martes, septiembre 09, 2008

­DE-LIBERACIÓN

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Septiembre 7 de 2008

Un pasado perpetuo y un futuro imperfecto

Hernando Llano Ángel

En nuestra compleja y apasionante realidad política el tiempo no es un asunto cronológico. No tiene esa continuidad lógica del pasado, el presente y el futuro. Más bien sucede lo contrario. Hay momentos, como el actual, donde no sabemos si vivimos atrapados en el pasado o en una especie de presente perpetuo, del cual no podemos evadirnos. Quizá nos sucede lo anterior, porque en política el tiempo es más un asunto de polemología que de cronología. Su sentido y alcance dependen, en lo fundamental, de la intensidad de las polémicas y los conflictos entre sus protagonistas. De allí que el tiempo en que transcurre nuestra política real sea la eternidad. En ella nada cambia, nada sucede, todo permanece inalterado. Es una política casi inamovible, como gusta decir el presidente Uribe. Por eso arrastramos nuestros conflictos y problemas desde tiempos inmemoriales. Somos una sociedad todavía premoderna, donde los “señores de la guerra” ---poco importa el uniforme que lleven--- deciden en vastas regiones del país sobre la vida, la muerte y la libertad de sus pobladores. Dichos “señores de la guerra” se codean, en muchas ocasiones, con quienes constitucionalmente deben proteger la vida, libertad y dignidad de todos y todas. Hoy el protagonista de la noticia es el general (r) Rito Alejo del Río y su alianza estratégica con las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU) para combatir a las FARC, bajo la administración del entonces Gobernador de Antioquia y promotor incondicional de las Convivir, Álvaro Uribe Vélez. Ayer, el protagonista era Guillermo León Valencia Cossio y su relación indirecta con “Don Mario”, gracias a la mediación del distinguido empresario de la seguridad, Juan Felipe Sierra. Mañana, quizá, la noticia sea un funcionario más cercano al presidente Uribe, abusando obviamente de su confianza, como parece que fue el caso de José Obdulio y sus buenos oficios para el ingreso de “Job” a la casa de Nariño, según lo denunciado por el Senador Rodrigo Lara Restrepo.[1]

Un pasado perpetuo

Así las cosas, vivimos en una especie de pasado siempre presente. Sólo 23 años después, emergen de la penumbra del horror oficial de las torturas en los calabozos militares, los rostros de los empleados de la cafetería, rescatados con vida del Palacio de Justicia para ser desaparecidos en la seguridad de las guarniciones militares. Forma trágica y dolorosa de mancillar el imperativo de Santander: “Las armas os han dado la independencia, las leyes os darán la libertad”. La Fuerza Pública en este caso hizo exactamente lo contrario. En 1985 las armas, tanto del M-19 como las oficiales, olvidaron el pasado perfecto de nuestra independencia y libertad y ejecutaron la hecatombe de los Derechos Humanos y el DIH, en el mismo epicentro del poder estatal. La justicia fue inmolada con la complacencia y complicidad del Ejecutivo, sumada a la indolencia e impotencia del Legislativo, bajo la mirada pétrea del Libertador. Para completar el cuadro de macabra ironía, el M-19 ejecutó su acción demencial y criminal con el nombre de “operativo Antonio Nariño, por los Derechos Humanos” y el vocero del ejército, entonces Coronel Alfonso Plazas Vega, declaró estar “manteniendo la democracia y el funcionamiento de las tres ramas del poder público”.

Un momento de horror donde estuvieron de nuevo presentes tres héroes de nuestro pasado: Antonio Nariño, Simón Bolívar y Francisco de Paula Santander, invocados con devoción por los actores protagónicos de semejante holocausto. Todos actuaron, supuestamente, en nombre de los Derechos Humanos y la defensa de la Democracia y el Estado de derecho. Hoy continuamos viviendo ese pasado en presente: la Justicia vuelve a ser objetivo de bombas terroristas, pero en Cali. De nuevo las víctimas son civiles inermes y anónimos, “daños colaterales del conflicto”.


Cambian los lugares, pero el tiempo y las víctimas permanecen inalterables, aunque por ahora el rostro de los victimarios sea desconocido y sus móviles menos claros. En todo caso, ambas partes sostienen que actúan en nombre de la “seguridad democrática” y la “justicia revolucionaria”. Poco les importa que los medios que utilizan (la violencia y la mentira) y el resultado de sus acciones (el secuestro y la muerte) demuestren todo lo contrario.

Tiempos criminales

Parece que el signo de todos los tiempos fuera el crimen. Ya no sabemos cuándo el crimen empezó a ser determinante en la política nacional, en qué momento se convirtió en su eje articulador, y mucho menos quiénes fueron los responsables, bien por omisión o por acción, de permitir que se convirtiera en el actor protagónico de la vida política. Para algunos, obsesionados con la historia, todo empezó con el magnicidio del Mariscal Sucre. Para otros, de “filiación” partidista liberal, aquel nefasto 9 de abril de 1948, cuando se asesinó la esperanza de un pueblo y no sólo se acalló la voz de un caudillo. Para algunos pocos, situados a la izquierda, cuando la paz del Frente Nacional cerró las puertas a la oposición política alternativa y abrió las puertas a la oposición armada. Hoy, para la mayoría, tanto dirigentes como simples ciudadanos, cuando el narcotráfico “penetró todos los estamentos de la vida nacional”, especialmente la política y la Fuerza Pública, y perpetró en línea una serie de masacres incontables (contra seguidores y militantes de la UP) y de magnicidios inolvidables: Rodrigo Lara Bonilla, Jaime Pardo Leal, Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo Ossa y Carlos Pizarro Leongómez, sin que los gobernantes de entonces tuviesen la menor responsabilidad de lo sucedido. Fueron crímenes del narcotráfico, el narcoterrorismo y el paramilitarismo, y todo quedó completamente explicado. No cabe ninguna responsabilidad a los dirigentes políticos de entonces. A tal extremo ha llegado el grado de impunidad política, que ya la damos por inevitable y consubstancial en nuestra historia.

Y así llegamos a la actual y simplista visión de nuestra trágica realidad política: todo es culpa de la narcoguerrilla, convertida en una “amenaza terrorista” contra ejemplares ciudadanos de bien, virtuosos políticos, valientes militares y policías, que defienden la “democracia más profunda y estable de Suramérica”. Sin duda, la más profunda en fosas comunas, minas antipersona y millones de desplazados, a quienes la inteligencia obtusa de un asesor presidencial llama migrantes. También somos la “democracia” más estable en la violación crónica de los derechos humanos, la perpetración de crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra, los cuales en su mayoría gozan de plena impunidad. Según las investigaciones de la “Comisión de la Memoria Histórica”, entre 1982 y 2007 se cometieron 2.505 masacres, para un total de 14.660 víctimas. Crímenes que, si son cometidos por los paramilitares, se convierten en el delito de sedición, según el presidente Uribe y su novedosa doctrina penal, contenida en la ley de “Justicia y Paz”. Pero si son obra de la guerrilla, entonces es puro y atroz terrorismo.

Criminales con los cuales, hasta hace poco más de un año, exactamente en la Feria de Expoconstrucción, celebrada en Bogotá el 22 de mayo del 2007, el presidente Uribe consideraba que tendríamos que acostumbrarnos a convivir. Entonces dijo lo siguiente: “Lo que sí creo es que sin amnistiar y sin indultar, en caso de delitos atroces, nos tenemos que preparar para darle el beneficio de la excarcelación a quienes confiesen la verdad, a quienes confiesen la verdad y esa confesión sea aceptada por los jueces de la República. Yo creo que tenemos que abrir una sana discusión nacional en esa materia y por eso quería plantearlo esta noche aquí”.[2] Así las cosas, no tiene relevancia saber el momento exacto en que la política fue pervertida por el crimen, si ya tenemos una fecha precisa en la que se puede demostrar que la política empezó a legitimar el crimen. Sin duda, en 1991 la política pactó con el crimen y así sucedió en la coyuntura constituyente con la prohibición de la extradición de “colombianos por nacimiento”. Pero fue un pacto producto del desangre de la sociedad y de la incapacidad del Estado para desactivar el terror de Pablo Escobar y los “Extraditables”. Fue un pacto de miedo y supervivencia social, que disoció por completo la política de la ética y el derecho de la justicia. Entonces no hubo sometimiento de Pablo Escobar y sus cómplices a la justicia, sino todo lo contrario, sometimiento de la justicia a los extraditables. De allí “La Catedral”, ese monumento a la impunidad.

Un futuro imperfecto e impune

Ahora sucede todo lo contrario, pues estamos bajo el signo de la legitimación política del crimen, con las coartadas perfectas de la “seguridad democrática” y el “Estado comunitario”, gracias al miedo y el terror infundido por las FARC al conjunto de la sociedad. Una prueba más de que la violencia no es la partera de la historia, como equivocadamente creen las FARC, sino exactamente lo contrario: la sepulturera de los pueblos y sus anhelos de vida, justicia, libertad y paz. Estamos frente a un futuro tan imperfecto e impune, que el mismo Uribe ya se atreve a sugerir como su probable sucesora a Noemí Sanín, quien siendo ministra de comunicaciones de Belisario Betancur ocultó deliberadamente la conflagración y ruina del Palacio de Justicia mediante la transmisión en directo por televisión de un partido de fútbol. La misma que en las elecciones del 2002, cuando competía contra Álvaro Uribe, en uno de sus tantos discursos de campaña, advirtió: “Si Álvaro Uribe gana la presidencia es como si la ganara Carlos Castaño”.[3] Ahora, no se trata sólo de negar el pasado y ocultar el presente, sino de algo mucho más ambicioso: impedir un futuro distinto, porque ante todo hay que “reelegir la seguridad democrática y garantizar la estabilidad de las inversiones”, poco importa que el precio sea la ignominia de la impunidad y la legitimación de la criminalidad.

De eso trata este presente y el futuro que está en juego, sin que podamos eludir nuestra responsabilidad personal excusándonos en la elección del mal menor, que en nuestra historia ha terminado siendo el mal mayor: la legitimación política del crimen mediante la instauración de un régimen electofáctico. Aquel donde deciden y gobiernan los poderes de facto y no la conciencia y la voluntad de sus ciudadanos, libremente expresada en elecciones competitivas, como es lo propio en las verdaderas democracias. Pero esto no sucede entre nosotros, donde todos sabemos que reina la “democracia profunda” de las trincheras, los desplazados, los campos minados y las fosas comunes en virtud de la inteligencia superior de Uribe, la obtusa mente de su asesor José Obdulio y la obcecación violenta de las FARC, sumadas a nuevas bandas de narcocriminales, como la de “Don Mario”, curiosamente tan funcionales a la “seguridad democrática” como a la corrupción estatal. Asuntos con los que, desde luego, nada tienen que ver quienes aspiran a ser los legítimos herederos de la “seguridad democrática” en la “Casa de Nari”: Noemí Sanín, Juan Manuel Santos, Carlos Holguín Sardi y Germán Vargas Lleras. Bienvenidos al futuro, porque el presente no existe y el pasado se olvida o se ignora. Einstein ya lo había dicho: “el tiempo es relativo”. Lamentablemente nuestra vida no y la de nuestros hijos tampoco. La vida es única e irremplazable, por ello no puede quedar al vaivén de estos tiempos criminales con tantos protagonistas, cómplices y representantes oficiales.

[1] Ver El espectador, 5 de septiembre de 2008, página 6.
[2] - Ver http://www.presidencia.gov.co/ Sala de Prensa. Discurso Feria de Expoconstrucción, Mayo 22 de 2007.
[3] Ver en revista Soho, edición 100, agosto de 2008, columna de Gustavo Gómez: “26 frases inolvidables ya olvidadas”, página 266.

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