Iván Duque: ¿Un presidente mitómano y
efímero?
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Hernando Llano Ángel
En
la memoria de los colombianos perdura algún rasgo de los expresidentes, que
permite su inmediata evocación. Algunas
veces están asociados a su personalidad, otras, a sus expresiones o sus
principales ejecutorias. De Turbay Ayala, además de su famosa expresión: “la
corrupción en sus justas proporciones”, se lo recuerda por el Estatuto de
Seguridad y haber sostenido que los presos políticos se autotorturaban. A
Belisario Betancur, por la hecatombe del Palacio de Justicia. Virgilio Barco,
por la guerra contra el narcoterrorismo de Pablo Escobar. César Gaviria, por el
“revolcón” y la Constitución del 91. Ernesto Samper, por el proceso 8.000.
Andrés Pastrana, por el fracaso del proceso de paz del Caguán. Álvaro Uribe por
la “seguridad democrática” y el “articulito” que permitió su reelección. Juan
Manuel Santos, por el Acuerdo de Paz y su premio nobel. Más allá del juicio que
cada lector tenga de sus mandatos, sin duda sus nombres estarán asociados a
dichos acontecimientos, y solo el paso de los años y la distancia de la
historia, les otorgará el lugar que les corresponda. Aunque el presidente Duque
apenas cruza la mitad de su mandato, por su reciente telediscurso ante la septuagésima
quinta asamblea ordinaria de las Naciones Unidas, parece que su nombre estará
asociado a la mitomanía. Según el diccionario de la Real Academia Española, la
mitomanía es “la tendencia morbosa a desfigurar, engrandeciéndola, la realidad
de lo que se dice” y, en su segunda acepción, “la tendencia a mitificar o
admirar exageradamente personas o cosas”.
En efecto, en su
discurso, hay pasajes antológicos que lo elevan al pedestal de líder como
presidente mitómano. Al respecto, sobresalen los siguientes: “Hoy en Colombia no hay dilemas entre amigos y enemigos de la paz;
hoy somos un solo país que avanza sin importar si el viento está a favor o en
contra”. Y a renglón seguido: “Quiero
aprovechar este espacio para honrar a las víctimas de la violencia en mi país… A ellos y a todos los
colombianos les reconocemos esa vocación para construir futuro, para hacerlo
zanjando heridas, sanándolas, pero, al mismo tiempo, para que la fraternidad,
en el marco de una legalidad certera, nos haga sentir orgullosos”. Nada más distante de
la realidad, falaz y contradictorio, pues si avanzáramos como nación en la
consolidación de la paz, el presidente no tendría que honrar a los cientos de
líderes asesinados
que aumentan, lamentablemente, día tras día. Un presidente democrático en un
Estado de derecho garantiza la vida de los líderes sociales y de los ciudadanos,
en lugar de honrar sus muertes ante la comunidad internacional. Es un absurdo
criminal apelar a una legalidad certera que es incapaz de defender la vida y la
seguridad de quienes construyen la paz. Esa no es una paz con legalidad, sino
una paz con letalidad. Esa “paz con legalidad”
es la mayor expresión de mitomanía gubernamental y su tendencia morbosa a
desfigurar la realidad, ocultándola tras eufemismos como “homicidios
colectivos”. Peor aún, respaldando posturas tan cínicas como la de su ministro
de defensa, Carlos Holmes Trujillo, con sus disculpas eternas a las víctimas
mortales pasadas, presentes y futuras, responsabilizando de ellas a miembros
individuales de la Fuerza Pública, eximiendo de entrada a las instituciones a
que pertenecen y, especialmente, a quienes las dirigen, empezando por el
presidente y su propio cargo como ministro de defensa. Por eso ambos son
incapaces de presentar perdón en forma precisa, individual y respetuosa a sus
víctimas. En contraste, el presidente opta por portar chaqueta policiva en
visita oficial, expresando así más solidaridad con la Policía que con sus
víctimas. En esa evasión de responsabilidades políticas e institucionales, la
coincidencia con los excomandantes de las FARC-EP es más que preocupante. Es
reveladora de un autismo institucional criminal, revestido de narcisismo y una
falsa retórica democrática. De allí la renuencia del Ejecutivo, presidente y
ministro, a cumplir plenamente los contenidos de la sentencia de la Corte
Suprema de Justicia para garantizar la protesta ciudadana pacífica. Más allá de
las complejidades legales y jurisprudenciales de la sentencia y de la decisión
de cierre de la Corte Constitucional, lo que está en juego es nada menos que el
derecho de todos y todas a expresar nuestro disenso en forma pacífica, sin
correr el riesgo de perder la vida, como sucedió con más de 10 personas en
Bogotá los pasados 9 y 10 de septiembre. Lo que está en juego es la existencia misma
del Estado de derecho y la legitimidad de sus autoridades. Si el presidente
Duque se mirara al espejo de la realidad y saliera de su autismo institucional,
se daría cuenta de lo cerca que está de parecerse y ser como Maduro, pero
situado a su extrema derecha. Incluso, ya incurre en errores idiomáticos
parecidos, como en el pasaje de su intervención ante la ONU sobre la
deforestación, cuando expresó: “es así
como reducimos
y como hemos reducido la deforestación en un 19%”. Pero lo que calla es
que está empeñado en utilizar el glifosato para aumentar el área deforestada. También
se presenta internacionalmente como un adalid de la defensa del medio ambiente,
la sacralidad de los páramos y la promoción de las energías alternativas, pero
su política energética nacional está comprometida con la explotación del páramo
de Santurbán y el potencial uso del fracking para explotar pozos petrolíferos. ¿Cómo
puede generar confianza y credibilidad un mandatario con semejante doble
discurso? Y la segunda acepción de mitomanía: “la tendencia a mitificar o
admirar exageradamente personas o cosas”, lo retrata como el mitómano por
excelencia. Defiende la honorabilidad del exsenador Uribe, por encima de evidencias
innegables como los falsos positivos y el cohecho que permitió su reelección,
llamándolo “presidente eterno”. ¿Será que Duque pasará a la historia como un
presidente mitómano y efímero
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