Temporada de huracanes y
catástrofes
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Hernando Llano Ángel.
Los huracanes nos azotan sin contemplación. Los naturales, como IOTA y ETA,
asolaron furiosamente nuestra Colombia insular más septentrional, lejana y
soñada. San Andrés, Providencia y Santa Catalina son la evocación más cercana
de la felicidad y la belleza que tenemos muchos colombianos. Ahora, con sus imágenes de ruina y devastación,
la memoria y los recuerdos colectivos de miles de colombianos también han sido
arrasados. Algunos, en su infancia,
tuvieron la fortuna de conocer el mar como un juego interminable de olas
evasivas y traviesas que derruían sus castillos de arena y sueños de
arquitectos. Luego, en la adolescencia, durante la excursión de bachilleres,
San Andrés se convertirá en un mar ebrio de ensueños y fantasías eróticas.
Fantasías fugaces como las olas y lacerantes como el sol. Años después, será el
recuerdo de un mar tornasol y de una luna de miel con atardeceres rojizos y
noches de embrujo. Con la llegada de los hijos, volverá a girar en nuestra
memoria, como una rueda de recuerdos, la nostalgia de lo vivido. Desde entonces,
San Andrés será en nuestras vidas ese carrusel generacional de alegrías
compartidas. Pero hoy ese carrusel ha desaparecido, arrastrado sin contemplación
por IOTA. De él solo quedan escombros, dolor, desolación, desesperación y
muerte. El archipiélago de la barracuda
y su mar de arco iris, que había escapado al huracán absurdo y todavía
incontenible de la violencia política continental, ahora fue víctima indefensa
de la violencia natural tropical. Una violencia natural, por cierto, impredecible
en sus alcances, a pesar de los pronósticos del Ideam y su parafernalia de
satélites, que emiten señales de alerta tan parecidas a las de la Defensoría
del Pueblo. Ambas alertas funcionan perfectamente para anunciar catástrofes y
masacres, pero nunca para evitarlas o, al menos, contenerlas. Quizá, por lo anterior, casi
todos los medios de comunicación incurren en el error de referirse a dichas
violencias, la natural y la política, como tragedias, pero en la realidad son
catástrofes. Incluso el entonces presidente Belisario Betancur (Q.E.P.D), con
su bagaje poético de helenista, llamó tragedia al holocausto del Palacio de
Justicia. Una “tragedia” que, con solo impartir una orden de cese al fuego,
como comandante constitucional de las Fuerzas Militares, no hubiera ocurrido.
Se hubiera evitado entonces la dolorosa catástrofe política, militar y judicial
de la que siempre se lamentó y pidió perdón a toda la nación. Pero, una semana
después, ante la sepultada Armero con sus más de veinte mil víctimas mortales,
Belisario volvió a repetir que la tragedia estaba ensañada contra la querida
Colombia. Una “tragedia” que había sido advertida con mucha antelación y
también se hubiera podido evitar[1],
como bien nos lo recuerda la excelente película “Armero” de Christian Mantilla[2].
Pero no es que nuestra querida Colombia sea trágica, sino más bien que es
víctima de catástrofes provocadas por la negligencia y la incompetencia de unos
pocos, consentidas y olvidadas por mayorías indiferentes. Al menos desde abril
del 2012, mediante la ley 1523, se estableció una política nacional de gestión
del riesgo de desastres con su correspondiente sistema de prevención, pero
parece que se quedó escrita en el papel, como es lo usual por nuestro divorcio
entre lo legal y lo real.
No son tragedias, son
catástrofes
Las tragedias, lo sabemos desde los griegos, se nos imponen inexorablemente
a los humanos y no podemos escapar a ellas. Son destinos ineluctables,
imposibles de eludir, así tengamos conocimiento de ellos, como nos sucede a
todos con la muerte. Aunque en ocasiones la muerte se nos presente como una
bendición y no algo doloroso y trágico, especialmente cuando se trata de
enfermedades incurables y terminales. En cambio, las catástrofes las podemos
evitar o, al menos contener y regular, tanto las naturales como las políticas.
Podríamos evitar que miles de personas murieran ahogadas en temporadas de
lluvias, si contáramos con una política de planeación urbana y de conservación
de la naturaleza que impidiera invadir y construir viviendas a orillas de los
afluentes y de las bahías, así como frenar la deforestación y depredación de
los bosques tropicales y la amazonia. Incluso, la probabilidad de huracanes y
ciclones disminuiría. Si se aplicarán dichas políticas, no tendríamos tan
numerosas víctimas y mucho menos tragedias, pues el conocimiento y la previsión
humana las evitarían. Pero como no tenemos ni las unas ni las otras, cada vez
que las fuerzas de la naturaleza se salen de cauce, la destrucción y las
víctimas mortales aumentan. Es lo que ha sucedido en San Andrés, Providencia y
Santa Catalina, pero sobre todo en el municipio de Acacias y los departamentos
de Chocó, Meta, Santander del Norte, Huila y Cundinamarca, que dejan ya miles
de familias damnificadas. Algo que incluso puede suceder en la capital si se
desborda el río Bogotá, afectando obviamente a los sectores más pobres,
eufemísticamente llamados vulnerables. No han sido tragedias, sino catástrofes,
producto de la ausencia de políticas de desarrollo y mitigación de riesgos, que
no se pueden suplantar solo con buena voluntad, órdenes presidenciales,
gerencias improvisadas, plazos incumplibles y solidaridad ciudadana. Pueda ser
que, a la catástrofe por imprevisión de los huracanes, no siga ahora otra por
incompetencia e irresponsabilidad, como ya lo sienten sus desesperados
habitantes. Algo parecido está sucediendo con el coronavirus en casi todo el
planeta, ante la incapacidad de asumir la libertad como responsabilidad con
nuestra propia vida y la de los demás.
Sin Importar la Vida propia y Ajena
Sin dejar de reconocer que somos líderes mundiales en el campo de la irresponsabilidad, tanto la gubernamental, gremial como la personal, pues hoy 21 de noviembre miles de consumidores están de nuevo atiborrando los centros comerciales. Centros comerciales que auguran futuros funerales sin descuento del IVA, acrónimo que bien podría significar sin Importar la Vida Ajena y la propia, con tal de comprar hoy electrodomésticos y mercancías a menor costo. El tanatos del consumo y los mercados se ha impuesto sobre el eros de la vida y el sentido de humanidad. En lugar de natividad, habrá más mortandad y la nochebuena será tenebrosa y luctuosa, nada venturosa. Sin duda, muchos concluirán que todas estas “tragedias” obedecen a que este año fue bisiesto y somos víctimas totalmente inocentes del destino. Ya se cantará y hasta bailará, a propósito del Covid-19: “Yo no olvido el año viejo que me ha dejado cosas muy buenas…”
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