jueves, mayo 30, 2019

Santrich: Verdades ocultas y nudos ciegos de la política nacional.


SANTRICH: VERDADES OCULTAS Y NUDOS CIEGOS DE LA POLÍTICA NACIONAL

Hernando Llano Ángel.

Santrich personifica, en forma irónica y cruel, los nudos ciegos más difíciles de ver y desatar de la realidad nacional: el narcotráfico, la política y la extradición. Son nudos casi imposibles de romper porque a ellos se encuentran atados todos los protagonistas de la vida política nacional y cada uno tira para su lado en función de sus propios intereses: los narcotraficantes, con su codicia insaciable; los políticos, con la financiación periódica de sus campañas; la insurgencia, con recursos inagotables para la guerra; el Estado con sus “Planes Colombia y Patriota” y los narcoparamilitares aprovechando en forma oportunista todo lo anterior. Por eso, hemos terminado enredados en una maraña de violencia, ilegalidad y corrupción, pagando con innumerables muertos una guerra perdida. Tal es el nudo del narcotráfico que, al menos desde el gobierno de López Michelsen, a través de la llamada “ventanilla siniestra” del Banco de la República, se encuentra inextricablemente unido a la política y la economía nacional de las más variadas e inimaginables formas, siempre dinámicas y mutantes. Es un nudo sangriento que se empezó a tejer hace varias décadas. Sus puntadas iniciales fueron dadas en Estados Unidos por Nixon[1] y ahora están fuera de nuestro alcance, pues el entramado del prohibicionismo es de carácter internacional, así como la poderosa economía criminal que él mismo estimula.

El nudo ciego de la extradición

Al nudo político del prohibicionismo pronto se agregó otro, el jurídico, con el Tratado de Extradición entre Colombia y EE.UU. Y a éste se sumó, con su aplicación forzada, después del magnicidio del ministro de justicia, Rodrigo Lara Bonilla, el más grave de todos: el nudo del narcoterrorismo con su violencia letal y la corrupción política, que no cesan de causar  magnicidios, masacres, financiación de políticos y degradación del conflicto armado interno. Al punto que para neutralizarlo transitoriamente, la Asamblea Nacional Constituyente prohibió la extradición de colombianos por nacimiento, como figuraba en el artículo 35, ya derogado, de nuestra Carta política. Ahora este gobierno está desesperado por añadir otro nudo sangriento y venenoso, el nudo irreversible del ecocidio, volviendo a fumigar nuestros portentosos bosques con glifosato[2], sin importar su doble devastación y el  grave daño que causa a la salud de la población campesina.

El prohibicionismo falaz y criminal

Todo ello, revestido de una retórica tan grandilocuente como falaz: la lucha contra la criminalidad y el “flagelo del narcotráfico”, en defensa de la “soberanía nacional” y la salud de nuestros niños y jóvenes. Cuando los efectos de dicha guerra, librada desde hace ya más de medio siglo, han sido precisamente todo lo contrario: el aumento de la criminalidad –desde la institucional del proceso 8.000, la narcoparapolítica, la narcoguerrillera y las casi invisibles narcofinanciera y narcoempresarial— más la pérdida paulatina de la soberanía estatal. A tal extremo, que hoy el gobierno nacional y la inmensa mayoría de colombianos han olvidado que la primera función de un Estado soberano es el ejercicio de la justicia y no su delegación a otro Estado, pues ello lo convierte paulatinamente en una especie de protectorado, sometido a las exigencias del Estado protector. Quizá por ello el embajador norteamericano considero lo más normal invitar a los congresistas a desayunar y a los magistrados de la Corte Constitucional a almorzar, para instruirlos acerca de sus funciones en relación con las objeciones presidenciales a la ley estatutaria de la JEP. Luego canceló visas a los magistrados indóciles, con la complacencia servil del presidente Duque y su ministro de relaciones exteriores, quienes expresaron que respetaban las decisiones soberanas  propias de cada Estado. Con tal beneplácito, terminaron reforzando el nudo ciego de la sumisión y la humillación en política internacional. Es por todo lo anterior que, mientras más se insista en ganar heroica y militarmente la guerra contra el narcotráfico, más vidas se perderán y más nos hundiremos en el campo cenagoso de la corrupción, la depredación de nuestra biodiversidad, la dependencia neocolonial y la vorágine de violencia y codicia sin límites, que alimenta a todos los narcodependientes: el gobierno nacional, la insurgencia, los narcoparamilitares, los Estados Unidos de Norteamérica y su parafernalia de instituciones como la DEA, CIA, además de las redes financieras, empresariales y comerciales nacionales e internacionales dedicadas al lucrativo blanqueo. Sin duda, el crimen paga muy bien y en todos los ámbitos, desde el muy legal de la frondosa burocracia dedicada a su persecución hasta el semiilegal de la producción e importación de insumos químicos –al que se dedicó el “accidentalmente” fallecido  Pedro Juan Moreno, mano derecha del entonces gobernador de Antioquia, Álvaro Uribe Vélez—  y  obviamente enriquece a  quienes se asocian con los capos para sus exitosas carreras políticas y empresariales. Esas son las consecuencias del prohibicionismo y sus maniqueos promotores: “el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones”.

Los nudos a desatar

Para empezar a desatar semejantes nudos gordianos, habría que comenzar por reconocer dos verdades que, por lo evidentes, son sistemáticamente negadas y ocultadas. La principal, es que la primera baja en toda guerra  --como reza el refrán inglés--  es  la verdad y con ella la identidad del enemigo. Y la verdad que nos falta reconocer es que la guerra contra el narcotráfico se libra en el campo de batalla equivocado y contra un enemigo invencible. Nunca se va a ganar fumigando la naturaleza y declarándola ilegal –sea la marihuana, la coca o la amapola-- pues el campo de batalla en donde realmente se libra dicha “guerra”, donde ella se gana o se pierde, es en la mente de los millones de consumidores que demandan la droga para poder vivir. Es allí donde debe librarse, en esa insaciable demanda que estimula una oferta creciente. Y las armas para ganarla no son principalmente las militares, ni las policivas o las judiciales, sino unas más complejas y diversas, de orden cultural, educativo, preventivo y existencial, aquellas que dotan de valor y sentido la propia vida de cada persona y el conjunto de una sociedad. Por eso la identidad del auténtico enemigo no es el narcotraficante, apenas un chivo expiatorio del prohibicionismo, que estimula su ambición capitalista y su violencia criminal. Bien lo señaló Milton Friedman, premio nobel de economía de 1976, "si analizamos la guerra contra las drogas desde un punto de vista estrictamente económico, el papel del gobierno es proteger el cartel de las drogas. Eso es literalmente cierto", puesto que aumenta sideralmente sus ganancias.  Por eso, la absurda guerra contra las drogas ha terminado convirtiendo en su principal enemigo a la naturaleza (“la mata que mata”) y a la propia humanidad, aquella que “no puede soportar tanta realidad”, según el poeta T.S Eliot, y recurre desde tiempos inmemoriales al consumo de drogas socialmente toleradas y promovidas como el licor, debidamente regulado, que nos permite sobrellevar ese peso agobiante en rituales periódicos de alegría y evasión. Seguramente por ello, hoy en ocho Estados norteamericanos el uso de la marihuana recreacional es legal: Alaska, California, Colorado, Washington, Massachusetts, Nevada, Oregon y Washington D.C. Así se va desatando el nudo del consumo asociado a la criminalidad, la clandestinidad, la ilegalidad y las ganancias de unos pocos. Pero sobre todo, se va aflojando el nudo más recóndito y originario, que es esa mentalidad conservadora, represiva y autoritaria que teme el ejercicio de la libertad personal de los adultos, a quienes niega de entrada su dosis mínima de responsabilidad, y los somete a multas y castigos, estigmatizándolos como criminales y degenerados, que deben ser condenados al escarnio público y a tratamientos regeneradores. Paradójicamente, es esa mentalidad “virtuosa” la que termina haciendo más daño político, social y ecológico, al punto que considera el glifosato y la extradición como sus principales armas. Esa mentalidad maniquea, de los “buenos ciudadanos” contra los “malos”, es la que niega la segunda verdad evidente: el narcotráfico en nuestra sociedad es mucho más que un delito conexo al político, es una actividad inmersa en la política, al menos desde la campaña presidencial de 1982, como lo reconoció con cínica lucidez Alfonso López Michelsen en entrevista con Enrique Santos Calderón en su libro “Palabras pendientes. Alfonso López Michelsen”:

“Posteriormente, cuando terminaron las elecciones, en las que participaron como candidatos, además de mi persona, Belisario Betancur y Luis Carlos Galán, se nombró una comisión investigadora sobre el ingreso de los llamados dineros calientes a las campañas, comisión que absolvió de culpa a los tres grupos. Lo cual no resultaba muy afortunado, porque se examinaron las cuentas de Bogotá y, por ejemplo, las de Belisario funcionaban en Antioquia. Su tesorero era Diego Londoño, que después trabajó como gerente del metro de Medellín, y que tenía relaciones muy cercanas con Pablo Escobar. Hoy se encuentra preso. Pero, del otro lado, está también el caso de Rodrigo Lara Bonilla, que es aún más impresionante porque la mafia le metió un cheque que a la postre le costó la vida” (Santos, 2001, p.142).

De tal suerte que si se pudiera extraditar a todos los políticos relacionados directa o indirectamente con el narcotráfico –obsesión actual del presidente Duque y su partido el Centro Democrático— probablemente el escenario político nacional no tendría protagonistas y quedara semivacío, empezando por el “presidente eterno”, que está en deuda de explicar y responder a todos los colombianos cómo siendo Director Nacional de la Aeronáutica Civil se expidieron tan numerosas matrículas a aeronaves de narcotraficantes y de licencias a pistas de aterrizaje privadas, desde las cuales salieron toneladas de cocaína para Estados Unidos. Licencias que fueron canceladas posteriormente por decisión del entonces ministro de justicia, Lara Bonilla. Bien lo expresó Sartre: “Nada es más respetable que una impunidad largamente tolerada”. Y habría que agregar: más perturbador, decadente y mortal para cualquier sociedad.

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