero esto dependerá de su capacidad política para organizarse y expresarse como tal, sin dejarse esquilmar su representación política por oportunistas y mucho menos por sus victimarios, sean de extrema izquierda o derecha.

Las verdades del Paro Nacional

Es esta realidad de violencias, exclusión económica y social, con sus humillaciones centenarias a la mayoría de población, la que nos está revelando este paro prolongado, con toda la crudeza y violencia letal de la Fuerza Pública y de los bloqueos en carreteras y vías, atenuados por los corredores humanitarios. Por primera vez una protesta social está afectando la vida de todos, en las ciudades y en el campo, y nos está revelando las imposturas, hipocresías e incoherencias de unas instituciones políticas tanáticas y corruptas que se revisten con falsos oropeles democráticos. Esas instituciones están quedando desnudas ante el mundo. Están mostrando todas sus miserias y fealdades, las engendradas por la corrupción de un país político que se niega a ser superado por el país nacional, recurriendo para ello a las mentiras de la diplomacia en el exterior[4] y a la violencia policial y militar en el interior. Sin duda, estamos en la encrucijada histórica de empezar a desmantelar ese país político para que sea el país nacional el que confiera sentido y dote de legitimidad política y social a las instituciones estatales. Que las convierta en instituciones vitales, apoyadas ampliamente por la población, para despojarlas de ese contenido tanático que siempre han tenido y por el cual recurren a la fuerza y la violencia sistemática y periódica para sostenerse.

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