miércoles, junio 17, 2009

DE-LIBERACIÓN

(calicantopinion.blogspot.com)
Junio 17 de 2009

De la constitucionalidad fáctica a la criminalidad constitucionalizada


Hernando Llano Ángel

Este puede ser el titulo de una crónica de ficción constitucional, proyectada por la imaginación desbordada de una mente sin contacto alguno con la realidad política nacional. Pero también puede ser lo contrario. Una crónica realista que concatena los acontecimientos más relevantes de los últimos 20 años de la vida política nacional, para llegar a la conclusión desoladora de su título. Una crónica que tiene como hilo conductor esa relación inseparable e inextricable entre la política y el crimen, la cual ha determinado y lo sigue haciendo tanto los escenarios como los actores protagónicos y secundarios en los principales ámbitos de la vida nacional.

Una constitucionalidad fáctica

Por lo tanto, conviene empezar por el ámbito político constitucional, aquel que enmarca y configura todos los demás. Y en el origen de la Carta del 91, en su génesis no estuvo el verbo, sino la sangre y el crimen. El magnicidio de Luis Carlos Galán perpetrado, entre muchos otros, por Pablo Escobar, el 18 de Agosto de 1989. Magnicidio que estuvo precedido por el genocidio de la Unión Patriótica, de su candidato presidencial Jaime Pardo Leal, y posteriormente de la temprana aniquilación de dos de los más prometedores candidatos de la izquierda democrática: Bernardo Jaramillo Ossa y Carlos Pizarro León-Gómez. Entonces hizo su aparición el verbo encendido de los estudiantes bajo el patético nombre de “Todavía podemos salvar a Colombia” y el ingenioso recurso de una “séptima papeleta” para convocar una Asamblea Constitucional.

La leyenda de la democracia participativa

Así comenzó a tejerse la leyenda de un “movimiento estudiantil” supuestamente autónomo y espontáneo, que condujo a la convocatoria de la Asamblea Nacional Constituyente, cuando en realidad de lo que se trató fue de una habilidosa estrategia mediática y gubernamental, donde tras los bastidores de la Casa de Nariño estuvieron figuras tan cruciales en dicho proceso como Manuel José Cepeda Espinosa y Fernando Carrillo, quienes después se desempeñaron respectivamente como asesor constitucional y malogrado ministro de Justicia del entonces presidente Cesar Gaviria. Se desató una actividad frenética de Mesas de Trabajo Constituyentes que formularon más de cien mil propuestas de artículos para la nueva Constitución y un vértigo tal de entusiasmo democrático que la gente se creyó la leyenda de estar pasando de una democracia representativa que nunca ejerció plenamente, pues no tuvo alternativas frente a la impostura “bipartidista” del Frente Nacional, a una democracia participativa donde todos fuimos convertidos en omnímodos constituyentes primarios. Por eso la pregunta que nos convocó, formulada por los asesores del presidente Virgilio Barco, decía: “Para fortalecer la democracia participativa ¿Vota por la convocatoria de una Asamblea Constitucional con representación de las fuerzas sociales, políticas y regionales de la Nación, integrada democrática y popularmente para reformar la Constitución Política de Colombia?”

Pero la realidad era bien distinta y distante de esa exultante expresión ciudadana de voluntad democrática, que entonces representó apenas el 39% del censo electoral vigente, pues tras de ella también estaba la estrategia del crimen organizado que buscaba ponerse a salvo de la extradición, como efectivamente lo logró con el artículo 35 de la Constitución, ya derogado. Entonces no asistimos a un consenso constitucional democrático sino más bien a uno de carácter fáctico, más producto del miedo que del acuerdo, entre otras cosas porque la fórmula de una Asamblea Nacional Constituyente para hacer y expedir la nueva Carta Fundamental desbordaba el marco de la Constitución de 1886. Así lo expresó la nueva Corte Constitucional en uno de sus primeros pronunciamientos (Auto 003 de 1992): “La Asamblea Nacional Constituyente que expidió la nueva Constitución Política de Colombia fue un poder comisionado del pueblo soberano. Su fuerza jurídica era fáctica, pues provino de un hecho político-fundacional, más no jurídico. Ella actuó no por orden de la Constitución de 1886 y sus reformas, sino por fuera de ella, contra ella, por disposición directa del pueblo en un período de anormalidad constitucional. En este sentido, la comprensión del proceso colombiano de reforma se encuentra en el concepto de anormalidad constitucional; y este concepto sólo puede ser definido políticamente, por ser acto fundacional, pues se refiere a un presupuesto del derecho que todavía no es jurídico.”

La criminalidad constitucionalizada

Algo similar parece estar fraguándose en la actualidad, cuando se apela de nuevo a la maleable y volátil voluntad ciudadana, por no decir entusiasta e ingenua, para que por vía del referéndum o una nueva constituyente termine legitimando e instaurando una constitucionalidad criminal. Una constitucionalidad que tiene su actual origen en el delito de cohecho por el cual han sido condenados los ex congresistas Yidis Medina y Teodolindo Avendaño, pero también en una mayoría conformada gracias a los votos de más de 29 ex congresistas que hoy están en la cárcel por concierto para delinquir agravado, en tanto sus curules fueron alcanzadas por la influencia determinante de los paramilitares en aquellas regiones donde obtuvieron el mayor porcentaje de sus votos. Por eso dichos congresistas renunciaron a sus curules, reconociendo tácitamente que su origen como representantes políticos es espurio e ilegítimo. Desde luego, también lo son las decisiones que tomaron, bien al aprobar leyes o al reformar articulitos de la actual Constitución, como el 197, de nuevo en disputa. Precisamente por lo anterior, ahora el mecanismo es más sutil y perverso, pues se apela a las firmas de ciudadanos y ciudadanas, las cuales se obtuvieron violando el límite de la financiación que fijó la ley y el Consejo Nacional Electoral. Es decir, mediante la comisión de un insignificante crimen contable o procesal que, se dirá, en nada mancha la voluntad del “ciudadano soberano”. En efecto, el aporte de “Colombia Primero”, fundación constituida por contratistas y empresarios que han sido generosamente beneficiados por el “Estado Comunitario” de Uribe, sobrepasó en más de setecientos millones de pesos el monto autorizado para la recolección de firmas. Lo más paradójico e irónico de esta picaresca es que todo lo anterior haya sucedido de acuerdo con la Constitución y la ley, como en la famosa zona franca de Occidente de Mosquera, en beneficio de Tomás y Jerónimo. Exactamente lo mismo que con el referendo reeleccionista de Álvaro Uribe Vélez, sin él haber superado tan grave encrucijada en su alma. Se trata de una familia constitucional y legalmente ejemplar, cuyo padre tiene todo el derecho de permanecer 12 años o más en la Casa de Nariño por razones de “seguridad democrática”, pues si la abandona su vida y libertad correrían grave peligro en una sociedad amenazada por el terror de las FARC y las sentencias de jueces y Cortes Internacionales impredecibles.

Ilegitimidad democrática de la criminalidad constitucionalizada

Sin duda, se trata de una criminalidad constitucionalizada, que instaura así un poder presidencial objetivamente basado en la ilegalidad (cohecho) y en la ilegitimidad política (concierto para delinquir agravado), pero que usufructúa la carta del 91 y se aprovecha del desvarío político de sus redactores cuando consagraron que ella podría reformarse con apenas el 25 por ciento de los ciudadanos inscritos en el censo electoral (7.3229.444 a la fecha), que es lo exigido para una referendo constitucional como el actual. Lo anterior significa escamotear al máximo la legitimidad democrática de un Estado, pues permitiría en nuestro caso que apenas el 12.50% (3.664.723, mitad más uno de electores por el sí del 25% mínimo exigido) decidan la suerte de cerca de 29.317.778 ciudadanos inscritos en el censo electoral y de esta forma determinen el carácter hiperpresidencialista y personalista del nuevo Estado. Para evitar ese riesgo, la mayoría de las Constituciones de los Estados democráticos estipulan un mínimo que oscila entre el 35 y 50 por ciento de participación ciudadana para que un referendo constitucional tenga efectos, pues así el destino de toda una sociedad no queda en manos de minorías astutas y criminales, capaces de manipular pasiones tan fuertes y bajas como el odio y el miedo (Escobar y sus extraditables; Uribe Vs FARC) e irrefrenables como la codicia de riquezas y la ambición de poder político (Paramilitares y Para-Uribistas).

Exactamente lo que nos sucede en la actualidad bajo los espejismos del “Estado Comunitario” y la “seguridad democrática”, cuyo verdadera identidad es la de un Estado plutocrático-asistencialista al servicio de la seguridad inversionista. Le asistía toda la razón a Don Miguel Samper, cuando en 1867 escribió: “Al leer tantas Constituciones como las que se expiden en estas tierras, se nos ocurre que en vez de tantos libros consultados para elaborarlas, convendría empapelar los salones de las Cámaras con los cartelones en los que el Doctor Brandreth recomendaba sus píldoras con un aforismo tremendote: “Constitución es lo que constituye, y lo que constituye es la sangre”; sea la que se derrama a torrentes en la guerra, o la que queda en las venas de los señores que legislan, inficionada por los odios, la sed de venganza y la vanidad.”

Han transcurrido 142 años y hemos retrocedido, pues al odio, la sed de venganza y la vanidad ahora se incorpora la criminalidad a la historia constitucional bajo la inspiración y el carisma de Álvaro Uribe Vélez, que para muchos colombianos está situado más allá del bien y del mal, de la Constitución y la ley, aunque bajo su gobernación en Antioquia (1995-1997) los grupos paramilitares, con la asistencia del condecorado y hoy encarcelado General (r) Rito Alejo del Río hayan cometido 939 ejecuciones sumarias, la mayoría de ellas todavía impunes. También en este terreno los logros del presidente Uribe son innegables, ha desmovilizado esos terribles grupos, pero ahora las ejecuciones sumarias atribuidas a miembros de la Fuerza Pública superan el número de 1.000 víctimas. Ha institucionalizado la criminalidad, por ello hoy sus parlamentarios defienden en el Congreso con espíritu de cuerpo que para indemnizar a las víctimas de agentes del Estado éstos primero deben haber sido condenados judicialmente. Valdría la pena que el presidente Uribe volviera a leer el punto 33 de su Manifiesto Democrático donde escribió:”También es terrorismo la defensa violenta del orden estatal”.

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