POR LA VIDA, DELIBEREMOS
ANTES DE VOTAR
Hernando Llano Ángel.
El fatal abstencionismo
En el anterior Calicanto mencionaba el triunfo del abstencionismo en el
plebiscito sobre el Acuerdo de Paz[1],
pues ese 2 de octubre de 2016 el 62.57% de los ciudadanos no votaron. Es decir,
botaron literalmente a la basura el voto más importante de sus vidas. El voto
que decidiría si los colombianos seremos capaces, algún día cercano, de empezar
a superar nuestras diferencias, conflictos y problemas sin matarnos. Esa mayoría
que no concurrió a las urnas, aproximadamente 21.653.403 ciudadanos, dejó en
manos de solo 6.431.372 colombianos, el 50.21% de los votos válidos, la vida,
la seguridad y la prosperidad de todos. Frente al total de ciudadanos
habilitados para votar, 34.899.945, según el censo electoral en agosto de 2016,
solo el 18.27% de los colombianos votó contra el Acuerdo de Paz. Es decir, una
minoría concurrente en las urnas decidió la suerte de todos, ante esa mayoría
que no creyó en su poder de decisión y dejó pasar la paz y la vida de largo. Empezando
por la vida de los mismos abstencionistas que, seguramente por múltiples
razones y circunstancias, no creyeron que valía la pena salir a votar para comenzar
a romper el vínculo mortal de las armas con la política. Sería demasiado irresponsable
especular aquí sobre el cúmulo de factores de orden político, social,
económico, cultural, étnico e institucional que lleva a millones de ciudadanos
a esa fatal incredulidad en el poder de su propio voto. Esa minusvalía de poder
que parece invadirlos en el momento de votar, nos impide vivir y consolidar una
democracia de ciudadanos y nos mantiene sumidos en esta cacocracia electoral al
servicio de minorías, donde la corrupción es su savia mortal. Una minusvalía
del poder ciudadano que incluso se expresó de forma más dramática el 9 de
diciembre de 1990, cuando elegimos a los delegatarios a la Asamblea Nacional
Constituyente[2], pues
entonces solo votamos cerca del 30% del censo electoral vigente y el restante
70% se abstuvo de definir qué tipo de Estado y sociedad quería para vivir.
¿Una Constitución sin
ciudadanía?
Sin duda, la legitimidad de los contenidos políticos de la Carta del 91 es
directamente proporcional a la conferida por la participación electoral. Lo que
en parte explica su precaria vigencia en la vida política, social y económica,
pues desde entonces una minoría decisoria que concurre a las urnas elije
mandatarios que no tienen interés ni voluntad política en hacerla cumplir.
Estos mandatarios llegan a la Presidencia y el Congreso más interesados en
reformarla a la medida de sus intereses, de sus patrocinadores financieros,
legales e ilegales, y especialmente de sus copartidarios, que en acatarla,
cumplirla y desarrollarla. En los escasos 30 años de su promulgación ha sido
reformada 55 veces[3]. Ya es
casi irreconocible, como ciertas mujeres sometidas a la tiranía del quirófano y
el deseo de sus amantes. Lo que nos lleva a una conclusión muy grave: sin
ciudadanía no hay Constitución que valga, menos que nos proteja y salvaguarde
nuestros derechos fundamentales. Ella seguirá siendo, parafraseando a Ferdinand
Lasalle[4],
solo una hoja de papel. Ni siquiera hemos sido capaces de cumplir su artículo
22: “La paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”. Empezando
por el expresidente Juan Manuel Santos que, una vez firmado el Acuerdo con las
Farc-Ep, en lugar de cumplir ese mandato constitucional por la paz se la jugó
en el plebiscito --como si fuera una carta en el póker del poder-- y perdió la
partida contra Álvaro Uribe Vélez. Y de paso perdimos todos, porque quienes hoy
reclaman su triunfo en el plebiscito y gobiernan, la han convertido y
pervertido en una “paz con legalidad”. Una paz tan letal que el recrudecimiento
de la violencia política y la incapacidad institucional para contenerla arroja
cada día más cifras de líderes sociales asesinados, masacres de civiles inermes
y miles de familias desplazadas o confinadas por las amenazas y enfrentamientos
entre grupos armados ilegales. Por todo ello, vale la pena volver sobre los
insólitos resultados del plebiscito del 2 de octubre de 2016, para comprender
cómo la ausencia de deliberación ciudadana o quizá la manipulación fraudulenta
de los votos entonces emitidos, facilitó el pírrico triunfo del NO
por apenas 53.908 votos.
Un Plebiscito con resultados
inverosímiles e incomprensibles
Con el anterior subtítulo no me estoy refiriendo al triunfo del NO,
que en parte es explicable por el inmenso odio generado por las FARC-EP en
razón de sus innumerables crímenes y violencia execrable, como por la hábil y
mendaz campaña promovida por Juan Carlos Vélez y el Centro Democrático contra
el Acuerdo de Paz. Me estoy refiriendo, más bien, al abultado número de votos
nulos y sin marcar que se registraron en esa inefable jornada. Según datos
oficiales de la Registraduría Nacional del Estado civil el total de votos
nulos fue de 170.946 y el de tarjetones no marcados
de 86.243,
lo cual da una suma nada despreciable de 257.189 votos, cuatro veces superior
a la exigua diferencia de 53.908 votos con los que ganó el NO. Algo difícil de
entender, pues el elector solo tenía que marcar SÍ o NO. Valdría la pena, así
sea después de 5 años, que la Misión de Observación Electoral (MOE) solicitara
una revisión física de dichos tarjetones e incluso de las actas de los jurados
de las mesas donde se anularon esos 170.946 votos. Una impresionante
cantidad de votos, marcados en forma equívoca, única causal legal para
anularlos. Es decir, 170.946 electores al parecer SÍ querían la paz, pero votaron NO
por el Acuerdo, marcando simultáneamente ambas opciones. O, quizá, hubo manos
criminales que se dedicaron a marcar rápidamente las dos opciones para que el
voto fuera anulado. En cualquiera de los dos casos, algo realmente inquietante
y sospechoso. Igualmente es inexplicable que hayan aparecido 86.243
tarjetones sin marcar. ¿Cómo entender que más de 80.000 ciudadanos
hayan ido hasta las urnas y allí decidieran no marcar los tarjetones? De allí
la importancia de la deliberación ciudadana antes de votar, pero sobre todo de
la atención, supervisión y control de los resultados en las elecciones del
próximo 2022 para que no se cumpla el refrán según el cual “quien escruta
elije”. Tanto la deliberación como el escrutinio serán vitales para la paz política,
la seguridad, libertad y prosperidad de todos. Con mayor razón en estos tiempos
de Fake News y redes sociales, donde la deliberación es desvirtuada por la
tergiversación, la estigmatización y exacerbación de prejuicios, odios y
fanatismos. Para no caer en ese agujero negro de las mentiras y la manipulación
de nuestras más bajas emociones, pasiones y prejuicios ideológicos, de clase y
raciales, que cunden en todas las elecciones, es imprescindible que recobremos
de nuevo el sentido agudo de la escucha y el ejercicio riguroso del
discernimiento. Solo así seremos ciudadanos libres y no siervos incautos de la
demagogia y los maestros de la mentira, esos expertos en marketing electoral
que en cada elección nos venden un salvador y después de 4 años sabemos que era
un timador.
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