DEL MITO
CONSTITUYENTE Y LA MITOMANIA CONSTITUCIONAL
Hernando Llano Ángel.
Todo
parece indicar que la política colombiana discurrirá, al menos hasta las
elecciones del 2026, entre la montaña mágica del poder constituyente y la
llanura prosaica del poder constituido. Pero como todos estamos inmersos en el
lodazal de la vida cotidiana, aturdidos por el vértigo de los cambios
ministeriales, la crisis diplomática con Estados Unidos, las avalanchas
mortales del invierno y la violencia ubicua que no cesa, esa montaña mágica
parece un delirio presidencial más. Un delirio que preocupa y desvela a la
oposición mayoritaria en el Congreso, pues en estos tiempos aciagos puede
arrastrarla por una incontenible pendiente y convertirse en una avalancha que
acabe por desvencijar aún más el endeble tablao del poder constituido. Es un
clima de incertidumbre e ingobernabilidad agravado por el fantasmal poder
constituyente de la octava papeleta, sacada del cubilete petrista por el
ministro de justicia y del derecho, Eduardo Montealegre, quien pretende ser el
guía de esa expedición y aventura que culminaría en la montaña mágica de una
nueva Asamblea Constituyente. Una Constituyente que deberá convocar el próximo
gobierno, si en las elecciones del 8 de marzo del 2026 para el Congreso lo
expresa en las urnas una mayoría relevante de electores. Sin duda, se pretende
reeditar la gesta de la 7 papeleta, que culminó en la Constituyente del 91 y la
Carta Política actual. Séptima papeleta que transitó por un camino totalmente
heterodoxo e inconstitucional a la luz de la Constitución de 1886, como bien lo
consignó el entonces Procurador General de la Nación, doctor Alfonso Gómez
Méndez, en su concepto ante la Corte Suprema de Justicia sobre el decreto-ley
de estado de sitito del entonces presidente Virgilio Barco Vargas que ordenó
contabilizarla.
¿De la 7 a la 8 papeleta?
Posteriormente
la Corte Constitucional mediante auto 003 de 1992 consideró que: “La Asamblea Nacional Constituyente que
expidió la nueva Constitución Política de Colombia fue un poder comisionado del
pueblo soberano. Su fuerza jurídica era
fáctica, pues provino de un hecho político-fundacional, más no jurídico. Ella
actuó no por orden de la Constitución de 1886 y sus reformas, sino por fuera de
ella, contra ella, por disposición directa del pueblo en un período de
anormalidad constitucional. En este sentido, la comprensión del proceso
colombiano de reforma se encuentra en el concepto de anormalidad constitucional; y este concepto sólo puede ser definido políticamente, por ser acto fundacional,
pues se refiere a un presupuesto del
derecho que todavía no es jurídico”.
Todo parece indicar que la octava papeleta, desde la perspectiva del actual
gobierno, pretende inscribirse en el contexto de “anormalidad constitucional”,
por la dificultad para tramitar sus principales reformas sociales en el
Congreso ante la incapacidad de concertar con la oposición los puntos más
controvertidos. Concertación que solo fue posible en el caso de la reforma
laboral cuando el Ejecutivo amenazó con la convocatoria de una Consulta Popular
para no claudicar en sus alcances y contenidos sociales y dejar así en manos
del pueblo o la ciudadanía su aprobación.
¡Vigencia
constitucional, en lugar de anormalidad constitucional!
Ya
conocemos el resultado, que fue una concertación forzada, más que consensuada,
pero que solo después de 34 años permitió cumplir con los principios
fundamentales del artículo 53[i] de la Constitución
Política: “La ley, los contratos, los acuerdos y convenios de trabajo, no pueden
menoscabar la libertad, la dignidad humana ni los derechos de los trabajadores”.
En otras palabras, lo que parece estar en disputa no es la anormalidad
constitucional sino más bien la aplicabilidad y vigencia de la Constitución del
91en sus artículos axiales referidos al Estado Social de derecho, artículo 1[ii]: “Colombia está fundada en el respeto
de la dignidad humana, en el trabajo
y la solidaridad de las personas que la integran y en la prevalencia del
interés general”; la igualdad en su artículo 13[iii]: “El Estado promoverá las condiciones para que la igualdad sea real y efectiva y adoptará medidas en favor de grupos
discriminados o marginados”; artículo 49 sobre la salud[iv]: “La atención de la salud y el saneamiento ambiental son servicios públicos a cargo del Estado.
Se garantiza a todas las personas el
acceso a los servicios de promoción, protección y recuperación de la salud”, para ello, se debe “establecer las competencias de la Nación, las entidades territoriales y los particulares
y determinar los aportes a su cargo en
los términos y condiciones señalados en la ley” y, por último, el
artículo 22, el más breve y vital de todos: “La paz es un derecho y un deber
de obligatorio cumplimiento”. No queda duda que dichos artículos solo
tienen una vigencia nominal, pero no normativa, pues no regulan en forma
efectiva la vida social y cotidiana de todos los colombianos.
La mitomanía
constitucional
Así
las cosas, más allá del colapso inminente del sistema de salud por su crisis
estructural de financiación, donde solo 6 de las 29 EPS son viables, como lo
advierte el reciente informe de la Contraloría General de la Nación[v] y la difuminación de la
Paz Total en una especie de neofeudalismo criminal que confina comunidades
indígenas, campesinas, afros en sus territorios y elimina a sus líderes
sociales, lo que se precisa es una gobernabilidad constituyente en lugar del
espejismo y el mito del constituyente primario. Gobernabilidad que no se podrá
alcanzar apelando solo a una 8 papeleta y mucho menos contemporizando con la
mitomanía constitucional en que nos debatimos, pues sin cumplir los artículos
mencionados, seguiremos viviendo en los estados de cosas inconstitucional (ECI)que
periódicamente declara la Corte Constitucional. “Dicho uso se acrecentó en el año 1998 al declarar el ECI en siete
ocasiones más: T-153/98 (prisiones), SU-250/98 (carrera notarial), T-289/98
(salarios Ciénaga, Magdalena), T-559/98 (mesadas pensionales Chocó), T-590/98
(personas defensoras de derechos humanos), T-606/98 (prisiones), T-607/98
(prisiones); y ser utilizado como expresión referencial en otras cuatro
decisiones: C-229/98, T-296/98, T-439/98 y T-535/98”[vi].
Esa mitomanía, la de no cumplir y actuar parcialmente la Constitución, se
ha profundizado durante estos 34 años de la proclamación de la Carta por falta
de actores políticos comprometidos con su vigencia y hoy se expresa
dramáticamente en las 60 reformas a que ha sido sometida, sin que todavía hayamos
podido cumplir este sabio aforismo de Norberto Bobbio: “La vida política se desarrolla a
través de conflictos jamás definitivamente resueltos, cuya resolución se
consigue mediante acuerdos momentáneos, treguas y esos tratados de paz más
duraderos que son las Constituciones”. Lamentablemente, la Constitución
desde su nacimiento no fue ese tratado de paz, pues el entonces presidente
César Gaviria y su ministro civil de defensa, Rafael Pardo Rueda, declararon la
guerra integral[vii]
contra las Farc-Ep, crearon las CONVIVIR[viii], matriz del
paramilitarismo y las AUC y, para completar, el Estado Social de derecho fue
eclipsado por su Apertura Económica[ix] y credo neoliberal. Lo
demás, es historia conocida y padecida por todos hasta el presente.