lunes, noviembre 18, 2019

Entre urnas, tumbos y tumbas.



ENTRE URNAS, TUMBOS Y TUMBAS


(noviembre 11 de 2019)
Hernando Llano Ángel.

No se habían cerrado las urnas en todo el territorio nacional y ya se abrían más tumbas en el Cauca. Vertiginosamente pasamos de los jolgorios electorales a las ceremonias funerales. Y todo sigue igual. Una es la Colombia citadina que celebra y otra la indígena y rural que llora. Celebramos indolentes y sin memoria una supuesta democracia en donde cada día se cortan más cabezas de líderes sociales y defensores de derechos humanos sin ser siquiera posible contarlas. Pronto olvidamos que en las pasadas elecciones fueron asesinados ocho candidatos y que van cerca de 169 exguerrilleros de las Farc ya enterrados, en lugar de reincorporados. A ellos, se suman más asesinatos de líderes sociales y defensores de derechos humanos, cuyo número supera los 125 miembros de comunidades indígenas en el último año, sin contar las víctimas mortales de otros sectores sociales. Una matanza tan sistemática como la ininterrumpida celebración de elecciones: esa especie de carnaval macabro celebrado por más de 60 años bajo la coartada perfecta de la impunidad política, brindada por  una “democracia” tanática. Una coartada que ya se desvaneció en Bolivia, con la renuncia forzada de Evo Morales, aunque quizá sea el comienzo de otra peor, bajo la égida de un nuevo autoritarismo aupado por la indignación de amplios sectores sociales inconformes con el caudillismo de Evo y su obsesión de “presidente eterno”. También se empieza a desvanecer el embrujo de la “democracia mercadocrática” en otras latitudes, como Ecuador y Chile, donde la ciudadanía ya no parece dispuesta a tolerar más gobiernos cleptocráticos, sean de derecha o izquierda, expertos en robar las expectativas y justas demandas ciudadanas, en beneficio del mercado o la perpetuación de liderazgos caudillistas y autoritarios, putrefactos como el de Maduro.

¡Por fin, ganó la política!

Y frente a ese panorama mortal, convulso e incierto en la vecindad, tuvimos en nuestras principales ciudades resultados electorales sorprendentes: ganaron candidatos comprometidos realmente con la política, la diversidad, la justicia, la paz y la búsqueda de la verdad. Candidatas y candidatos que no hacen de la lucha contra la corrupción y la politiquería una consigna electoral, como la falsa cruzada maniquea del Centro Democrático, sino una vocación vital refrendada públicamente con coraje y veracidad. Candidatos y candidatas que, como Claudia López, revelan sin tapujos lo que son y lo que hacen. Que han contribuido, con valor y lucidez, a depurar el escenario político de impostores, corruptos y narcoparapolíticos, cuyo amplio espectro partidista y delincuencial va desde el Centro Democrático, pasando por Cambio Radical, el partido Liberal hasta el Conservador[1],  con la reciente fuga acrobática de Aida Merlano. Ganaron aspirantes a cargos públicos que tuvieron el suficiente valor y carácter civil para superar la manipulación de líderes que, como Álvaro Uribe y Gustavo Petro, buscan vanamente dividir a Colombia entre buenos y malos, derecha e izquierda, convirtiendo la política en una cruzada de fanáticos incapaces de pensar más allá de sus privilegios, prejuicios, simpatías y odios personales. Así pueden interpretarse triunfos inimaginables e improbables, como los de Daniel Quintero, en Medellín, William Dau, en Cartagena y Carlos Mario Marín en Manizales, para nombrar solo algunos. También asistimos al triunfo de la diversidad y la pluralidad, superando atavismos y fundamentalismos religiosos, expresado en la elección de 21 candidatos LGBTI en 12 Concejos, 5 JAL, 3 Asambleas y la alcaldesa de Bogotá, con 1.108.541 votos. El reconocimiento del liderazgo femenino indígena, con las alcaldesas Mercedes Tunubalá, en Silvia, Cauca, y Aura Cristancho, de la comunidad U’wa, en Cubará, Boyacá. Incluso el triunfo de reincorporados de las Farc, como Guillermo Torres, en Turbaco, Bolívar y Eduardo Figueroa en Puerto Caicedo, Putumayo. 

En fin, la expresión de una ciudadanía que votó en forma independiente, afianzando un ejercicio de la política más allá de redes clientelistas, miedos imaginarios, prejuicios invencibles y necesidades apremiantes, que antes le impedía deliberar y votar libremente. Una ciudadanía que ya había expresado su repudio al establecimiento político con más de 11 millones de votos en la consulta anticorrupción, superando incluso los obtenidos por Iván Duque para la presidencia, esbozando así el nacimiento de una legitimidad más allá de los partidos y del mismo Congreso. El lento despertar de una Colombia democrática que no quiere seguir muriendo en manos de políticos impunes, incompetentes y corruptos, que periódicamente ganan las elecciones a punta de coaliciones, como lamentablemente sucedió en el 78.9% de las gobernaciones, donde sí contaron mayoritariamente los votos de las maquinarias, las redes clientelistas en el campo y en los pequeños municipios. En síntesis, elecciones de transición entre una nueva Colombia, que confía en liderazgos renovados y otra que aún continúa, por muy diversas circunstancias y complejos factores, confiando en los mismos de siempre. Una Colombia anacrónica que no exige cuentas por las cuestionadas ejecutorias de sus partidos y candidatos, los cuales refrenda una vez más en las urnas, quizá por conveniencia, conformidad, miedo, indolencia o esa falsa prudencia de elegir con certeza un mediocre conocido a la incertidumbre de votar por un nuevo desconocido. Pero también, una Colombia ingenua frente a candidatos conocidos de autos, habilidosos tránsfugas y travestís políticos profesionales, capaces de hacer coaliciones hasta con el diablo con tal de ganar las elecciones, como aconteció en Cali y en otras importantes ciudades.

De tumbo en tumbas

Y frente al anterior policromo panorama electoral, donde brilla hasta el arcoíris en Bogotá, sucede todo lo contrario en el ámbito presidencial, donde predomina el gris de la mediocridad y el púrpura de la violencia, la mortandad y la impunidad. Así sucedió con el bombardeo al campamento de “Gildardo Cucho” en San Vicente del Caguán, tan implacable y deplorable, que cobró la vida de ocho menores de edad, cuya identidad fue ocultada y casi negada, de no ser por el debate y las denuncias del senador Roy Barreras en la moción de censura contra el inefable exministro de defensa Guillermo Botero. Más allá de la controversia y las interpretaciones sobre la aplicación o no del Derecho Internacional Humanitario en dicha operación, lo absolutamente grave e inadmisible es el comportamiento del presidente Duque, su ministro y la cúpula militar. Para empezar, la forma exultante y victoriosa como fue celebrado el bombardeo por el presidente Duque: “una operación impecable y meticulosa”, sin mención alguna a los ocho menores allí desmembrados y sacrificados. Expresión muy parecida a la del exministro Botero cuando se refirió al asesinato del reincorporado de las Farc, Dimar Torres: “Si hubo un homicidio ha tenido que haber alguna motivación”. Hoy sabemos que tal motivación fue el odio y la venganza de un oficial, quien estimuló su asesinato, como lo reveló la Fiscalía: A ese ‘man’ no hay que capturarlo, hay es que matarlo porque no aguanta que se vaya de engorde a la cárcel, escribió el oficial en un grupo de WhatsApp, que Gómez Robledo creó con el nombre de Dimar Torres, como lo informó la revista Semana en la edición número 1957 (https://www.semana.com/nacion/articulo/crimen-de-dimar-torres--subteniente-john-javier-blanco-barrios-lo-sabia-todo/638816)

La fatal superioridad moral.

Lo que hay detrás de tales expresiones es esa fatal superioridad moral de la que están revestidos e investidos tantos funcionarios de este gobierno, miembros de la Fuerza Pública y seguidores del Centro Democrático, quienes tienen la absoluta certeza que su violencia es buena y  legítima per se --sin consideración alguna a los límites impuestos por el DIH, la Constitución, las leyes y la dignidad humana— y que por tanto se consideran a sí mismos eximidos por completo de responsabilidad y hasta de sensibilidad. A tal punto, que ni siquiera hoy han expresado condolencias y respeto ante el dolor de los familiares de los menores, doblemente victimizados por el reclutamiento repudiable de sus hijos por “Gildardo Cucho” y la “impecable y meticulosa” operación oficial que los desmembró. Y para cerrar este vergonzoso episodio del poder ejecutivo con broche castrense, el entonces ministro Botero lleva al Congreso una numerosa comitiva de altos oficiales del Ejército para que lo respaldaran, casi como una barra brava, en su imposible defensa frente a tan exitoso operativo. Una operación “impecable y meticulosa”, propia de un estilo presidencial que gobierna de tumbo en tumbo y llena cada día más de tumbas esta ejemplar “democracia”. Razón tenía Don Miguel de Unamuno: “Es más fácil civilizar un militar que desmilitarizar un civil”,  como bien lo demuestran el senador Álvaro Uribe con el Centro Democrático e Iván Márquez con su “Nueva Marquetalia”. Curiosamente, ambos proclaman en sus discursos una “democracia más profunda”, con justicia y paz, pero en la práctica promueven bombardeos y emboscadas que siembran los campos de nuevas tumbas y fosas comunes. Por fortuna, las últimas elecciones demuestran que ambos están en minoría. Que cada vez los colombianos preferimos contar en las urnas más cabezas, vivas y diversas, y repudiamos que aumenten las decapitadas para sumarlas a la igualdad lúgubre de la muerte. Ojalá los próximos partes presidenciales, después del paro nacional del 21 de noviembre, celebren la vida y el derecho a la protesta ciudadana; el camino de los acuerdos sociales y no el de las victorias militares. Las manifestaciones ciudadanas son expresiones de vida y poder, no de violencia y miedo, menos de destrucción y muerte, como quedó demostrado hace treinta años con la caída del muro de Berlín. En América Latina hoy la democracia está cada día más en las calles y menos en los aposentos oficiales. Algo que apenas empieza a comprender Piñera, después de más de 20 muertos. Convendría que el presidente Duque lo comprendiera ya, en lugar de seguir sumando miles de muertos en defensa de este régimen y orden tanático, que ha negado por más de 60 años los derechos políticos y sociales a las mayorías en beneficio de privilegiadas minorías. Hoy está despertando el país nacional, con su rostro diverso, joven, plebeyo y alternativo, cansado del país político con su rostro formal y maquillado de patricios y patrones eternos, presidido por un joven Duque tras el cual gobiernan los mismos de siempre. Aquellos que todavía creen que Colombia se puede gobernar como una ubérrima hacienda familiar. Pero está terminando el tiempo de los patrones y empieza el de los ciudadanos.

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