LA HORA DE LAS
VERDADES
Octubre 6 de 2019
Hernando Llano Ángel[1]
Una
forma de interpretar e intentar comprender nuestra inverosímil realidad
política, es reconociendo que estamos llegando a la hora de las verdades. Que
todos los días asistimos a mayores y más escandalosas revelaciones, pese al
intento de la mayoría de sus protagonistas políticos por ocultarnos sus
actuaciones y evadir sus responsabilidades. Incluso, fugándose acrobáticamente
como la ex-congresista Aída Merlano[2]. O, lo que es peor,
pretendiendo eludir el cumplimiento de la ley como hace el partido Conservador,
el abanderado del orden y las buenas costumbres, al resistirse a dejar la
“silla vacía” de la curul de Merlano, obtenida con la compraventa de votos, ya demostrada
judicialmente.
Las verdades del
Acuerdo de Paz
En
gran parte, esta coyuntura de verdades se debe al Acuerdo de Paz, el cual fue
posible en virtud del reconocimiento de la existencia de un conflicto armado
interno, en lugar de persistir en la pesadilla de una guerra sin cuartel contra
el terrorismo. Una guerra tan profundamente degradada que el 81% de las
víctimas fueron civiles y el 19% combatientes, según las rigurosas investigaciones
realizadas por el Centro Nacional de Memoria Histórica, recopiladas en su
informe “¡Basta Ya! Colombia: Memorias de guerra y dignidad”[3], las cuales también pueden
apreciarse en su desgarrador y hermoso documental “No hubo tiempo para la
tristeza”[4]. Claro está que no hay
acuerdo sobre el número de las víctimas y los horrores a que fueron sometidas,
mucho menos sobre la identidad de los principales responsables. Por tal
magnitud del horror, vivimos en un régimen político electofáctico que niega de
tajo la democracia, pues en lugar de permitir contar las cabezas en elecciones
libres y legales, permite cortarlas sin poder contarlas con certeza.
Precisamente para evitar que ello siga aconteciendo, el Acuerdo de Paz, en su
quinto punto, definió un complejo y articulado Sistema de Justicia, Verdad,
Reparación y no Repetición (SJVRNR), constituido por la Jurisdicción Especial
de Paz (JEP), la Comisión de Búsqueda de la Verdad, la Convivencia y la no
Repetición y la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas. Dicho
sistema debe contribuir a la desafiante labor de reconciliar la Justicia con la
Paz, para evitar de un lado la impunidad total de los crímenes más graves y, de
otro, la perpetuación de este conflicto, con su inadmisible e inagotable
capacidad de generar más víctimas, por la obsesión de imponer una justicia
draconiana y punitiva a los principales perpetradores de dichos crímenes.
El difícil equilibrio
de paz con justicia
Y
ese difícil equilibrio es la tarea más compleja que debe abordar la JEP. La
clave para alcanzarla es que ante ella comparezcan todos los responsables de la
barbarie del conflicto armado y cuenten la verdad completa sobre sus crímenes.
Tanto los insurgentes, como los miembros de la Fuerza Pública, los altos
funcionarios del Estado y los terceros particulares que los auspiciaron y
financiaron.
No a las verdades
parciales y a las polarizaciones criminales
Ya
lo están haciendo los miembros del otrora Secretariado de las FARC-EP, pero han
empezado a contar solo su verdad sobre los motivos y las justificaciones para
la práctica generalizada y sistemática del secuestro de civiles y la toma de
rehenes de numerosos miembros de la Fuerza Pública. Según sus palabras, los
cometieron por la implacable lógica de la guerra, para ajustar cuentas con el
enemigo y garantizar la financiación de su causa. Una verdad tan parcial,
insuficiente e inadmisible, como esa búsqueda desesperada de resultados por
parte de la Fuerza Pública que engendró los terroríficos falsos positivos, en
cumplimiento de la Directiva O29 de 2005[5] y la mal llamada
“seguridad democrática”. Sin duda, “La verdad es la primera baja en toda
guerra”, como reza el proverbio inglés. Y esa verdad es que todas las partes en
una guerra terminan degradando su propia condición y dignidad humana cuando la
subordinan al triunfo de sus causas, sin importar su presunto carácter
“revolucionario” o “democrático”. Por eso el heroísmo de los combatientes,
tanto el del insurgente guerrillero como el del soldado y oficial valiente, es
tan peligroso y funesto. Todavía más en un conflicto armado interno como el
nuestro, donde los civiles estamos en medio de la refriega, como sucedió en el
Palacio de Justicia el 6 y 7 de noviembre de 1985, en el epicentro de la
capital y de los poderes públicos, o en el periférico y horripilante de la
iglesia de Bojayá, entre las Farc y los paramilitares. Pero es mucho más grave
y deplorable que los ciudadanos tomemos partido apasionado en la justificación
y pretendida legitimación de los crímenes de uno u otro bando. En la oda
triunfal de los líderes revolucionarios, elevados al pedestal de la Historia, o
en la defensa visceral de los líderes democráticos, santificados en el altar de
la inmunidad evadiendo la Justicia y avalando la intangibilidad e impunidad de
sus delitos. Algo tan absurdo, como imaginar que Rodrigo Londoño (alias, Timochenko)
merezca un monumento por su gesta guerrillera o que, su contraparte, Álvaro
Uribe Vélez, deba ser consagrado héroe y salvador de la democracia, más allá de
la verdad de los hechos, las pruebas de la justicia y del ordenamiento legal.
Ya
lo había advertido lúcidamente Albert Camus, en su ejemplar ensayo “El hombre
rebelde”: “A partir del momento en que por falta de carácter corre uno a darse
una doctrina, desde el instante en que se argumenta el crimen, éste prolifera
como la misma razón, toma todas las figuras del silogismo. Era solitario como
el grito; heló ahí universal como la ciencia. Ayer juzgado, hoy legisla”. Lo
que hoy debemos afrontar como ciudadanía --en esta incierta transición cuando
por primera vez en nuestra historia se emplaza a todos los victimarios para que
nos cuenten la verdad de sus acciones y asuman plenamente la responsabilidad de
las mismas frente a la sociedad y sus innumerables víctimas-- es si vamos a
continuar aceptando que el crimen no sólo legisle, sino que además continúe
impunemente gobernando. Estamos llegando a la hora de las verdades y estas
elecciones regionales son una buena oportunidad para emitir nuestro juicio,
bien a favor de la complicidad de la política con el delito y la corrupción o,
de su repudio y condena, aligerando así al sistema judicial y los órganos de
control de una responsabilidad que casi siempre cumplen tardíamente. El próximo
27 de octubre vote a conciencia, no por conveniencia o animadversión.
[1]
Miembro de la fundación “La paz querida”, capítulo
suroccidente: https://lapazquerida.com/ y Foro por Colombia, capítulo suroccidente: https://www.facebook.com/forosuroccidente/.
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