CHILE, UN LABORATORIO DE
DEMOCRACIA
https://blogs.elespectador.com/politica/calicanto/chile-laboratorio-democracia
Hernando Llano Ángel.
De nuevo Chile se encuentra a la vanguardia política de nuestro continente
y quizá también del renacimiento de una democracia agónica, amenazada en todo
el mundo por exclusiones, discriminaciones y privilegios heredados del
neoliberalismo. En el extremo sur ha comenzado un novedoso experimento en el
laboratorio de la democracia. Ese laboratorio donde la voluntad ciudadana y sus
anhelos de libertad y justicia no pueden predecirse. Una exigua mayoría del
50.79% de participación del total de ciudadanos chilenos habilitados para votar
desafió el coronavirus, el pasado domingo 25 de octubre[1],
y liquidó el autocrático legado de la Constitución impuesta por la dictadura de
Pinochet en 1980. Una Constitución sin título de legitimidad democrática, con
fuertes enclaves autoritarios, bajo la cual Chile vivió la ficción de ser una democracia,
siendo en realidad una mercadocracia electoral, cuyo embrujo desapareció en
octubre de 2019, cuando el aumento de 30 pesos en el tiquete del metro desató
la ira popular contra 30 años de aguante y sacrificio de las mayorías. Entonces
el oasis de “democracia” y “prosperidad” de Latinoamérica que, orgullosamente
promovía Piñera, se convirtió en un campo de batalla, cuya ciudadanía fue
calificada por su presidente como un peligroso e implacable enemigo a quien
declaró la guerra[2]. Fue así
como el “milagro chileno” reveló su verdadero rostro y nombre: el enorme
déficit social del neoliberalismo con una ciudadanía cada vez más consciente y
exigente de sus derechos. Quedó al descubierto una mercadocracia que privatizó
los servicios públicos y expropió la democracia a la ciudadanía, para
entregarla al dominio de los intereses empresariales, corporativos y
financieros. Por eso, de ese 50.79% que participó, el 78% optó por embarcarse
en la aventura de una nueva Constitución y solo el 21.3% respaldó la
Constitución actual. Lo cual revela la precaria legitimidad democrática de las
actuales instituciones chilenas, la bancarrota de su sistema de partidos y el
colapso casi total de la representatividad política. Según sondeos de opinión
del Centro de Estudios Políticos, antes del plebiscito, Piñera gobernaba con la
aprobación del 5% de los ciudadanos, el Congreso con el 3% y los partidos
políticos apenas con el 2%. Por todo ello, es comprensible que el 79% de los
votantes haya decidido que sea una Convención Constitucional la que redacte la
nueva Constitución, sin la presencia de políticos profesionales. Dicha Convención
estará integrada totalmente por ciudadanos electos en forma paritaria, 50%
mujeres y 50% hombres, con representantes de los pueblos originarios. Todos los
anteriores delegados serán elegidos el 11 de abril de 2021. Esto significa, ni
más ni menos, una posibilidad inédita de renovación y recomposición del sistema
de representación partidista, realizado directamente por los chilenos en clave
social y ciudadana. Es decir, la decapitación de la actual desprestigiada
partidocracia que gobierna con apenas el 2% de respaldo de los ciudadanos. Sin
duda, una refundación ciudadana y democrática del Estado chileno, totalmente
negada por la actual Constitución pinochetista. En otras palabras, se ha
iniciado la aventura incierta de forjar una democracia de ciudadanos, no solo
de partidos, pues dichos delegados elegidos directamente por los ciudadanos
deberán realizar en la Convención Ciudadana la tarea de mayor importancia y
trascendencia histórica en cualquier sociedad: la redacción de una nueva
Constitución. Una Constitución que diseñará la matriz de un Estado capaz de
garantizar los derechos sociales a millones de chilenos, así como las reglas de
juego para una competencia política que traduzca en las instancias
representativas y en las decisiones gubernamentales los intereses generales de
la población y no solo los de minorías empresariales y financieras. Por eso,
dicha Carta la deberán aprobar o rechazar los ciudadanos en un nuevo
plebiscito, probablemente a comienzos del 2022, después de los 9 o máximo 12
meses que tendrán los ciudadanos delegados para redactarla, aprobarla y
presentarla al escrutinio de toda la ciudadanía chilena. Entonces el voto será
obligatorio y no voluntario como en el reciente Plebiscito Nacional. Sin duda,
todo un laboratorio democrático, que demandará a los ciudadanos chilenos y
especialmente a sus delegados en la Convención Constitucional dosis de audacia
y prudencia, para impedir que en medio de las deliberaciones y apuestas
estratégicas de la nueva Constitución dicho laboratorio explote, bien por
aspiraciones maximalistas o concepciones hegemónicas que terminen haciendo
imposible el consenso político y social que demanda y exige toda constitución
democrática. Un consenso que permita la dinámica transformadora de la sociedad
chilena por las principales fuerzas políticas, siendo leales a la Constitución,
pero al mismo tiempo respondiendo a las demandas inaplazables de las mayorías
para que los derechos sociales allí proclamados no se queden escritos en la
Constitución y progresivamente se conviertan en realidad. Pues para la
legitimidad democrática de una Constitución no basta su origen ciudadano, sino
fundamentalmente su cumplimiento en la realidad política, económica, social y
cultural. Y lo anterior depende más de los actores políticos y las fuerzas
sociales, no tanto de la Constitución que, en últimas, es una promesa solemne
que se hacen los ciudadanos sobre la sociedad que quieren ser y la forma como
desean convivir, resolviendo civilizadamente sus conflictos en torno a valores
e intereses que siempre serán plurales y diversos. No vaya a suceder que los
chilenos aprueben una Constitución nominal y fetichista, como la nuestra, sin
contar con la renovación de los liderazgos políticos y el surgimiento de nuevos
actores políticos, con la suficiente voluntad y capacidad política para
convertir en realidad los derechos en ella consignados. Sin dicha renovación y
el afianzamiento de una ciudadanía participativa y organizada, más allá de la
parafernalia partidista y la inercia de la burocracia estatal, la nueva
Constitución corre el riesgo de convertirse en un “paquete chileno”.
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