domingo, septiembre 16, 2007

CALICANTO
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calicantopinion.blogspot.com)
Septiembre 16 de 2007

Política: entre la palabra, la sangre, la memoria y el olvido.

Hernando Llano Ángel.

La política es siempre una tensión inextinguible e inestable entre la palabra y la sangre. La memoria y el olvido. Entre el discurso persuasivo y la violencia arbitraria. Entre el derecho, como dique frágil que intenta contener y regular la fuerza bruta de orden personal o la violencia organizada de carácter colectivo, desplegada como un ejercicio arrasador de identidades plurales y de intereses en conflicto. De allí que la vida social y la dignidad de cada persona dependan, esencialmente, de la forma como se relacionen y articulen la palabra y la violencia; de la contingente conjugación en el presente de la memoria y el olvido.

Por eso en la vida política y académica las controversias en este campo son vitales, trascendentales y perennes. Dicha controversia se ha puesto de presente, una vez más, en el ataque maniqueísta del asesor presidencial José Obdulio Gaviria contra el profesor Oscar Mejía Quintana, al acusarlo de promover y justificar ante sus alumnos de la Universidad Nacional la combinación de todas las formas de lucha. Sólo cabe en una mente obtusa y obnubilada por el poder, como parece suceder con la de José Obdulio Gaviria –que niega la existencia de un conflicto armado interno en nuestro país- semejante cargo contra un académico que reflexiona sobre las complejas relaciones entre la violencia y la política en la filosofía liberal.

Pero ahora dicha polémica ha saltado del mundo académico de las ideas al campo cenagoso de la política y de la contienda electoral. Han sido las FARC, protagonistas de la política escrita con sangre y fuego, de memoria implacable con sus enemigos y olvido deliberado de sus víctimas, a través de Raúl Reyes y su declaración de simpatía por el avance electoral del Polo Democrático Alternativo, quien ha desatado una intensa controversia entre Carlos Gaviria y Gustavo Petro. Pero antes del torbellino interno en que se debate el Polo y parece naufragar la cordura, hizo su aparición oportunista y farisaica el presidente Uribe, condenando la intervención de las FARC en política electoral y sindicando ladinamente al Polo de un supuesto aprovechamiento de la misma en los próximos comicios. Tanto escrúpulo ético y político se echa de menos en el presidente, cuando no rechaza con igual firmeza el apoyo de todos aquellos congresistas y parapolíticos que han consolidado su segundo mandato, pues fue gracias a su entusiasta votación de la reelección presidencial inmediata, que hoy Uribe despacha desde la Casa de Nariño. Y también fue gracias a los votos de conspicuos uribistas, hoy presos por concierto agravado para delinquir, como Miguel Alfonso de la Espriella, Vicente Blel Saad, Luís Eduardo Vives Lacouture, entre muchos otros, que se aprobó la ley de Justicia y Paz. Esa norma paracriminal, escrita a muchas manos entre el Gobierno, el actual Fiscal General y los “paras”, que casi se convierte en una coartada perfecta para alcanzar la impunidad bajo el falso ropaje de la justicia restaurativa y la reconciliación nacional, de no haber sido por los fallos de la Corte Constitucional y la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia.

De manera, pues, que en el arte de combinar todas las formas de lucha el presidente Uribe es un discípulo aventajado de tantos maestros en dicha táctica, ejercida a diestra y siniestra por conservadores y liberales durante las nueve grandes guerras civiles que tuvimos en el siglo XIX y la horripilante Violencia del siglo pasado. Para no hablar de la cínica civilidad del frente nacional, revestida de sangre de los píes a la cabeza, que en nombre de ciudadanos incautos selló un pacto histórico de impunidad. Aquella pléyade de supuestos demócratas que llamaron golpe de opinión a la utilización del poder militar en cabeza del General Gustavo Rojas Pinilla, con la vana ilusión de sembrar la paz en la memoria y los corazones de las futuras generaciones. Para ello decretaron el olvido de sus crímenes y borraron de la historia la memoria de sus víctimas.
Bien lo dice García Márquez: “Nos han escrito y oficializado una versión complaciente de la historia, hecha más para esconder que para clarificar, en la cual se perpetúan vicios originales, se ganan batallas que nunca se dieron y se sacralizan glorias que nunca merecimos. Pues nos complacemos en el ensueño de que la historia no se parezca a la Colombia en que vivimos, sino que Colombia termine por parecerse a su historia escrita”[1]. No es cierto, entonces, que la combinación de las formas de lucha sea una invención del Partido Comunista y de su sempiterno Secretario General, Gilberto Vieira, ahora profundizada y perfeccionada por las FARC y los paramilitares. No. Esa táctica es tan arcaica como la existencia de la misma humanidad, que para sobrevivir ha intentado durante siglos separar la política de la violencia, sin haberlo logrado plenamente. Para ello nació Leviatán, ese monstruo mítico y bíblico, que trata de concentrar toda la violencia en el Estado, fusionando así la palabra con la sangre. Ese monstruo que sigue matando impunemente, ya sea en el orden internacional o en el doméstico, en nombre de la libertad y la democracia.

Ese mito del Estado de derecho liberal, que revela su esencia en momento de crisis, como el actual, cuando Temis empieza a recobrar la memoria de tantas víctimas que han desaparecido bajo el manto ensangrentado de su supuesta legitimidad y legalidad. Hoy empezamos a saber qué aconteció con los desaparecidos del Palacio de Justicia. Necesitamos veintidós años para comenzar a conocer lo que sucedió a plena luz del día en la Plaza de Bolívar, epicentro del poder público y eclesiástico de nuestra maltrecha nación. Para ver aquello que sucedió ante los ojos de todos, como la salida con vida del Magistrado auxiliar del Consejo de Estado, Carlos Horacio Urán, cuyo cuerpo abaleado fue luego depositado semidesnudo en el interior del Palacio de Justicia. Veintidós años para encontrar sus documentos de identidad en una guarnición militar y su nombre añadido mentirosamente a la lista de guerrilleros de ese Comando alucinado del M-19 que pretendió reivindicar los Derechos Humanos asaltando y aniquilando la majestad e inviolabilidad de la Justicia. Ante semejante extravío del M-19 e insondable degradación de los miembros de la Fuerza Pública que cometieron tales hechos, la devolución de los cadáveres de los diputados asesinados en poder de las FARC aparece como un acto de humanidad y decoro, aún en medio de la violencia y la crueldad que significaron los más de cinco años de su ignominioso secuestro.

Sin duda, necesitaremos mucho más de veintidós años para saber la verdad sobre las circunstancias en que los once Diputados fueron cruelmente sacrificados en medio de la manigua, la soledad y la más profunda oscuridad. Pero más importante que conocer esa dolorosa verdad, es recuperar con vida a quienes continúan en cautiverio. Y ello sólo es posible si predomina la política sobre la guerra; la palabra sobre la muerte; el acuerdo humanitario sobre el rescate militar; la memoria de las víctimas sobre las prepotentes ordenes y decisiones de quienes olvidan y traicionan su frágil condición humana y ordenan rescatar, desde los seguros aposentos de la institucionalidad, y asesinar en los inexpugnables recovecos de la clandestinidad, para vergüenza de toda la humanidad.

[1] . Gabriel García Márquez, “Por un país al alcance de los niños”.

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