martes, septiembre 23, 2008

­DE-LIBERACIÓN

(http://www.calicantopinion.blogspot.com/)

El Estado Encapuchado
­Septiembre 21 de 2008
Hernando Llano Ángel.

El debate suscitado por la senadora Gina Parody sobre la inaceptable e intolerable práctica de algunos estudiantes de encapucharse para intervenir en las asambleas universitarias, bien vale la pena extenderlo a otras esferas y ámbitos de nuestra vida institucional, como el Congreso y la misma Presidencia de la República. Así nos percataríamos de que la capucha de tela es inocua e insignificante frente a la capucha mental y moral que predomina en las altas esferas del poder estatal. Sin duda, las capuchas oficiales son mucho más sofisticadas y por eso es casi imposible detectarlas. Incluso pasan inadvertidas para la misma senadora, no obstante ella contar con un psicodélico y vistoso juego de gafas, que siempre luce con ese aire indescifrable de modelo chic o de niña bien que se encuentra en el lugar equivocado.

Capuchas Transparentes

La principal razón por la cual es tan difícil detectar las capuchas oficiales es que parecen auténticas, pues hacen parte de la identidad de sus portadores y ellos las llevan con absoluta naturalidad. Podríamos decir que son transparentes. Así las cosas, es comprensible que la senadora no haya podido detectar que entre los miembros de su partido político, curiosamente denominado partido de la “U”, ya sean diez (10) los congresistas procesados por concierto para delinquir agravado con bandas paramilitares. En otras palabras, que a su lado tenía más encapuchados como Honorables Senadores y Representantes que los tres o cuatro estudiantes que aparecen ocultando su rostro en la famosa arenga en la Universidad Distrital. Lo anterior demuestra que el asunto es más complejo de lo que cree la senadora, pues los encapuchados más peligrosos son los que enseñan sin temor su rostro, pero ocultan su identidad política y verdaderos intereses económicos bajo la investidura que tienen y el cargo oficial que desempeñan. Ellos no son identificables por nuestros ojos, sino por nuestro juicio, pero este suele tardar demasiado para ser certero. El reciente rechazo de la senadora a un tercer período de Uribe, es señal de que empieza a tener mejor juicio. La cuestión es tan compleja, que en muchas ocasiones ni siquiera el juicio de avezados magistrados es suficiente para identificarlos, pues sus actividades oscilan entre la política y el crimen y casi siempre cuentan con coartadas perfectas para su justificación, cuando no con testigos que son descartados por su condición de criminales y mitómanos irredimibles.

“Caras vemos, corazones no sabemos”

Como en el sabio refrán popular, corazones pérfidos se ocultan con facilidad bajo rostros bondadosos. Difícil imaginar que tras las buenas maneras, la fina elegancia y la atemperada voz de Salvatore Mancuso se oculte el temible y sanguinario comandante de las AUC. Seguramente por ello fue escuchado con tanta atención y aplaudido con entusiasmo cuando pronunció su discurso en el Congreso, pues parecía un parlamentario más. De alguna manera las investigaciones sobre la parapolítica y las versiones de los principales ex comandantes paramilitares nos han revelado que son legión los encapuchados en el interior del Estado colombiano. Ellos cumplen sus funciones sin necesidad de portar un antifaz distinto al de su distinguido e importante cargo: Senadores, Representantes, Directores de Institutos Descentralizados, Gobernadores, Alcaldes, Diputados, Concejales, Generales, Coroneles, Fiscales y un extenso etcétera, que todavía ignoramos hasta qué encumbradas instancias y profundas fosas puede llegar. Según el Fiscal General de la Nación, Mario Enrique Iguarán, en la actualidad esa institución adelanta investigaciones contra más de 300 funcionarios por presuntas vinculaciones con grupos armados ilegales. Estamos, pues, literalmente frente a un Estado encapuchado. Pero un Estado que no porta una capucha cualquiera, mugrienta y de tela desteñida, como la que usan en las asambleas algunos estudiantes en Universidades públicas. No. Es un Estado que cuenta con una capucha a salvo de cualquier sospecha, la capucha democrática, siempre reluciente y fragante.

La Capucha Democrática

El Estado colombiano porta una fina y vistosa capucha democrática, parecida al juego de gafas de la senadora Parody, que le permite proyectarse muy bien en todos los escenarios nacionales e internacionales. Pero bajo esa capucha democrática se han ocultado durante más de medio siglo los rostros de conspicuos gobernantes que incurrieron, por acción u omisión, en gravísimos actos criminales. Bastaría mencionar esa preciosa capucha roja y azul llamada Frente Nacional, confeccionada a la medida de la impunidad y la conservación de los privilegios de quienes desataron la vorágine de la Violencia, para después gobernar en nombre de la paz y la reconciliación, sin que hasta la fecha hayan rendido cuentas de la funesta herencia de iniquidad y corrupción que nos legaron.

Sin embargo esa “civilista” capucha luce como un burdo antifaz frente a la que adorna el Estado actual, cubierto con los oropeles de la “seguridad democrática” y los Consejos Comunitarios presidenciales, donde la audiencia queda hipnotizada por el verbo coloquial y familiar de Uribe y las generosas dádivas de Acción Social. Es la capucha del llamado Estado Comunitario que, con la invaluable ayuda de incondicionales medios de comunicación e impactantes denuncias como la de la senadora Parody, logra ocultar hechos tan graves y criminales como los siguientes, someramente mencionados en algunas publicaciones de circulación semanal.

Por ejemplo, la revista Cambio de la semana pasada, bajo el insólito título de “Buena Conducta”, celebra que la Fuerzas Armadas hayan avanzado en el respeto de los derechos humanos, pero señala lo siguiente: “Según cifras del Gobierno, entre 2002 y lo que va de este año, se han registrado ejecuciones extrajudiciales de 470 personas. Por esta razón, el ministro de Defensa, Juan Manuel Santos, viene desarrollando una estrategia para reducir este tipo de conductas”[1]. Y para completar, en un recuadro, destaca los siguientes nombres de oficiales que aparecen gravemente implicados o están siendo investigados por presuntos vínculos con grupos paramilitares: General Mario Montoya Gil; General (r) Julio Charry Solano; General (r) de la Policía Rosso José Serrano; Coronel de la Policía William Alberto Montezuna y Almirante (r) Rodrigo Quiñones. Si lo anterior amerita el título de “Buena Conducta”, no hay duda de que vivimos bajo la capucha de un Estado democrático que logra así ocultar con éxito sus prácticas terroristas. Por eso en el mismo artículo se señala que lo que “más preocupa al Ministerio de Defensa es que 190 ONG, agrupadas en la Coordinación Colombia-Europa-Estados Unidos, presentaron en agosto un informe ante el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas, en Ginebra, Suiza, según el cual en los últimos cinco años aumentó 67.71 por ciento el registro de ejecuciones extrajudiciales. Además, se da cuenta de por lo menos 1.122 casos entre julio de 2002 y Diciembre de 2007, frente a 669 casos entre enero de 1997 y junio de 2002”. Por todo lo anterior se puede concluir que estamos frente a un Estado encapuchado, que luce con desparpajo y criminal cinismo el antifaz de democrático.

[1] - Revista Cambio número 793, 11 al 17 de Septiembre de 2008, página 38.

martes, septiembre 09, 2008

­DE-LIBERACIÓN

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Septiembre 7 de 2008

Un pasado perpetuo y un futuro imperfecto

Hernando Llano Ángel

En nuestra compleja y apasionante realidad política el tiempo no es un asunto cronológico. No tiene esa continuidad lógica del pasado, el presente y el futuro. Más bien sucede lo contrario. Hay momentos, como el actual, donde no sabemos si vivimos atrapados en el pasado o en una especie de presente perpetuo, del cual no podemos evadirnos. Quizá nos sucede lo anterior, porque en política el tiempo es más un asunto de polemología que de cronología. Su sentido y alcance dependen, en lo fundamental, de la intensidad de las polémicas y los conflictos entre sus protagonistas. De allí que el tiempo en que transcurre nuestra política real sea la eternidad. En ella nada cambia, nada sucede, todo permanece inalterado. Es una política casi inamovible, como gusta decir el presidente Uribe. Por eso arrastramos nuestros conflictos y problemas desde tiempos inmemoriales. Somos una sociedad todavía premoderna, donde los “señores de la guerra” ---poco importa el uniforme que lleven--- deciden en vastas regiones del país sobre la vida, la muerte y la libertad de sus pobladores. Dichos “señores de la guerra” se codean, en muchas ocasiones, con quienes constitucionalmente deben proteger la vida, libertad y dignidad de todos y todas. Hoy el protagonista de la noticia es el general (r) Rito Alejo del Río y su alianza estratégica con las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU) para combatir a las FARC, bajo la administración del entonces Gobernador de Antioquia y promotor incondicional de las Convivir, Álvaro Uribe Vélez. Ayer, el protagonista era Guillermo León Valencia Cossio y su relación indirecta con “Don Mario”, gracias a la mediación del distinguido empresario de la seguridad, Juan Felipe Sierra. Mañana, quizá, la noticia sea un funcionario más cercano al presidente Uribe, abusando obviamente de su confianza, como parece que fue el caso de José Obdulio y sus buenos oficios para el ingreso de “Job” a la casa de Nariño, según lo denunciado por el Senador Rodrigo Lara Restrepo.[1]

Un pasado perpetuo

Así las cosas, vivimos en una especie de pasado siempre presente. Sólo 23 años después, emergen de la penumbra del horror oficial de las torturas en los calabozos militares, los rostros de los empleados de la cafetería, rescatados con vida del Palacio de Justicia para ser desaparecidos en la seguridad de las guarniciones militares. Forma trágica y dolorosa de mancillar el imperativo de Santander: “Las armas os han dado la independencia, las leyes os darán la libertad”. La Fuerza Pública en este caso hizo exactamente lo contrario. En 1985 las armas, tanto del M-19 como las oficiales, olvidaron el pasado perfecto de nuestra independencia y libertad y ejecutaron la hecatombe de los Derechos Humanos y el DIH, en el mismo epicentro del poder estatal. La justicia fue inmolada con la complacencia y complicidad del Ejecutivo, sumada a la indolencia e impotencia del Legislativo, bajo la mirada pétrea del Libertador. Para completar el cuadro de macabra ironía, el M-19 ejecutó su acción demencial y criminal con el nombre de “operativo Antonio Nariño, por los Derechos Humanos” y el vocero del ejército, entonces Coronel Alfonso Plazas Vega, declaró estar “manteniendo la democracia y el funcionamiento de las tres ramas del poder público”.

Un momento de horror donde estuvieron de nuevo presentes tres héroes de nuestro pasado: Antonio Nariño, Simón Bolívar y Francisco de Paula Santander, invocados con devoción por los actores protagónicos de semejante holocausto. Todos actuaron, supuestamente, en nombre de los Derechos Humanos y la defensa de la Democracia y el Estado de derecho. Hoy continuamos viviendo ese pasado en presente: la Justicia vuelve a ser objetivo de bombas terroristas, pero en Cali. De nuevo las víctimas son civiles inermes y anónimos, “daños colaterales del conflicto”.


Cambian los lugares, pero el tiempo y las víctimas permanecen inalterables, aunque por ahora el rostro de los victimarios sea desconocido y sus móviles menos claros. En todo caso, ambas partes sostienen que actúan en nombre de la “seguridad democrática” y la “justicia revolucionaria”. Poco les importa que los medios que utilizan (la violencia y la mentira) y el resultado de sus acciones (el secuestro y la muerte) demuestren todo lo contrario.

Tiempos criminales

Parece que el signo de todos los tiempos fuera el crimen. Ya no sabemos cuándo el crimen empezó a ser determinante en la política nacional, en qué momento se convirtió en su eje articulador, y mucho menos quiénes fueron los responsables, bien por omisión o por acción, de permitir que se convirtiera en el actor protagónico de la vida política. Para algunos, obsesionados con la historia, todo empezó con el magnicidio del Mariscal Sucre. Para otros, de “filiación” partidista liberal, aquel nefasto 9 de abril de 1948, cuando se asesinó la esperanza de un pueblo y no sólo se acalló la voz de un caudillo. Para algunos pocos, situados a la izquierda, cuando la paz del Frente Nacional cerró las puertas a la oposición política alternativa y abrió las puertas a la oposición armada. Hoy, para la mayoría, tanto dirigentes como simples ciudadanos, cuando el narcotráfico “penetró todos los estamentos de la vida nacional”, especialmente la política y la Fuerza Pública, y perpetró en línea una serie de masacres incontables (contra seguidores y militantes de la UP) y de magnicidios inolvidables: Rodrigo Lara Bonilla, Jaime Pardo Leal, Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo Ossa y Carlos Pizarro Leongómez, sin que los gobernantes de entonces tuviesen la menor responsabilidad de lo sucedido. Fueron crímenes del narcotráfico, el narcoterrorismo y el paramilitarismo, y todo quedó completamente explicado. No cabe ninguna responsabilidad a los dirigentes políticos de entonces. A tal extremo ha llegado el grado de impunidad política, que ya la damos por inevitable y consubstancial en nuestra historia.

Y así llegamos a la actual y simplista visión de nuestra trágica realidad política: todo es culpa de la narcoguerrilla, convertida en una “amenaza terrorista” contra ejemplares ciudadanos de bien, virtuosos políticos, valientes militares y policías, que defienden la “democracia más profunda y estable de Suramérica”. Sin duda, la más profunda en fosas comunas, minas antipersona y millones de desplazados, a quienes la inteligencia obtusa de un asesor presidencial llama migrantes. También somos la “democracia” más estable en la violación crónica de los derechos humanos, la perpetración de crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra, los cuales en su mayoría gozan de plena impunidad. Según las investigaciones de la “Comisión de la Memoria Histórica”, entre 1982 y 2007 se cometieron 2.505 masacres, para un total de 14.660 víctimas. Crímenes que, si son cometidos por los paramilitares, se convierten en el delito de sedición, según el presidente Uribe y su novedosa doctrina penal, contenida en la ley de “Justicia y Paz”. Pero si son obra de la guerrilla, entonces es puro y atroz terrorismo.

Criminales con los cuales, hasta hace poco más de un año, exactamente en la Feria de Expoconstrucción, celebrada en Bogotá el 22 de mayo del 2007, el presidente Uribe consideraba que tendríamos que acostumbrarnos a convivir. Entonces dijo lo siguiente: “Lo que sí creo es que sin amnistiar y sin indultar, en caso de delitos atroces, nos tenemos que preparar para darle el beneficio de la excarcelación a quienes confiesen la verdad, a quienes confiesen la verdad y esa confesión sea aceptada por los jueces de la República. Yo creo que tenemos que abrir una sana discusión nacional en esa materia y por eso quería plantearlo esta noche aquí”.[2] Así las cosas, no tiene relevancia saber el momento exacto en que la política fue pervertida por el crimen, si ya tenemos una fecha precisa en la que se puede demostrar que la política empezó a legitimar el crimen. Sin duda, en 1991 la política pactó con el crimen y así sucedió en la coyuntura constituyente con la prohibición de la extradición de “colombianos por nacimiento”. Pero fue un pacto producto del desangre de la sociedad y de la incapacidad del Estado para desactivar el terror de Pablo Escobar y los “Extraditables”. Fue un pacto de miedo y supervivencia social, que disoció por completo la política de la ética y el derecho de la justicia. Entonces no hubo sometimiento de Pablo Escobar y sus cómplices a la justicia, sino todo lo contrario, sometimiento de la justicia a los extraditables. De allí “La Catedral”, ese monumento a la impunidad.

Un futuro imperfecto e impune

Ahora sucede todo lo contrario, pues estamos bajo el signo de la legitimación política del crimen, con las coartadas perfectas de la “seguridad democrática” y el “Estado comunitario”, gracias al miedo y el terror infundido por las FARC al conjunto de la sociedad. Una prueba más de que la violencia no es la partera de la historia, como equivocadamente creen las FARC, sino exactamente lo contrario: la sepulturera de los pueblos y sus anhelos de vida, justicia, libertad y paz. Estamos frente a un futuro tan imperfecto e impune, que el mismo Uribe ya se atreve a sugerir como su probable sucesora a Noemí Sanín, quien siendo ministra de comunicaciones de Belisario Betancur ocultó deliberadamente la conflagración y ruina del Palacio de Justicia mediante la transmisión en directo por televisión de un partido de fútbol. La misma que en las elecciones del 2002, cuando competía contra Álvaro Uribe, en uno de sus tantos discursos de campaña, advirtió: “Si Álvaro Uribe gana la presidencia es como si la ganara Carlos Castaño”.[3] Ahora, no se trata sólo de negar el pasado y ocultar el presente, sino de algo mucho más ambicioso: impedir un futuro distinto, porque ante todo hay que “reelegir la seguridad democrática y garantizar la estabilidad de las inversiones”, poco importa que el precio sea la ignominia de la impunidad y la legitimación de la criminalidad.

De eso trata este presente y el futuro que está en juego, sin que podamos eludir nuestra responsabilidad personal excusándonos en la elección del mal menor, que en nuestra historia ha terminado siendo el mal mayor: la legitimación política del crimen mediante la instauración de un régimen electofáctico. Aquel donde deciden y gobiernan los poderes de facto y no la conciencia y la voluntad de sus ciudadanos, libremente expresada en elecciones competitivas, como es lo propio en las verdaderas democracias. Pero esto no sucede entre nosotros, donde todos sabemos que reina la “democracia profunda” de las trincheras, los desplazados, los campos minados y las fosas comunes en virtud de la inteligencia superior de Uribe, la obtusa mente de su asesor José Obdulio y la obcecación violenta de las FARC, sumadas a nuevas bandas de narcocriminales, como la de “Don Mario”, curiosamente tan funcionales a la “seguridad democrática” como a la corrupción estatal. Asuntos con los que, desde luego, nada tienen que ver quienes aspiran a ser los legítimos herederos de la “seguridad democrática” en la “Casa de Nari”: Noemí Sanín, Juan Manuel Santos, Carlos Holguín Sardi y Germán Vargas Lleras. Bienvenidos al futuro, porque el presente no existe y el pasado se olvida o se ignora. Einstein ya lo había dicho: “el tiempo es relativo”. Lamentablemente nuestra vida no y la de nuestros hijos tampoco. La vida es única e irremplazable, por ello no puede quedar al vaivén de estos tiempos criminales con tantos protagonistas, cómplices y representantes oficiales.

[1] Ver El espectador, 5 de septiembre de 2008, página 6.
[2] - Ver http://www.presidencia.gov.co/ Sala de Prensa. Discurso Feria de Expoconstrucción, Mayo 22 de 2007.
[3] Ver en revista Soho, edición 100, agosto de 2008, columna de Gustavo Gómez: “26 frases inolvidables ya olvidadas”, página 266.