miércoles, octubre 17, 2007

CALICANTO
Calicantopinion.blogspot.com
(Octubre 14 de 2007)


Hernando Llano Ángel.

La Parapolítica: paradojas de la política y la justicia.

El signo distintivo de la política nacional es la parapolítica, expresión de una tensión histórica entre la política y la justicia, que ha terminado por ser irreconciliable e insuperable. Una paradoja de marca mayor, pues ninguna sociedad puede sobrevivir decentemente cuando la política niega a la justicia y la justicia procesa a la política como una actividad criminal. Es la paradoja de un conflicto lacerante e inmemorial, que hoy se nos representa como una disputa mediática entre el Presidente y la Corte Suprema de Justicia. Una disputa que se desenvuelve en múltiples escenarios y tiene muchos actores protagónicos. El entramado judicial es uno de esos escenarios, pero no es el más importante, aunque así pretenda proyectarlo el presidente Uribe con su fiscal ventrílocuo y el corifeo de medios de comunicación que hacen resonar sus destempladas y disonantes voces. Como es frecuente, cuando se trata de asuntos de poder y verdad, el principal escenario es la arena política.

Un escenario polifónico por esencia, donde se expresan y pueden escuchar muchas voces, no sólo las de aquellos que quieren imponer una melodía oficial. Un escenario donde se escuchan desde las voces comunes de la calle hasta las encumbradas de los estrados judiciales. Desde las voces de los delincuentes comunes hasta las de sus defensores oficiales. Sólo que en esta ocasión parece haber una yuxtaposición entre el escenario político y el judicial, sin que ello signifique una subordinación y mucho menos una fusión, que termine por escamotear el conocimiento de la verdad y la justicia. Así, por ejemplo, la reciente condena de Santofimio a 24 años de cárcel por su papel determinante en el magnicidio de Luís Carlos Galán, viene a probar, 18 años después, la verdad política de la simbiosis criminal entre el dirigente liberal y Pablo Escobar, como capo que incursionó con relativo éxito en la política para eliminar la extradición de nuestro ordenamiento constitucional. Hay, pues, un desfase y una asincronía considerable entre la verdad política y la judicial.

Asincronía que ha intentado disminuir la sala penal de la Corte Suprema de Justicia en forma admirable y diligente, procesando a quienes han conquistado sus cargos de representación y poder político gracias a la simbiosis criminal con los grupos paramilitares y el narcotráfico. Simbiosis de la que objetivamente se ha beneficiado y servido el presidente Uribe en el Congreso, solicitándole a sus Senadores y Representantes que voten sus proyectos de ley antes de ser procesados por la Corte, como también mediante la aprobación de trascendentales normas, tales como el Acto Legislativo de la reelección presidencial inmediata, y la benevolente ley de Justicia y Paz para criminales de lesa humanidad y narcotraficantes camuflados de comandantes paramilitares. Simbiosis de la política con el crimen, que el mismo Uribe ha defendido, al criticar en forma vehemente a la Corte Suprema de Justicia, cuando él mismo promovió y defendió por los medios de comunicación el reconocimiento de los comandantes de las autodefensas como delincuentes políticos, en contravía de la sentencia de la Corte que los calificó como delincuentes comunes. Así las cosas, tanto objetiva como subjetivamente, el Presidente contemporiza con la alianza entre la política y el crimen. Por eso, resulta patético su desafío a la Corte Suprema de Justicia, acusándola de fraguar un complot contra su majestad, emplazándola ante la opinión pública nacional e internacional para que demuestre que el Presidente es o no un asesino.

Semejante desafío equivale a probar judicialmente que el ex presidente Belisario Betancur es culpable de las desapariciones, torturas y ejecuciones sumarias cometidas por miembros de la Fuerza Pública en la retoma del Palacio de Justicia. También es equiparable a demostrar judicialmente que el ex presidente Samper recibió la generosa financiación del narcotráfico en la segunda vuelta de su campaña presidencial. Desde luego, carece de sentido probar judicialmente la culpabilidad de los ex presidentes, pues se trata de procesos políticos en los que hoy nadie duda de su absoluta responsabilidad política, aunque ambos disfruten de la más vergonzosa y cínica impunidad social. Salvo que en el caso de Betancur, al día siguiente de la hecatombe de la Justicia, éste asumió públicamente toda la responsabilidad política de lo acontecido, mientras Samper continúa en forma ladina negando su responsabilidad política en la financiación de su campaña. Pero mucho más comprometida e inadmisible es la causa del presidente Uribe, pues pretende eludir totalmente su responsabilidad en el auge y el ascenso vertiginoso del crimen en la política nacional, regional y local. Por eso ahora quiere trasladar su responsabilidad política al terreno de la culpabilidad penal. Sabe muy bien, como el ex presiente Samper, de quien fue su aprendiz político en tiempos de “Poder Popular”, que en los estrados judiciales nada se le puede probar.

Sin duda, el presidente Uribe no es culpable de crimen alguno, pero es responsable de la simbiosis entre la política y el crimen. Una forma muy simple de demostrar lo contrario, sería que desistiera de los apoyos políticos que siempre le han brindado quienes están hoy procesados como parapolíticos y de su obsesión personal por convertir en delincuentes políticos a criminales de lesa humanidad y narcotraficantes, que en forma selectiva y discrecional hoy protege de la extradición, sin que los motivos sean del todo claros. Pero ello es ya imposible, pues no se puede negar el pasado, tampoco los lazos políticos y de sangre con su primo Mario Uribe y mucho menos el transito de Salvatore Mancuso de las “civilistas” cooperativas de seguridad “Convivir”, que con tanto entusiasmo promovió durante su gobernación en Antioquia, a las criminales filas del paramilitarismo. En todos los anteriores eventos hay tanta responsabilidad política de Uribe como ausencia de culpabilidad penal.

La responsabilidad política es un hecho público que no precisa pruebas, porque ellas están a la vista, apreciación y el juicio de todos, como ciudadanos que somos. La segunda es consecuencia de un proceso penal, de índole estrictamente personal, que requiere pruebas y sólo los jueces son competentes para apreciar y fallar. Por eso, no está de más recordar que los juicios de responsabilidad política los pronunciamos los ciudadanos cuando votamos, mientras que los judiciales corresponden sólo a los jueces mediante sentencias. No le pidamos, entonces, a la Corte Suprema de Justicia lo que no le corresponde y asumamos como ciudadanos la responsabilidad política que tenemos en las elecciones del próximo 28 de Octubre. Seamos conscientes que en estas elecciones regionales y locales, con nuestro voto, podemos derrotar o afianzar esa simbiosis entre el crimen y la política, que hoy se camufla bajo las más insospechadas formas y candidaturas, que ocultan una alianza sempiterna entre privilegios sociales con criminales privilegiados, poco importa que sean plebeyos o patricios. Pero ahora tenemos poder de veto, pues si el voto en blanco supera la mitad más uno de los votos válidos, tendrá que repetirse la elección con otros candidatos. Con dicho instrumento y nuestra conciencia podremos depurar la política de sus nexos con intereses criminales, bien sea los emergentes o los de cuello blanco, que abundan en tantas regiones del país. El voto blanco parece ser la opción más ética y política en muchas ciudades y departamentos, como lamentablemente sucede en Cali y el Valle del Cauca, donde los tres candidatos favoritos, más allá de sus condiciones y calidades personales que avalan en distinto grado sus aspiraciones, son rehenes de intereses y entornos plagados de turbios personajes con antecedentes penales y criminales.

lunes, octubre 01, 2007

CALICANTO
(Septiembre 30 de 2007)
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Elecciones regionales: entre tumbas y urnas.

Hernando Llano Ángel.

Las elecciones del próximo 28 de Octubre serán cruciales, pues en ellas decidiremos el tipo de fuerzas e intereses que gobernarán regional y localmente en Colombia. Una definición que se dará en un contexto enrarecido, entre tumbas y urnas, por el enorme influjo de poderes de facto que, a diestra y siniestra, recurren desde el asesinato y las amenazas, pasando por la generosa financiación de candidatos, hasta la sutil utilización de la ingenuidad ciudadana, cuando reclaman miles de firmas para respaldar supuestos candidatos cívicos e independientes, que camuflan así su origen partidista y el pasado más o menos turbio o castaño de sus patrocinadores, como sucede en el Valle del Cauca.

En otras palabras, la combinación de todas las tácticas y formas de lucha, para hacer pasar como elecciones democráticas intachables unos comicios aquejados de insuperables vicios de ilegitimidad e ilegalidad, según sea la región donde se realicen. Por ello la Misión de Observación Electoral (MOE) advierte, en su mapa de riesgo electoral por violencia, que cerca de 567 municipios tienen algún riesgo, de los cuales 237 se encuentran en riesgo extremo, 175 en riesgo alto y 164 en riesgo medio. Dichos vicios y riegos no son imputables exclusivamente a este gobierno de la “seguridad democrática”, pues su origen y existencia es estructural e histórica. Se podría afirmar que son las verdaderas señales de identidad de nuestra “ejemplar y estable democracia”, que se ufana de celebrar ininterrumpidamente elecciones desde 1957, bajo la égida de los más criminales o insospechados poderes de facto. Por eso no merece el título de democracia, sino de régimen electofáctico, pues la ciudadanía termina validando, sin mayor conciencia, dichos poderes de facto y su enorme capacidad de intimidación o mimetización partidista o cívica.

Sólo que bajo la divisa de la transparencia y su denodada lucha contra la corrupción y la politiquería --según lo afirma el asesor presidencial de cabecera, José Obdulio Gaviria-- este gobierno ha develado que en las elecciones de los últimos cinco años han sido determinantes los apoyos y patrocinios de los grupos paramilitares. Así lo ha venido probando judicialmente la sala penal de la Corte Suprema de Justicia al tener más de 40 honorables congresistas investigados por sus presuntos vínculos con los grupos paramilitares. Seguramente por ello el presidente Uribe insiste con tanta vehemencia ante dichos magistrados que deben reconocer a los paramilitares como delincuentes políticos, sediciosos exactamente, y no juzgarlos por sus actos como criminales de lesa humanidad y narcotraficantes. En efecto, las últimas elecciones parece que se hubieran decidido más en las tumbas que en las urnas, pues se calcula nacionalmente en cerca de 10.000 las víctimas de los paramilitares sediciosos. Pero también se decidieron en las urnas, como acontece en las democracias, aunque en nuestro caso con la pequeña diferencia de no haber sido libremente y en forma competitiva, como sucedió en muchas regiones del país en el 2003. Por eso hoy, como lo señala el número 1.326 de la revista Semana en circulación: “la mayoría de la dirigencia política tradicional de los departamentos de Cesar, Sucre, Magdalena y Córdoba está sub-júdice”. No gratuitamente los Gobernadores de Cesar y Magdalena, electos como candidatos únicos en el 2003, están hoy presos por sus vínculos con los grupos paramilitares, pues éstos no permitieron que Trino Luna, en el Magdalena, y Hernando Molina, en Cesar, tuvieran inoportunos adversarios. Sin duda, vencieron en las urnas, pero no convencieron a los magistrados en cuanto a la legitimidad y legalidad de sus victorias electorales.

En aquellas elecciones, José Vicente Castaño, el estratega de las AUC, reconocía las buenas relaciones con los políticos: “Hay una amistad con los políticos en las zonas donde operamos. Hay relaciones directas entre los comandantes y los políticos y se forman alianzas que son innegables. Las autodefensas les dan consejos a muchos de ellos y hay comandantes que tienen sus amigos candidatos a las corporaciones y a las alcaldías,” y daba las siguientes instrucciones a sus hombres: ““Tratar de aumentar nuestros amigos políticos sin importar el partido a que pertenezcan.”[1] Ahora sabemos, con nombres propios, como se cumplieron al píe de la letra las recomendaciones.

Pero hoy el panorama es más sombrío, pues las FARC tienen una presencia intimidante en 367 municipios, los nuevos grupos emergentes en 99 (“Águilas Negras”, al parecer al mando de José Vicente Castaño) y el ELN en 65. Por todo lo anterior, ya han sido asesinados 68 candidatos y se han cometido 37 atentados, 20 más que en el 2003, a pesar del éxito de la “seguridad democrática”, como lo pregonaba la semana pasada el presidente Uribe en su discurso ante la Asamblea de las Naciones Unidas. Sin duda, tiene razón el Presidente cuando habla de que tenemos una democracia profunda, pues las tumbas aumentan cada día, como lamentablemente lo constatamos en el Valle del Cauca con el asesinato de los 11 diputados en poder de las FARC. Su periplo vital fue de las urnas a las tumbas. Democracia profunda: aquella que se debate entre tumbas y urnas, podría ser el aporte de José Obdulio Gaviria a la ciencia política y del presidente Uribe a la historia colombiana, si ambos persisten en negar la grave crisis política en que vivimos y creen poder superarla por la vía militar, la ilusión mediática del fin del paramilitarismo y el éxito de la seguridad democrática.


[1] - Revista Semana, edición número 1.205, Junio 6 a 13 de 2005, página 34.