LA MINGA: UN DESAFÍO TELÚRICO Y DEMOCRÁTICO
Hernando Llano
Ángel.
No se trata de un pulso político
entre la Minga y el presidente Iván Duque. Se trata de un desafío que nos
interpela a todos como ciudadanía y nación[1].
El desafío de si somos o no capaces de reconocernos como miembros de una
comunidad política en construcción: pluralista, justa, democrática y donde la
participación ciudadana y social sea decisiva. Donde la vida y la paz política
sea responsabilidad de todos, no solo de unos pocos. O, por el contrario, si vamos
a continuar siendo esa “federación de odios”, a la que se refería el presidente
Belisario Betancur, que es el origen de una pandemia más letal que el
coronavirus. La pandemia de una violencia que se ha ensañado por siglos contra
los pueblos originarios, los líderes sociales y las organizaciones populares,
que hoy se movilizan en la Minga. Una pandemia mortal que no es coyuntural,
como el coronavirus, sino estructural e histórica, sin que podamos precisar el
número de víctimas que ha cobrado hasta nuestros días. Una violencia cuya
matriz es de orden político y cultural y se perpetua desde la conquista y la
colonia hasta el presente. Y que, por lo tanto, solo podrá superarse si se
desentraña su complejo funcionamiento, desarticulando sus mecanismos internos
generadores de prejuicios racistas y de posturas clasistas que expresan un
menosprecio por los indios, negros, campesinos y pobres, considerados inferiores
y subordinados, destinados al servicio de señores y hacendados. Ayer, esa matriz funcionó bajo la alianza mortífera
de la espada y la cruz, sellando una síntesis casi insuperable entre la
violencia, la explotación y la esclavización de sus cuerpos, reafirmada con la
resignación y subordinación de sus almas frente a gamonales, hacendados,
patronos y curas. Hoy, despliega una combinación todavía más sutil y letal, a
través de la alquimia electoral y un sofisticado sistema de facciones y
familias políticas, que se autoproclaman como partidos y esconden su identidad
cacocrática bajo siglas tan ostentosas como mentirosas. Y así han logrado
expropiarnos periódicamente, durante más de medio siglo, nuestra voluntad
ciudadana y sus legítimas aspiraciones de paz, justicia y prosperidad general.
Una matriz que ha engendrado un régimen político casi perfecto de dominación y
exclusión, pues proyecta como legítimas dinámicas y procesos electorales que
son la antítesis de la democracia. Dinámicas de elecciones bajo las cuales se
camuflan y predominan poderes de facto oligárquicos junto a organizaciones
criminales, que cada cuatro años coronan en la cúspide del Estado nacional a
sus candidatos, convertidos en rehenes de sus intereses, salvo contadas
excepciones. Con el paso de los años y numerosas reformas constitucionales han
ido consolidando este peculiar régimen político de complicidades y ganancias
oligárquicas. Un régimen promovido por exitosos conglomerados empresariales y
financieros que generosamente avalan campañas políticas, forman
coaliciones con líderes de todo el espectro político, desde la derecha, el
centro y la izquierda, expertos en las artes de la simulación, la oratoria y la
demagogia, al punto que casi nadie sospecha de sus impenetrables e inconfesables
sociedades y relaciones con el narcotráfico (ayer el 8.000 y la parapolítica,
hoy el Ñeñe Hernández) y un enjambre de grupos empresariales, gremios
nacionales y constructoras multinacionales, como Odebrecht, especializadas en
el soborno, los negocios y la utilización permanente de la puerta giratoria entre
el sector privado y el Estado, para el
saqueo impune de lo público en beneficio de sus propios intereses.
Embrujos y sortilegios que se esfuman
Pero en ocasiones logramos
vislumbrar las entrañas de ese cacocrático y monstruoso régimen, gracias a las
investigaciones de periodistas valientes, de académicos críticos, fundaciones
internacionales y ONGS comprometidas con lo público y la participación
ciudadana. Entonces recordamos la inmortal letra y tonada de Cambalache. Se
trata de un régimen conformado por “chorros, Maquiavelos y estafaos, contentos
y amargaos, valores y doblé”, que nos condena a vivir “revolcaos en un merengue
y en el mismo lodo todos manoseaos”. Ese régimen es el que periódicamente pone
en jaque la Minga con su malicia indígena y alto grado de organización,
movilizándose hasta Bogotá, para denunciar nacional e internacionalmente que
están siendo diezmados y aniquilados, no tanto por el coronavirus, como por la
pandemia de la violencia de grupos criminales relacionados con economías
ilegales. Grupos que pretenden gobernar sus territorios y vidas. Por eso el
presidente Duque, como jefe de Estado, tiene que escucharlos y junto a las
autoridades ancestrales de sus cabildos, la Guardia Indígena y una Fuerza
Pública no cooptada por el crimen, debe garantizar la vida de todos y el
cuidado integral de la Pachamama. Porque el embrujo de las urnas y el
sortilegio de este imaginario Estado de derecho no les está garantizando sus vidas
y menos la integridad y cuidado de su territorio. Ese embrujo y sortilegio se
deshacen aceleradamente y la ensalzada “democracia participativa” y su flamante
Estado Social de derecho han quedado confinados en la Constitución, los textos
y los debates académicos, pues cada día garantizan menos sus derechos y la vida
de sus líderes y lideresas sociales. Esto se revela de forma más ostensible,
cruel e intolerable en el campo, donde quienes se consagran a un extenuante
trabajo, en lugar de cosechar sus frutos y recibir un precio justo por ellos,
son esquilmados por patronos, intermediarios y mercaderes desde tiempos
inmemoriales. Así las cosas, cada vez tienen menos derechos vitales y más
deberes mortales. Son menos ciudadanos y más siervos. Incluso, hasta pierden su
condición de campesinos, indígenas y mineros artesanales porque son desplazados
violentamente de sus parcelas y territorios, estigmatizados y perseguidos como
peligrosos narcotraficantes. Entonces sus vidas naufragan en un limbo de
violencias y quedan sometidas a lógicas implacables de organizaciones ilegales
que los reclutan para la guerra o los enrolan en economías ilícitas. Dejan de
ser sujetos de derechos y se convierten en objetos de violencia. Sus parcelas
son fumigadas y su cultivo ancestral y planta sagrada, la Mama Coca, es
convertida en la “mata que mata” por una absurda y criminal política
prohibicionista que estimula cada día más el precio de la cocaína y la ambición
sin límites de los narcotraficantes. Ambición purificada, reciclada y
estimulada en los infinitos circuitos del mercado, el sistema financiero y el
consumo suntuoso, gracias a la complicidad de autoridades corruptas y de
políticos encumbrados que, por debajo de la mesa –según la coloquial expresión
del Ñeñe Hernández-- reciben aportes para sus campañas. Es contra ese sistema político
generador de violencias, exclusiones e ilegalidades que marcha la Minga. Por eso
es un movimiento político y social, no una protesta reivindicativa más. Por eso
no les basta una conversación con los ministros y altos delegados y consejeros
del presidente. Porque lo que está en juego no son reivindicaciones, sino algo
mucho más político y trascendental: son sus derechos a la vida, la tierra, la
cultura, la dignidad y sus identidades étnicas como indígenas, campesinos y
comunidades negras. Todos ellos, al parecer, se sumarán a reivindicaciones de
carácter social y laboral en el paro convocado por las centrales obreras el próximo
21 de octubre, si el presidente Duque continúa procrastinando con sus deberes y
compromisos constitucionales: defender la vida, honra y bienes de todos los
ciudadanos.
Lo telúrico es político y de todos
Por eso precisan hablar con el
máximo representante y responsable de este sistema político, el presidente Iván
Duque, porque le incumbe hacer respetar los máximos valores y bienes políticos,
sin los cuales no hay democracia: la vida de sus asociados, su entorno
territorial, la pluralidad y la dignidad de sus identidades étnicas y
culturales. De hacerlos respetar más allá de su consagración en el papel de la
carta constitucional y los estatutos legales. De materializarlos en las
relaciones de poder y en la toma de aquellas decisiones que garanticen una democracia
telúrica, superior y más legítima a esta mercadocracia que solo vela por los
precios del mercado, las inversiones del gran capital y las economías
extractivas. Una mercadocracia que solo ve en la tierra un depósito inagotable
de ganancias, en lugar de ese majestuoso entramado telúrico de biodiversidad,
la Pachamama, que hay que proteger y cuidar para el goce y disfrute de todos y
de las futuras generaciones. Un entramado telúrico que hasta el presente han
defendido y protegido con sus vidas y epopeyas de resistencia los pueblos
originarios, los campesinos y las comunidades negras. En últimas, la Minga nos
está interpelando a todos sobre la urgencia vital de reconocernos como
responsables de esta tierra, y de no dejarla más tiempo en manos de
depredadores que han reducido la política y la democracia al mercado y las
ganancias de unos pocos. Políticos profesionales, testaferros del capital y el
crimen, especializados en las artes de la representación y la simulación, que
tras de cada elección se dedican a tejer redes de complicidad para perpetuarse
en sus curules y cargos gubernamentales.
Duque, entre la Minga, el coronavirus y la democracia
Sin duda, el presidente Duque
enfrenta una encrucijada que no podrá resolver procrastinando, aplazando el
encuentro y la conversación con los voceros de la Minga. Así como la Minga, que
reivindica la vida integra y el cuidado de la Pacha Mama, también tiene una
enorme responsabilidad con la salud de sus integrantes y todo su entorno social
y citadino. Porque si bien es cierto que su movilización nos hace tomar
conciencia a todos los colombianos que no hay virus más mortal y persistente
que el de la violencia política y la exclusión social, también lo es que el
coronavirus es altamente contagioso y peligrosamente letal. Por ello, el
presidente Duque y la Minga tienen la responsabilidad de conjurar rápidamente
estas dos amenazas mortales. Y no tienen otra alternativa que reconocerse y
sentarse a conversar, como es lo propio de un gobernante demócrata con sus
ciudadanos, ya sea en la Casa de Nariño o el Congreso de la República. No cabe
aquí la posición maximalista de carácter presidencial, que se refugia en
argumentos casi monárquicos y autoritarios para no hablar con la plebe de la
Minga, porque supuestamente lesiona y menoscaba su autoridad. Más bien todo lo
contario, se fortalecería su autoridad democrática, al descender de un pedestal
donde parece inaccesible al pueblo. Mucho menos, de parte de la Minga, convertir
el encuentro en una estratagema para deslegitimar el poder presidencial y
liderar la frustración y el descontento social agudizado por el coronavirus. Si
ambos lo asumen como un pulso para doblegar al otro, estarían dilapidando una
oportunidad histórica para contener estas dos pandemias. No solo serían
inferiores a sus responsabilidades, sino que profundizarían ese desencuentro
fatal entre el país nacional, hoy representado en la Minga, y el país político,
presidido por Duque, cuyo diálogo y acuerdos son imprescindibles si queremos
vivir en paz y reinventar la democracia en clave telúrica y pluriétnica. De lo
contrario, la mercadocracia y cacocracia actual seguirán predominando con su
depredación de la naturaleza, la corrupción y la apropiación de lo público en
beneficio de grupos privados y de familias políticas. Si permitimos que esto continúe, estamos
condenados más temprano que tarde al colapso institucional y a una hecatombe
social y ecológica. En nuestras manos está impedir que ello suceda y no podemos
evadir esa responsabilidad por mucho tiempo más. La Minga nos lo está
advirtiendo. Ella es un desafío telúrico y democrático para todos. Quizá el
comienzo de una nueva relación con nuestros hermanos y hermanas mayores. Una
oportunidad para forjar una alianza de largo aliento por la vida y la
reinvención de una democracia telúrica, plural y pluriétnica, donde por fin
todos nos reconozcamos como iguales en dignidad, derechos y posibilidades para
convivir y construir en paz una nación próspera y justa para todos.
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